Vítor Mejuto
comisariada por Joaquín Jesús Sánchez
23 de enero – 8 de marzo 2020 | Centro Párraga
enlace al catálogo – programa de mano
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Se suele contar que la ficción es lo contrario de la realidad. Es decir, que Sancho Panza, Segismundo, Mimí y el príncipe Hamlet no son reales (no son de verdad) mientras que Isabel la Católica, Napoleón, usted mismo y el papa Inocencio IV sí. Esta oposición resulta tramposa a poco que se examine. Solo se puede decir que don Quijote no existe realmente (que tiene una existencia disminuida o alguna sandez así) manejando un concepto de realidad estrechísimo y raquítico. Recomendaría a los que hablan así que comparen la influencia de su existencia-ontológicamente-plena con la de esos entes de ficción, y que después nos expliquen cómo es que Ulises, que no existe, ha hecho más en el mundo que ellos.
Ahora bien, no todas las cosas existen de la misma manera. Hay unas líneas de Machado que nos auxilian en este asunto: «Se miente más de la cuenta por falta de fantasía: también la verdad se inventa». Inventar la verdad mediante la fantasía es el modo según el cual se traen a la existencia países, hombres, ángeles, monstruos, cuantos dioses se quieran, libros, imágenes y un incontable número de entidades. Sin embargo, este proceso no solo no es inmediato, sino que requiere esfuerzos colosales y todo el ingenio que se sea capaz de reunir. Dios, cuenta el Génesis, crea las cosas nombrándolas. Las fatigas de la criatura son mayores que las del creador, de modo que no solo nos basta la palabra: también necesitamos la tramoya.
En la jerga teatral, se llama torreón de tramoya a la arquitectura interior del escenario que soporta todos los elementos técnicos que sirven para crear la ficción (luces, maquinaria, telones, etcétera). No es extraño que la estructura sea más alta que la sala: para hacer creíble que unos hombres y unas mujeres (cuyos nombres y ocupaciones conocemos) son Enrique IV y su corte, una alcahueta, Doña Inés o el comendador de Calatrava se precisa toda la ayuda que se pueda obtener. Oculto a los espectadores y visible para los actores, el torreón se nos presenta como un símbolo, una metáfora de los procesos artísticos, de lo que exhiben y de lo que ocultan. Dicho de otro modo: de todo lo que se debe urdir y esconder para que la verdad salga a relucir.
Para que esta argucia tenga éxito se necesita, al menos, la complicidad de los asistentes y un espectáculo solvente. Si uno se aferra al mundo ordinario, todos los esfuerzos son en vano: el cine, el teatro, la ópera, la danza siempre serán apariencia y no las cosas mismas. La pantalla y el escenario se interpondrán groseramente tapándonos la vista. Pero si, mediante encandilamientos y rituales (comprar las entradas, vestirse para la ocasión, cruzar el vestíbulo, buscar el asiento, hojear el programa de mano, esperar en la oscuridad, en silencio, a que se levante el telón) un hombre logra convertirse en un espectador, el mundo le parecerá más ancho. No seamos ingenuos: nadie olvida el penoso tráfico de las ciudades ni esa molestia que tiene en la rodilla mientras escucha Rigoletto, pero a esa realidad se le suma la de la corte del duque pendenciero de Mantua, la ingenuidad de Gilda y el sufrimiento de un bufón jorobado.
Cuando los espectadores están dispuestos (qué difícil), todo depende de la obra. Es un riesgo importante para un fin extraordinario. Se trata de hacer las cosas de verdad, y para eso sirve ese declamar afectado que tienen los actores, incluso cantar en vez de hablar. Es necesario un poco de artificio para resultar creíble, porque para combatir los espejismos hace falta franqueza: el escenario no es el ámbito de lo ordinario, así que no hay que comportarse como si lo fuese.
La pintura, si se piensa, sabe mucho de embustes. Siglos haciendo pasar simulacros de duques a caballo y mártires vigorosos por reproducciones fidedignas del mundo. En todo hay una desviación, una constante traición a las cosas representadas que las hace verdaderas. La literalidad es, como han demostrado los hiperrealistas, la mayor de las estafas. El método de Vítor Mejuto huye, afortunadamente, de imposturas y simulaciones. Podríamos explicarlo como un proceso de digestión pictórica, en el que los referentes con los que trabaja se esquematizan (mejor dicho, se sustancian) tanto como se reconfiguran. A través de una estética geométrica y colorista, Mejuto ha reelaborado imágenes que tienen que ver con el teatro: la arquitectura (el foso, el interior del escenario, la concha del apuntador, el patio de butacas), los carteles con que se anuncian las funciones, las partituras, algunas escenografías. El visitante puede reconocer algunos de los elementos aludidos y despistarse con otros. Este componente lúdico (el juego de la memoria con la forma y el color) nos introduce felizmente, casi sin sobresaltos, en las preocupaciones propias de la pintura (la composición, la mancha, etcétera), mientras mantiene la tensión entre su propia autonomía y sus deudas con el mundo (esto es, la representación).
Torreón de tramoya explora, desde la pintura, las sugerentes imágenes de las artes escénicas. Nos ha interesado aludir, con las obras y el montaje, a un abanico amplio de referencias, para, mediante coincidencias y equívocos, proponer durante un rato un pequeño teatro del mundo (del teatro).
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