Llevados por un exceso de celo, algunos hombres leyeron el pasaje del joven rico y se marcharon al desierto. Esto ocurrió en el siglo III, cuando aún se creía que el Espíritu Santo había inspirado la letra de la Escritura. Uno de ellos fue Antonio de Heracleópolis, cuya vida escribió San Atanasio y compiló luego el obispo De la Vorágine. La concurrencia de tantas manos y todas tan piadosas nos da la seguridad de que el relato está adulterado, pero la exactitud de los hechos es algo irrelevante para cualquier hagiógrafo.
El gran mérito de san Antonio fue ser tentado por el diablo, y para proporcionarle una ocasión tuvo que tomar la determinación de abandonar el mundo en pos del desierto. No hay una pizca de originalidad en esta empresa: ya Abraham había salido de Ur de los caldeos junto con todas sus posesiones por el consejo de Dios, y el pueblo de Israel había fatigado un territorio demasiado estrecho para cuarenta años de caminata; los Evangelios relatan cómo Juan el Bautista se había afincado en el yermo, donde vestía piel de camello y se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre para engolar la voz que clamaba en el desierto. Cristo mismo, antes de comenzar su vida pública, se retiró cuarenta días con sus cuarenta noches. El desierto es, por supuesto, una metáfora de la soledad y de la indigencia: un lugar donde sólo se puede vivir menesterosamente, auxiliado bien materialmente, bien espiritualmente, por la Providencia. Resulta paradójico entonces que quien se abandona al «cuidado amoroso que Dios tiene de sus criaturas» escoja, de todo lo creado por Dios, el lugar más desagradable. Esto es, entender el mundo como una causa incesante de pecado y querer huir de él para estar a solas con Dios («dichoso aquel que se aleja del mundanal ruido») supone no comprender la misma Providencia a la que uno se arroja: un Dios sumamente bueno no puede regocijarse en la existencia de un mundo que conduce de tal manera a la condenación que aquellos que buscan salvarse deban vivir en grutas y en soledad.
El eremitorio es un trozo de mundo que no quiere serlo, una parcela destinada a la negación de los vicios por la vía de la privación de casi todas las tentaciones. Lo sagrado, ya lo explicó Eliade, tiene un fuerte carácter topográfico. La gruta en la que se aloja el eremita quiere ser una brecha que le permita entrever lo que está por venir en menoscabo de lo que tiene («mi Reino no es de este mundo»). Eran aquellos tiempos difíciles para la salvación. San Benito escribe en la Regla que Dios, que nos observa en todo momento, ha reforzado su vigilancia con ángeles que nos siguen y llevan el cómputo de nuestras faltas.
El eremita es un hombre escindido, como todo hombre religioso, en la tensión que se establece entre el deseo de trascendencia y su realidad física, finita y contingente; el eremita, no obstante, ha optado por una vía radical: la renuncia. La idea no es totalmente descabellada, teniendo en consideración que la Iglesia ha enseñado durante siglos que los enemigos del alma son el demonio, el mundo y la carne; si se toma esto como verdadero, habitar bajo una peña en el desierto evita dos tercios del trabajo. Por eso el diablo, que no quiere que nadie se salve, se ve obligado a intervenir siempre que alguien se decide con tanto empeño en lograr la santidad. Cuentan los Evangelios que Cristo, después de ayunar, sintió hambre, y el diablo, que en griego significa «el engañador», le sugirió que convirtiese las piedras en pan haciendo alarde de su categoría de Dios (la cita es de Filipenses, si opinan que Dios no es una categoría reclámenle a san Pablo). Así, ofreciendo el mal bajo apariencia de bien, cumple con su oficio. Aunque La leyenda dorada afirma que san Antonio sufrió innumerables tentaciones a lo largo de su vida, De la Vorágine y la historia del arte se han detenido en un hecho singular y absurdo: «Los demonios comparecieron en forma de diferentes fieras y empezaron a atacarle y lo hicieron de tal manera que, entre todos, unos a base de dentelladas y mordiscos, otros con zarpazos, otros con cornadas, lo dejaron cruelísimamente lacerado». En rigor, dar una paliza a alguien no es tentarlo; el quehacer mental de un fanático tiene sus particularidades, y cuando se sigue al Mesías que ha dicho «yo os envío como corderos en mitad de los lobos» o «el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que dé la vida por mi causa la ganará», se ha de suponer que los golpes no serán disuasorios. De otra parte, los ángeles, caídos o no, son inteligencias puras, y parece impropio de seres de esta naturaleza un acto tan pueril. Las hagiografías dan cuenta de cómo no hay santo que se precie al que no le hayan dado golpes, tirado la cama, revuelto la habitación. Estas acciones amontonadas, ruidosas, desajustadas y en buena medida infructuosas son una suerte de mal molesto pero no terrible. San Anselmo afirma que el diablo se rebeló contra Dios, algo a todas luces insensato, porque en él la voluntad excede al entendimiento; parece esta una respuesta sensata, aunque nos obliga a pensar en un mal caprichoso y adolescente. Aunque una maldad voluble nos prive de una suerte de villano refinado y preciso (suele decepcionar que el malvado sea estúpido), esto no atempera el daño: el triunfo de según qué voluntades ha dado cuenta de su capacidad de destrucción.
No es descabellado pensar en que al santo el incordio del diablo le reconforta: confirma que va por el buen camino. El concurso del diablo saca del montón de las almas vulgares, destinadas a la condenación por su medianía. El diablo se esfuerza, claro, pero tiene muchas limitaciones: el habitáculo del santo es austero, no hay manjares en la despensa, la cama es incómoda, apenas hay ropas de saco. Quizás por eso el diablo quiere perturbar ese espacio diáfano y convertirlo en un lugar masificado: haciendo volar las cosas como si las acrecentase. Así, ante la concurrencia de tantas cosas, quizás el asceta desee más de lo que tiene. Como Cristo multiplicó los panes y los peces, el diablo multiplica el mobiliario.
La salvación, que la teología enseña que depende de la gracia, exige ejemplos heroicos, para que por lo extenuante de su consecución sepamos de su bondad. Dios, que se sacrificó a sí mismo para sí y por la salvación de muchos, se complace en la abnegación.
Texto curatorial de la carpeta Las tentaciones de san Antonio, un proyecto para La Dominación Mundial con Jorge Diezma, Miguel Marina y Felipe Talo.
Junio de 2015
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