Abrazos virtuales

Querido lector del futuro: te escribo a ti, que espero que estés leyendo esto en 2050 por lo menos, porque nosotros, los del 2020, ya nos sabemos esta historia. Solo se me ocurre que haya algo peor que escribir sobre el confinamiento y el coronavirus cuando se está encerrado por el bichejo: leer sobre ello. Así que, querido habitante del futuro hipertecnológico, siéntate en tu sillón levitante y prepárate para conocer las horripilantes aventuras que sufrieron tus antepasados.

Todo empezó porque alguien se comió un murciélago o un pangolín. Esta inocente curiosidad culinaria, que podría haber figurado en los manuales de gastronomía como un hito similar al primero que se llevó a la boca un champiñón (una cosa blanca que crece sobre la putrefacción y los excrementos), tuvo varias consecuencias inesperadas. Tos, fiebres e insuficiencia respiratoria. Como en nuestra época aún se preservaban esas reprobables costumbres de besarse, abrazarse y tocarse (manías infectas que, ojalá querido lector, en tu prometedor futuro aséptico hayan sido erradicadas) el virus pasó de boca en boca en unos pocos meses. En diciembre era cosa de los chinos y sus excentricidades, en enero era una gripe vulgar, en febrero no había nada de qué preocuparse y en marzo íbamos a morir todos. Esta chispeante cadena de acontecimientos provocó reacciones muy diversas.

En varios países europeos se decretó el confinamiento de los ciudadanos; en otros se optó por medidas más ingeniosas, como la eugenesia. En Turkmenistán se prohibieron las palabras coronavirus y covid, y los yanquis siguieron con su política habitual: dejar que los pobres se murieran. Nosotros, los españoles, nos encerramos en casa, aunque no todos. Un puñado de irreductibles liberales siguió saliendo a hacer sus cosas libertarias (correr en pantalones de lycra y huir a ese piso de la playa que compraron en los felices tiempos de la burbuja urbanística). No sé si, querido lector turbofuturista, seguirán quedando liberales en tu época. Un liberal es, resumidamente, un tipo egoísta que cree que no es más rico porque los menesterosos lo sangran a impuestos para poder vivir del cuento. La sanidad pública les parece mal, pero querían que ese mismísimo Estado que querían destruir a toda costa «protegiese su derecho a no ser contagiados» (así como te lo cuento). Tenían otras ideas perspicaces, como especular en el mercado de valores, convocar golpes de estado y hacer directos en YouTube.

Los días fueron pasando y los ánimos se calmaron. La policía, que había estado persiguiendo con drones a los muchachotes que se escapaban a corretear por los parques (en nuestra época aún quedaba gente que hacía deporte por gusto), ahora se entretenía en subir vídeos épicos y simpáticos y en aprovechar la excepcionalidad de la situación para cometer abusos de poder. Lo de siempre, vamos. Hasta tuvo que salir un ministro a recordarles que no tenían permiso para revisar la compra de la gente. Fueron tiempos de gran heroísmo y de fascismo de baja intensidad. Los ciudadanos, inspirados por el celo de sus fuerzas de seguridad, se asomaban a los balcones para gritar a los transeúntes y grabarlos. No había tiempo que perder con matices ni con ninguna otra basura socialdemócrata.

Como ni había fútbol ni se podía ir a misa, los españoles instituimos nuevas tradiciones tan pronto como pudimos. A las ocho de la tarde se salía a los balcones a aplaudir a los sanitarios. A las nueve, a abuchear al Gobierno. Mucho antes, a las doce de la mañana, la gente se reunía alrededor del televisor a ver la rueda de prensa sobre el estado de la tragedia, en la que cinco representantes ministeriales daban el parte. De los cinco, tres llevaban uniforme y decían que estábamos en guerra. Un martillo siempre ve clavos en todas partes. Hubo discursos, ¡vaya si los hubo! Se mandaba mucho ánimo a la gente, aunque aún no sabemos de qué nos sirvió eso. Hasta salió el rey a decir obviedades inocuas. No sé cómo serán las cosas en tu época, lector electromagnetizado, pero en la nuestra había un tonillo épico muy insoportable.

Entre la rueda de prensa y la algarada en el balcón, la gente se entretenía con lo que tuviese. Si ponías la radio, oías a los mismos periodistas que hacía unas semanas se mofaban del asunto poniéndose estupendos: que si nos estamos dejando llevar por el pánico, que si es una argucia de las farmacéuticas… Los tertulianos, como los gatos, siempre caen de pie. Los lectores de Foucault escribieron un montón de artículos ininteligibles y los curas empezaron a coquetear con las bendiciones a través de las redes sociales. En aquellos días hubo un fenómeno curioso: programas de televisión sin público o hechos por videoconferencia. ¡Aún se me erizan los vellos del cogote recordándolo! ¡El horror, el horror! Pero no hubo nada tan terrible como los conciertos espontáneos. En cualquier lugar, alguien que hasta entonces había parecido inofensivo, incluso simpático, asomaba una pandereta por la ventana y se ponía a cantar. No me creerás, pero un fulano sacó un piano (¡un piano!) a la terraza. ¡Qué aullidos! ¡Qué berreos! ¡Qué inefable repertorio! Los músicos profesionales, viendo que cualquier desgraciado les comía la tostada, se apresuraron a dar conciertos en streaming desde el salón de sus casas, sonando a chapa sin ninguna necesidad, ¡ayudando a nadie! En nuestra época, lector renderizado, ya teníamos toda clase de plataformas que nos permitían ver y escuchar lo que nos diese la gana cuando nos la diese. Aun así, lo hicieron. Una y otra, y otra vez. Pop lánguido, rock descafeinado, voces impostadas en la nariz y muchas versiones del Resistiré (canción de infausto recuerdo) del Dúo Dinámico (con ese nombre artístico, ¿qué se puede esperar salvo la catástrofe?).

Los días fueron pasando y los confinados cedieron a la desidia y al tedio. Jornada a jornada, el pijama fue ganando terreno a la camisa, las babuchas a los zapatos. Una nación de ciudadanos con el pelo sucio y la casa a medio barrer. Ya no sabíamos cuántas veces nos habían alargado el confinamiento. Cada día más muertos. A algún oligofrénico se le ocurrió que había que «doblegar» la curva, como quien doma a un poni o sofoca una rebelión. Bajo este lema, se dieron la mano los gobiernos, las páginas porno, la Sinfónica de Berlín y los teatros de ópera. «Entretengámosles –pensaron– o se volverán locos».

En contra toda teología y geometría, los recluidos no aprovecharon su circunstancia para alejarse de las molestas interacciones sociales. Cuando no podían, las aumentaron. Sujetos que si se cruzaban por la calle hacían como que no se veían para no pararse a saludar estuvieron llamándose cada semana para hablar ¡de nada!

–¿Qué tal tu día?

–Pues aquí, en casa. ¿Y tú?

–Igual.

–Ya.

–Sí…

En aquellos días hubo cibercumpleaños, bodas online, videovermuts y, desgraciadamente, telefunerales. Los actores de teatro saben que tienen que exagerar el habla sobre el escenario, porque para que la ficción sea verosímil debe tener un punto de irrealidad. Nada provoca tanta extrañeza como fingir normalidad. Yo mismo, querido lector intergaláctico, me he visto obligado a tener actos sociales mirando a una pantalla. Primero di una conferencia, porque me pagaban, y luego fui a un cumpleaños desde mi propio dormitorio. ¿Han probado ustedes a hablar (en directo) a un centenar de personas sin verlas ni oírlas? Es una experiencia muy reconfortante. Tu propia cara en tu pantalla y un chat que no deja de moverse. Hay un momento, al comienzo de El mito de Sísifo, en el que Albert Camus se pregunta por qué sigue vivo ese tipo que hace gestos mientras habla por teléfono. Tal cual. Pues, con todo y con eso, conferenciar a la nada resulta menos estrambótico que brindar por webcam. «¡Y que cumplas muchos más!».

En lo que a mí respecta, la vida no cambió demasiado. Siempre he sido un chico muy espiritual, con mucha vida interior. Mis múltiples trastornos mentales procuran suficiente entretenimiento. Cuando no, me entretengo con cosas normales y sencillas: tocando el clavicordio, estudiando cartas de navegación o practicando mi esperanto. Soy, por así decirlo, el típico treintañero vulgar y corriente (os juro que todas estas cosas estaban de moda en 2020). Gocé con las ventajas del teletrabajo y disfruté de la confortable textura del batín. El estoicismo y los ansiolíticos son una combinación ideal para superar calamidades.

Ahora, amable lector multidimensional, lanzo esta crónica como quien envía una cápsula del tiempo. ¿Qué tragedias nos aguardan en lo que llega a tus manos? Sé benévolo con nosotros: lo hicimos lo mejor que supimos.

Artículo publicado en el nº 80 de tintaLibre
mayo 2020

 

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