En 1835 sir John Herschel, el inventor de la cianotipia, astrónomo hijo de astrónomo, estaba en Sudáfrica midiendo nebulosas. A miles de kilómetros, los atentísimos editores del New York Sun replicaban los artículos que el doctor Andrew Grant, compadre de sir John, mandaba al Edinburgh Journal of Science. Jamás se conoció tal pasión por la cosmología. En una tanda de seis artículos, el buen doctor relató cómo el costosísimo y sobredimensionado telescopio de su colega había sido capaz de otear la primorosa orografía selenita: lagos, olas que rompían contra playas de yeso, bosques de tejos cubiertos de líquenes, campos de amapolas encarnadas y «amatistas colosales de color clarete» se exhibían ante el catalejo más perspicaz que había producido el ingenio humano.
Quedaba lo mejor. Ajustando las lentes, los mirones descubrieron (infraganti) una manada de bisontes, unas cabras unicornias gráciles como antílopes («esta hermosa criatura nos brindó la diversión más exquisita»), grullas picudas, cigüeñas que habitaban en las crestas de los cráteres y templos suntuosos en torno a los que moraban unos simpáticos hombres murciélago. Para disfrute de los lectores, el texto (escrito en un inglés florido y prosopopéyico) se acompañaba con unas sensacionales litografías que ilustraban algunas escenas costumbristas y extraterrestres.
El remate es decepcionante. Herschel se enteró del asunto y lo desmintió, causando la ruina del editor neoyorquino. Pero obviemos esta minucia. Si repasan las publicaciones (con el menor esfuerzo, se encuentran digitalizadas), repararán en un detalle inquietante: aunque el telescopio debía fisgar a los selenitas con curiosidad cenital, tanto la narración como las ilustraciones narran los episodios mirándolos desde suelo. Ni la imaginación más calenturienta se libra de tiranía de la perspectiva.
Un mes antes, Edgar Allan Poe había dado a la prensa La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall, que contaba la historia del susodicho holandés, quien había construido un globo con periódicos sucios (para escándalo de los pulcros roterodamenses) y con él había llegado a la luna. «Restalló el parloteo de diez mil lenguas; un segundo más tarde, diez mil caras estaban vueltas hacia el cielo, diez mil pipas caían simultáneamente de la comisura de diez mil bocas y un grito solo comparable al rugido del Niágara resonaba larga, poderosa y furiosamente a través de la ciudad». Mientras se eleva (el trayecto dura unos días), el personaje escribe un diario con sus observaciones: el paulatino empequeñecimiento de la Tierra, el extraño amarilleamiento de la superficie y la pérdida de los contornos del mundo. En favor de la trama, el globo revienta cerca del satélite, ofreciéndole a nuestro protagonista la concreción de los perfiles lunares a velocidad de caída.
Es sorprendente que Poe se detenga en las visiones aéreas. Los globos aerostáticos, que causaron sensación a finales del XVIII, estaban pensados para verse desde abajo más que para mirar desde arriba. En el Prado se conserva un cuadro de Antonio Carnicero que refleja la ascensión de un globo Montgolfier en Aranjuez. La escena, pintada desde el lateral de la planicie, retrata a la concurrencia (frailes, majos, gentileshombres, damas y paisanas) formando un corro de cuellos estirados. En medio, alejándose de la tarima donde debió estar posado, un artefacto azul y dorado (colores imperiales) se eleva rodeado de banderones con los emblemas reales.
El engalanamiento del cacharro parece favorecer mi hipótesis. Leyendo la crónica del singular acontecimiento, aprendemos la cosa acabó mal: el piloto (un francés que había venido por capricho del infante don Gabriel) se estrelló, ganándose una pensión vitalicia y una cuantiosa propina «en atención a la desgracia que padeció en el Real Sitio». No he sabido de ningún artista que se animase a subir al canasto para pintar del natural, ignoro si por prudencia o por falta de interés. Probablemente, una planicie moteada de coronillas no hubiese recabado grandes elogios.
Las representaciones aéreas son inhumanas y, si me apuran, extravagantes. Ni a los ángeles, que lo tenían fácil, les dio por ello. El Kunsthistorisches Museum custodia una tabla de Jan Gossaert, llamado Mabuse, en la que se representa a san Lucas ejerciendo de pintor. En el tercio izquierdo, flotando entre nubes y aupada por querubines, posa María Santísima con el niño en brazos. Frente a ella, de rodillas y descalzo (como Moisés al toparse con la zarza), el evangelista dibuja con una plumilla mientras un ángel le guía la mano. Durante generaciones, los pintores siguieron las admoniciones del santo patrón (miren de frente, pinten prosternados; hasta el artificio debe tener sus límites: huid de las veleidades). Fue, hasta cierto punto, fácil: no tenían que enfrentarse a la irresistible tentación de la avioneta y el satélite.
publicado originalmente en el catálogo de la exposición En regiones tan claras, de Fernando Romero en el IAACC Pablo Serrano