exposición – Embustes y maravillas: representaciones inverosímiles de ‘lo otro’

Álvaro Albaladejo, Mercedes Azpilicueta, Martínez Bellido, Andrea Canepa, Jacobo Castellano, Claudia Claremi, Blanca Gracia, Gloria Martín Montaño, Vítor Mejuto y José Miguel Pereñíguez

gráfica de Álvaro Fernández Maldonado, ilustraciones de Rodrigo de la Serna, fotografías de Claudia Ihrek

27 de marzo – 25 de junio 2023 | Casa de Iberoamérica, Cádiz
IX Congreso Internacional de la Lengua Española

hoja de sala

En las primeras páginas de su libro, quien quiera que fuese Jean de Mandeville justifica una larga perorata asegurándonos que «muchos toman placer y solaz en oír hablar de cosas extrañas». El impostor dice la verdad. Lo prueba que, desde sus orígenes, la literatura se haya ocupado de las inverosímiles proezas de los héroes, las regiones alejadas plagadas de monstruos o la vida privada de los dioses.

El Libro de las maravillas del mundo explota esta afición. Relata los treinta y cinco años de viaje de un tal sir John, médico inglés, que llegó al continente camino de Tierra Santa y prosiguió hacia las islas orientales. Para embaucar a sus lectores, el autor no escatima en chucherías ni anécdotas. Por ejemplo, a su paso por Jerusalén, se entretiene discutiendo con los religiosos del lugar acerca de la calidad de las maderas con las que se hizo la cruz de Cristo. «Los judíos hicieron el pie de laurel porque el cedro se pudre en tierra y en agua y ellos querían que durase mucho. También pensaron que el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo pudiese mal oler y por eso hicieron el cuerpo de ciprés, que es bien oliente, a fin de que el hedor no estorbase a los que pasaren por los caminos. Hicieron la que cruzaba al través de palma, porque pensaron haber vencido. La tabla del título la obraron de olivo como símbolo de la paz». Un poco después, nos confiesa que le regalaron una púa de la corona con que mortificaron a Jesús, hecha con espino albar, detalle por el cual «la rosa blanca tiene muchas virtudes y cualquiera que lleve una consigo no se puede ahogar, ni será pobre, ni perecerá en la tempestad, ni puede entrar mal espíritu en su casa o el lugar donde estuviere».

A medida que se aleja, Mandeville va haciendo descubrimientos más extravagantes. Hombres descabezados con las facciones en el pecho, paisanos con cabeza de perro, pueblos polígamos, unípodos o herpetófagos. Las causas del asombro de nuestro caballero son imprevisibles: le parece tan insólito un pato bicéfalo como un diamante grueso, una sociedad que considera piadoso comerse a los agonizantes como otra de nudistas. En los extremos del mundo habitan dragones –?sir John lo sabe–, aunque estos sean semejantes a nosotros en todo lo esencial. Si leen el texto, y una vez pasada la excitación inicial, terminarán advirtiendo que la mayoría de noticias maravillosas acaban por desinflarse. Cuenta Mandeville que hay una isla llamada Kafo, donde sus gentes, «cuando sus amigos enferman, los cuelgan de un árbol; y dicen que vale más que las aves, ángeles de Dios, los coman, que los gusanos de la tierra son sucios». Uno esperaría un poco de contexto, algún detalle que justificase el ritual. Nanai. Punto y seguido, a otra isla donde sucede cualquier otra rareza.

Es muy tranquilizador que lo diverso y desconocido varíe tan poco de lo cotidiano: bastan dos o tres adjetivos para que se comprenda perfectamente. En la Historia verdadera de la conquista…, Díaz del Castillo (militar y cronista) nos dice que encontraron plazas tan bien proyectadas que parecían de Constantinopla o de Roma, y que los edificios levantados sobre los lagos les parecían «cosas de encantamiento» como las que se leen en el Amadís. Qué alegría: no hay nada tan extraño que no se parezca a lo que conocemos.

Como saben, nuestro Libro gozó de gran popularidad a finales de la Edad Media (toda la fama que se puede tener en una sociedad de analfabetos) y se las prometía muy felices hasta que los astutos críticos del diecinueve descubrieron que la crónica fue escrita sin necesidad de abandonar la comodidad hogareña (el texto está compuesto por otros textos accesibles de la época) y que, para colmo, nunca existió el dichoso médico inglés. Gran chasco.

blanco y gris: curiosidades

Embustes y maravillas gravita en torno a estas ideas. La exposición se articula en tres secciones. La primera integra obras que aluden al modo en que la mirada occidental esquematiza y «conoce» las realidades disímiles del mundo. En la serie Flora brasiliensis, Vítor Mejuto sintetiza los dibujos botánicos de Carl Friedrich Philipp von Martius, que recorrió el Amazonas en el siglo diecinueve a mayor gloria de la razón ilustrada. Imaginen la alegría de sus colegas, que podían estudiar las palmeras brasileñas desde la comodidad de sus gabinetes prusianos, sin padecer ni la humedad, ni los mosquitos, ni a los locales. Igualmente, el díptico Libros y cosas de Gloria Martín Montaño recrea, en forma de trampantojo, un biombo de erudito («chaekgeori»). En boga en el arte coreano dieciochesco, estas representaciones fueron incluyendo, según modas e influencias, artefactos occidentales fruto del tráfico de misioneros cristianos. Próximo, en otro lienzo de la misma autora, se representa un pantógrafo, ese ingenio para reproducir a escala ideado en el Renacimiento, símbolo de la capacidad de las artes para adecuar a escala las realidades del mundo.

En mitad de la sala hemos instalado Abya Yala («tierra en plena floración» en idioma guna, nombre empleado para designar las Américas), un tapiz de Mercedes Azpilicueta donde se agolpan referencias coloniales: los mulatos de Esmeraldas, jesuitas, ángeles arcabuceros, el inca Túpac Yupanqui, el cronista Huamán Poma o la representación de la batalla de Las Cangrejeras. La pieza mezcla indistintamente estilos pictóricos y técnicas de representación, ofreciéndonos una visión saturada de choques y encuentros entre personajes heterogéneos.

Junto a ella se ubican cuatro grandes fotografías de Martínez Bellido, cuya aparente negritud deja paso a una cautivadora multitud de detalles. La serie es el resultado del escaneo de espejos domésticos y de la experimentación con los errores que se producen durante el proceso. Estos trabajos, en buena medida paradójicos o absurdos (¿para qué «fotografiar» espejos que no reflejan?) introducen en la exposición un elemento de confusión («ahora vemos confusamente, como a través de un espejo», escribió Pablo; «Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo de monstruoso», añade Borges) y olvido. La sala se completa con un crucifijo (Eikon) de José Miguel Pereñíguez, un pequeño artefacto formado por la unión de un listón al que se le han sustraído cuatro triángulos, que se han reintegrado como aditamento cuadrado. La cruz está, para sorpresa de nadie, atiborrada de significados. Algunos responden a meras particularidades constructivas: dos líneas, una vertical (cielo y tierra) y otra horizontal (el horizonte). Aunque es un elemento sagrado (esto es, separado y temible), se instala en los espacios domésticos menos solemnes: el dormitorio, el comedor o la puerta. Siempre un poco alta, un tanto distante, pero soportando los ronquidos y el tintineo de los cubiertos. Por supuesto, sus atribuciones imperialistas y despóticas son sobradamente recordadas y no es preciso enumerarlas. La cruz, sórdidamente, está hecha para un cuerpo, elemento que se recupera en la pareja de «collares» Ponos y Aidos (el uno, referencia a la hazaña o el suplicio; el otro, a la vergüenza y la modestia). A tenor de estos títulos tan ominosos, entendemos que se exhiban sin que ningún cuello se haya prestado a lucirlos (la prenda y el usuario operan en una dialéctica similar a la del amo y el esclavo). En ambos encontramos el redoble del ornamento ornamentado, ya que están construidas alternando secciones de madera de distintos colores.

Esta primera sala, en la que hemos querido contrastar el colorido de las obras con el gris de la moqueta que recubre el pavimento, deja paso a la siguiente a través de un intersticio: un cuento repetitivo con personajes balbucientes. «¿Qué pasaría si el príncipe mono errara en su melodía?» Acmé en dos variaciones utiliza una estructura circular en la que un hecho aparentemente irrelevante genera consecuencias tremendas. Esta combinación tan propia de los cuentos infantiles de liviandad y espanto (Lorca se preguntaba en una famosa conferencia por qué arrullábamos a los niños con canciones crueles) franquea una sala ya totalmente gris, en la que se agolpan objetos extraños, donde su rareza ya no se nos presenta de modo inofensivo, en las cómodas páginas de un libro de botánica austríaco.

gris: monstruos

El folclore japonés afirma que los objetos reciben un alma al cumplir los cien años. En ese momento, adquieren autonomía y pueden agradecer a su dueño los cuidados recibidos o tomarse venganza por sus padecimientos. Una leyenda similar circulaba en la cultura moche: en la revuelta de los objetos, los enseres son vivificados e inician una escabechina contra sus propietarios. Andrea Canepa ha recogido esta coincidencia en una serie titulada La rebelión de los artefactos, de la que aquí mostramos una pieza. En tonos azules, Objeto moche (soga) y Bakezori resulta el punto cromático más destacado de la sala, ya que la exposición va conteniendo el color a medida que avanza. De la misma artista, contamos con un fragmento de Oro alla Patria, en el que se establece un paralelismo formal entre la recogida de oro impulsada por el fascismo italiano con la representación negro legendaria de Atahualpa.

Un grupito de esculturas negras acecha en una esquina. Cabezas de caimanes y una pirámide peluda descansan sobre peanas intervenidas con clavos, al modo en que se pronuncian los juramentos a los ídolos que en el centro de África se llaman nkisi. Estas obras de Álvaro Albaladejo resultan inquietantes y atractivas, porque hay en ellas algo misterioso y feroz. Al grupo ya mencionado se le suma un vaciado del tallo de una hoja de palmera, un objeto que podría parecer una sierra o una quijada.

Próximas, una pareja de esculturas de Jacobo Castellano. Artefacto es un ser alado y casi cilíndrico, provisto de dos alas y dos redondeles que hacen de ojos. Sobre el torno es una pieza pequeña, compuesta por algo que parece un casco o un caparazón, protegido por las patas cruzadas de una silla y con una rejilla en la cocorota. En ambas piezas conviven la nobleza de sus materiales (sapeli, haya, hierro, ébano, cuero) con su aspecto pesadillesco, produciendo en el espectador una intranquilidad cuyo origen es difícil de determinar. Cerca, en un dibujo de Pereñíguez, contemplan la escena el furibundo toro de Creta siendo sometido por Heracles; ambos, rotos y desgastados por el tiempo (¿qué victoria podría lograr un héroe en ese estado?): el esfuerzo inútil petrificado en una metopa de mármol.

negro: escarnio

Tras una última cortina, en una sala completamente negra, se proyecta Amnesia colonial (estupor), un vídeo grabado por Claudia Claremi en la cabalgata de Reyes Magos de Alcoy. La artista logra yuxtaponer la naturalidad y el jolgorio con los que los vecinos se preparan para el desfile con su grosera indumentaria racista. El espectador va notando una incomodidad creciente, consecuencia del sosiego con la que los paisanos se maquillan obscenamente, pintarrajeándose la cara de negro, perfilándose unos labios gruesísimos y participando de una tradición en la que, por ser tal, pervive todo lo indeseable de la mirada colonial. Como la xenofobia se cuela por las rendijas, el visitante de la exposición podrá coleccionar unas octavillas coloreadas en las que hemos reinterpretado algunas de las ilustraciones del Libro de las maravillas, añadiéndoles, como en una estampa devocional, las letras de algunos cantes de ida y vuelta.

Si creemos que el mundo está lleno de prodigios –nos enseña Mandeville–, los otros son mero atrezo para nuestro asombro: ejemplares en el gran zoológico de la creación, cuya existencia peculiar y distinta será bien descrita por cronistas tan veraces como aquel inglés que nunca hizo un viaje porque nunca existió. Créanme, ninguno de los lectores sospechará lo más mínimo.