texto originalmente publicado en el catálogo de «Una y otra vez. Juan Suárez»,
una exposición retrospectiva del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo.
ISBN-13: 978-84-09-20811-1. Octubre 2019
Uno de los moradores de la Biblioteca de Babel se preguntaba por qué en sus zaguanes había espejos. Conocemos con exactitud la forma de la Biblioteca: «se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. […] La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal»[1]. También sabemos que la Biblioteca existe desde siempre y que abarca todos los libros, que abultan «cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro». ¿Qué sentido tienen los espejos («que fielmente duplican las apariencias»[2]) en un espacio tal vez infinito? ¿Para qué agrandar un lugar eterno (la eternidad es la infinitud no del espacio, sino del tiempo)?
En un texto lleno de precisiones, Borges dedica un par de oraciones a mencionar un elemento extravagante. En el rigor de las galerías, las repisas y la composición invariable de los libros, hay unos espejos que no sirven para nada. Hay una explicación pedestre: al escritor argentino le obsesionaban estos cachivaches y los metía allí donde podía (esto satisfará a los comentaristas burocráticos y perezosos). Prescindiendo de esta solución vulgar, podemos ofrecer un par de hipótesis. La primera es la del misterio: si asumimos que la Biblioteca es el universo y que está diseñada o por un arquitecto divino y sapientísimo o por el azar y el sinsentido, es evidente que no podemos conocerla totalmente, aunque distingamos los rudimentos de su funcionamiento. Incluso en un lugar que se despliega a través del agotamiento de una posibilidad cuyas normas comprendemos (la combinatoria de veinticinco caracteres hasta la náusea en un formato preestablecido), hay explicaciones que no nos han sido dadas, porque solo son comprensibles para una inteligencia infinita o porque son el fruto de la atroz irracionalidad. La segunda hipótesis es más reconfortante: en un mundo sometido a normas simplísimas y áridas, conviene que haya alguna cosa inútil. Ese pequeño absurdo lo hace habitable.
El rigor de la ciencia tiene ventajas admirables: consigue que los puentes no se caigan, permite enviar sondas a lugares remotos y ha logrado que las máquinas ganen siempre al ajedrez. En nuestro mundo, que aún nos resulta confuso, las certezas nos consuelan. Pero si poblásemos una realidad cuyos resortes dominásemos, estas verdades claras y distintas serían las concreciones de una tiranía insoportable. El cosmos, por así decirlo, estaría cerrado: sería un lugar asfixiante y claustrofóbico.
En la Historia del Arte ha habido varios momentos de frenesí geométrico. Recordemos, por ejemplo, La ciudad ideal de Urbino (1480-1490?). Líneas convergentes, espacios deliciosamente rectilíneos, el imperio de la escuadra y el cartabón. Habrá quien crea que se hace emerger algún orden oculto fustigando al mundo con la proporción y la medida. Esta idea, sospecho, es errónea: las máquinas de ver y de dibujar, que tanta afición despertaron en aquellos años, simplemente se interponen entre el espectador y la cosa observada, de tal modo que imponen la geometría a la realidad, machacándola contra el ojo. La lógica no revela el orden secreto que subyace bajo todas las cosas, simplemente crea una ficción verosímil. Nos convence de que es así.
Para que la treta salga bien, es conveniente emplear ingenios humanos, que respondan efectivamente a esas lógicas que queremos que tenga la realidad. Los pintores del renacimiento italiano descubrieron el enorme poder de la arquitectura para ahormar espacios. La naturaleza tiene sus deficiencias, pero colocas unos cimientos y unas columnas y el mundo es como quieres que sea. Si se fijan, La flagelación de Cristo, de Piero della Francesca, trata vagamente sobre la pasión de Nuestro Señor. Lo que le interesa al pintor es el espacio pulcrísimo que está fabricando. Los tres hombres que están en primer plano, Pilatos, Cristo y los sayones son meros instrumentos al servicio de una estampa ordenada y cabal. Miremos la Anunciación de Fra Angélico. En el tercio izquierdo, la naturaleza frondosísima y caótica (aquí un limonero, allí una palmera, ahora unas flores blancas) rodea a Adán y Eva mientras son expulsados del jardín. Pecado y amalgama. En los dos tercios derechos, donde sucede la redención (lo comido por lo servido), el arcángel y María charlan en una terraza ordenadísima, casi aséptica; virginal: arcos de medio punto y formas rectas. Simpaticemos con el entusiasmo de estos artistas: al artificio de expandir el plano hacia dentro (como empujándolo con la mano o con los ojos) y de meter en un pedazo de tabla una plaza, un baptisterio o la historia de Santa Elena poniendo a tullidos sobre la cruz se le suma el placer de la racionalidad y de lo previsible. Los geómetras no heredarán la tierra, pero se podrán hacer una a medida.
La modernidad utilizó las armas de esta racionalidad con un propósito encomiable: «La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento progresivo, ha perseguido desde siempre el objetivo de quitar a los hombres el miedo. […] Quería disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante el saber»[3]. Este saber no es otro que el que se obtiene a través de la medida y la cuantificación. «La Ilustración solo está dispuesta a reconocer como ser y acontecer aquello que puede reducirse a la unidad; su ideal es el sistema, del cual pueden derivarse todas y cada una de las cosas. […] La multiplicidad de las formas queda reducida a posición y orden, la historia a hechos, y las cosas a materia»[4]. Los logros de este empeño calculador son de sobra conocidos, como lo son sus perjuicios. Los daños derivados de este ejercicio de reduccionismo son variados. «La Ilustración se relaciona con las cosas como el dictador con los hombres. Este los conoce en la medida en que puede manipularlos. El hombre de ciencia conoce las cosas en la medida en que puede hacerlas. De ese modo, el en sí de las cosas se convierte en para él»[5].
El empleo de las formas puras en la vanguardia tenía pretensiones emancipadoras: para desvincularse de la tradición figurativa se les ocurrió recurrir a los entes abstractos. Los polígonos elementales, la línea y los colores primarios sirvieron tanto para instaurar una nueva autonomía formal como para satisfacer la necesidad de algo que podríamos llamar un arte de su tiempo. Las cosas habían cambiado demasiado como para seguir pintando ninfas mirándose en una charca o a muchachotes subidos a una peña oteando el horizonte. La obra dejaba de ser una ventana e intentaba volverse hacia sí misma. Como en el verso de Lorca, «Las cosas la están mirando y ella no quiere mirarlas». A pesar de que los objetos geométricos se infieren de la naturaleza, nadie jamás ha visto un triángulo equilátero brincando por el monte. Los filósofos, no se crean, han discutido reiteradamente sobre este asunto[6]. Hay formas vagamente cuadradas en la naturaleza, o sospechosamente pentagonales, pero solo a través de un refinamiento formal llegamos a los polígonos que entendemos como tales. Ignoro si los recientes descubrimientos microscópicos o macroscópicos han actualizado estos hallazgos, pero me parece irrelevante, porque las definiciones de estos entes son muy anteriores. Además, ello nos conduciría a la compleja discusión sobre si los instrumentos de observación condicionan el objeto observado. Por decirlo de algún modo, el cuadrado o el círculo existen pero no existen. Su realidad es a la vez indubitable y extraña. No son una ficción (como el trabajo de Hércules con la hidra de Lerna) ni lo creemos por fe o por tradición (como se cree que san Antonio fue tentado en el desierto por una multitud de diablos torpones). Nadie, en su sano juicio, dudaría de la existencia del círculo o de la esfera: pareciera que están simplemente ahí, como un roble o un arroyo, pero, de hecho, no están ni a la vista ni a la mano. Pongamos un ejemplo artístico: al enfrentarnos al Cuadrado negro (1915), nos encaramos con una forma familiar y a la vez sorprendente, que es cercana en la misma medida que permanece distante (no es casualidad que la obra de Malévich haya sido leída desde una óptica religiosa).
Siento predilección por los objetos paradójicos. Si cualquier cosa ha de servir para algo, es reconfortante encontrar un chisme que se empeña en su inutilidad. En los gabinetes de curiosidades a veces se guardaban objetos para el enfado: guantes que no dejan meter la mano, comida incomible o cuadros que solo pueden verse a través de espejos especiales[7]. Juan Bosco Díaz-Urmeneta menciona las cajas chinas (un juguete que consiste en un pequeño cofrecito sumamente difícil de abrir) cuando habla de la serie de cajas de Juan Suárez (El Puerto de Santa María, 1946). Menciona ahí la consideración de Borges a propósito de estos artilugios, en los que la búsqueda es superior al hallazgo[8]. La serie, de 1969, se compone de unos artefactos construidos con cajas de madera, espejos o lienzos, y pintadas de magenta, azul o amarillo. Al ser iluminadas, los bordes de las cajas y de los bastidores producen sombras, generando un volumen que está pero no está en la obra, aunque indudablemente se integra en ella (no vamos a discutir el estatuto ontológico de una sombra). Hay más de estas sutilezas: la pieza azul está formada de cajas abiertas, insertadas las unas dentro de las otra (hay algo juguetón en la idea: recipientes que acumulan recipientes; el almacenamiento retorcido sobre sí mismo). Arriba, a la izquierda, hay un espejo (la caja debía ser un costurero o algo similar) que, después de ser pintado, ha sido rayado en cruz, dejando ver una línea de reflejo. Esta combinación, de interés por lo lúdico y de preocupación por lo intersticial (aquello que apenas puede verse ya se ha ocultado) aparecerá constantemente en la obra de Suárez en los años posteriores.
El volumen es la ostentación del espacio. En esos años, y en los inmediatamente siguientes, Suárez comienza a producir dibujos geométricos empleando pintura industrial sobre cartulina fosforescente. Parece claro que estas piezas son una prolongación de las preocupaciones formales que encontramos en las cajas, sin la necesidad tridimensional. Es llamativo el empleo de materiales, digamos, fabriles en una obra de esta naturaleza. Suárez trabajará, inmediatamente, también sobre metacrilato y plexiglás. En estas obras opera una tensión entre lo que podríamos llamar un afán rigorista, que se manifiesta en la planificación del dibujo, rectilíneo y anguloso, y otro que podríamos llamar subversivo, que maquina a través del desperfecto y el error. Como se sabe, el verdadero placer de los vicios está reservado a los templados (un banquete es rutinario para un tragón, mientras que para el comensal equilibrado es una fiesta). La disciplina del diseño (es conveniente mencionar que Suárez estudió en la escuela de arquitectura de Sevilla) se compensa con la alegría del desperfecto. No se trata del pasatiempo pueril de construir para destruir, sino de un mecanismo mucho más refinado. En las primeras obras de esta serie, las líneas están trazadas con la ayuda de reglas. Posteriormente, Suárez emplea cinta adhesiva que, al retirarla, a veces produce levantamientos o desconchones. En otras, una gota cae donde no debiera. Este error (la pintura levantada, el suceso inesperado) abre una fisura en la obra, que esquiva los cálculos y la premeditación. El espectador, y el propio artista, pueden asomarse, curiosamente, por la rendija.
Las ranuras son fascinantes. El hueco de una llave en un portón cerrado, el camello por el ojo de la aguja. Cualquier lector freudiano me atizará aquí con la pulsión morbosa de lo prohibido, con una acusación de voyeurismo. Vale, pero no solo. También la admirable curiosidad por lo oculto. Por seguir con Borges, el aleph (la lente por la que se ven, de manera repentina y simultánea todas las cosas que existen, incluido al observador, del modo en que lo ve Dios[9]) es una superficie esférica, tornasolada, de dos o tres centímetros. «Pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño»[10]. En Étant donnés, Marcel Duchamp obligó a los espectadores a asomarse a la mirilla de una puerta para ver una mujer despatarrada en un prado, con un candil en la mano. El famoso pasaje de la duda de santo Tomás[11], etcétera. Los rotos satisfacen la curiosidad infantil de mirar allá donde normalmente no se mira, o donde no se puede mirar (en buena medida, sobre esta curiosidad se asienta todo el conocimiento de la humanidad). En el trabajo de Suárez, esto responde a una preocupación por el límite, que no se agota en los juegos con la planificación y el control. Suárez emplea los recursos del lenguaje geométrico para generar perspectivas ilusorias y confusiones entre el fondo y la forma (es decir, para generar un conflicto entre jerarquías y para crear problemas de percepción). También, para plantear el problema de la delimitación de la obra. «Viven los cuadros alojados en los marcos. […] Un cuadro sin marco tiene el aire de un hombre expoliado y desnudo»[12], escribe Ortega al comienzo de la Meditación del marco. Obviemos, por un momento, lo mal que ha envejecido esta consideración a la luz de las prácticas artísticas contemporáneas (las líneas de Ortega son, por lo menos, hermosas). En bastantes obras de este periodo podemos apreciar cómo las composiciones se enmarcan a sí mismas. A veces, unas se ajustan a los límites de la cartulina; en otras ocasiones, se constriñen a voluntad. Para Ortega, el marco abunda en la función de la pintura como ventana[13] a la vez que, como elemento distinto al muro y a la obra, sirve para «aislar una cosa de la otra»[14]. En el texto de Ortega hay, sin embargo, algo valioso para nuestra reflexión: «El más puro y geométrico ornamento, el meandro o la voluta, guarda una indestructible resonancia de alguna forma natural, como en el viejo caracol pescado hace mil años repercute todavía el rumor de las resacas atlánticas. Solo lo informe se halla libre de alusiones a lo real»[15]. La limitación de la figura geométrica (abstracta, es a esto a lo que se refiere Ortega con «informe») por sí misma hubiese sorprendido al filósofo. Hay en este ejercicio que propone Suárez un fuerte impulso de autonomía, en el que la obra no solo se emancipa de la figuración y del relato, sino también de los elementos tradicionales y externos asociados a ella.
Digamos que la factura de Suárez no es preciosista: al empleo de materiales industriales (y al evidente interés por las texturas que se generan con ellos) suma el uso de colores ácidos, combinados, a veces, violentamente entre ellos. Esta estética en cierto modo agresiva va disminuyendo progresivamente (tal como puede verse en los metacrilatos blanquecinos de 1971) hasta sofocarse en buena medida en la serie sobre el El paisaje del fondo del Tránsito de la Virgen de Mantegna (1974). Hay un aspecto en estos últimos metacrilatos que no queremos obviar: el empleo de composiciones en forma de políptico, al modo de los retablos: piso y predela. Esta vinculación con formatos de la tradición de la Historia del Arte (una particularmente arquitectónica, claro) se manifiesta de diversos modos a lo largo de la carrera de Suárez. El caso más evidente es el de los homenajes: A propósito del Gran Vidrio (1971), su participación en exposiciones como «Homenaje a Murillo» (Galería Juana de Aizpuru, 1982), «Homenaje al cubismo» (Galería Rafael Ortiz, 1986) u «Homenaje a Francisco Molina» (Fundación el Monte, 1990). También, sin duda, en la serie que ya hemos nombrado sobre el cuadro de Mantegna.
El tránsito de la Virgen (1462) representa la reunión de los apóstoles en torno a María, momentos antes de que ella ascienda al cielo en cuerpo y alma, tal como se consigna en algunos de los evangelios apócrifos. En el cuadro abundan los símbolos: el incensario, el hisopo y el acetre, que son propios de los ritos funerarios; las velas encendidas, que son una alegoría de la resurrección. La palma que porta el apóstol Juan, símbolo del martirio. Las bocas abiertas, en referencia al canto del salmo «Exiit Israel de Aegypto, Alleluia», que, según dice el obispo De la Vorágine en La leyenda dorada, rezaron los compadres para la ocasión[16]. Todos estos detalles tan interesantes fueron obviados por Suárez. La obra de Mantegna es una tabla vertical de pequeñas dimensiones (54,5 x 42) en la que, a pesar de todo este gentío, el espectador es inmediatamente atraído (es una sensación casi de velocidad) por el paisaje que se deja ver tras una ventana: el puente de San Jorge, construido sobre la laguna formada por el río Mincio. La obra, que había sido financiada por los Gonzaga (a la sazón, los mecenas del pintor), está representada con intereses propagandísticos. Es esperable que Suárez se obsesionase con esta imagen: no es solo un elegante diseño geométrico, sino que muestra el encuentro de lo líquido e imprevisible con lo racional y calculado. Quizás por el venerable respeto a la tradición, en esta serie aparecen materiales más orgánicos (al menos, no tan sintéticos), como el lino o la madera. Suárez repite una y otra vez un motivo oblicuo (la forma del puente sobre el agua) y emplea nuevamente los polípticos. Es interesante cómo, incluso en el trabajo pulcro de reducir esta imagen tan minuciosa a su estructura formal mínima (el puente, la muralla y el río en un par de gestos), Suárez preserva su interés por los imprevistos, permitiendo que algunas de las obras puedan ser ensambladas (al estar conformadas por varias piezas) en diversas posiciones. También notamos la aparición de un trazo más expresivo, casi garabateado, que juega en una relación dialéctica con el motivo del puente, que, aunque con variaciones, se repite a lo largo de toda la serie.
Esta expresividad se manifestará más descaradamente en los años posteriores (Sin título, 1977), en algo que podríamos entender como un movimiento expansivo (casi de desahogo) tras las estrecheces del trabajo puramente geométrico. No se trata, en ningún caso, de un movimiento pendular. Suárez integra, no sé si para mantener la tensión o para compensar un elemento con la presencia del otro, este trazo más despreocupado con estructuras geométricas bien delimitadas, tal como puede comprobarse en la serie de las marismas (1974-1975) o en Serie 76 (1976). Estas series, además, tienen un elemento material particular del trabajo gráfico: el empleo de papel caballo y del papel Ingres. La presencia de elementos verticales de colores destacados recorre toda esta etapa, ya sean un elemento vertebrador de la composición, por ejemplo en Puerta del firmamento (1977) o en Pared de mis amigos (1978), en las que grandes líneas recorren los enormes rectángulos de contrachapado (como se ve, la aparición de materiales pobres e industriales no deja de aparecer con recurrencia); como signo (Campanades a morts, 1977) o como elemento sobresaliente, que rompe el formato a la vez que unifica las parte (Paisaje reunión, 1978 o Paisaje granadino, 1978).
A lo largo de la década de los ochenta, Suárez se acerca a la transvanguardia. En los trabajos de esta etapa, los elementos geométricos aparecen deformados, como hechos con desgana o con titubeos, y la asepsia industrial deja paso a texturas más sucias (la pintura se mezcla con serrín, con disolvente o con otros elementos espurios), a gestos más grotescos y a un empleo más confuso del color. Paralelamente, este trabajo convive con una singular serie de cuadrados de 1982: grandes polípticos de cuadrados contrahechos, unas veces oscuros sobre fondo claro y otras blancos sobre fondo oscuro. Esta serie ha sido retomada en forma de instalación para esta exposición, expandiendo (si se quiere hablar en estos términos) la pintura para permitir a las geometrías pulular por el mundo.
Suárez recuperará rápidamente los elementos anteriores a este trabajo en su obra más reciente: las composiciones múltiples, los hitos de color llamativo sobre fondos oscuros, las composiciones geométricas. En este sentido, puede verse como Lago negro (2001) es una clara continuación del camino abierto en la serie de las marismas, retomando también los elementos de imprevisibilidad en el montaje que aparecían en las obras sobre el tránsito de la Virgen y el interés estético por los elementos industriales y sus texturas (el cristal crea una superficie reflectante). La serie NSEO (2014) supone una variación sustancial a la hora de componer geometrías, no solo porque el juego entre el fondo y la forma se haga más evidente, sino porque la condición fragmentaria de la obra (varias piezas que conforman una) se exhibe de un modo atrevido. Sin embargo, es claro cómo en ella se mantienen elementos sustanciales que ya hemos visto en trabajos anteriores.
A lo largo de los años, Juan Suárez se mantiene firme en sus obsesiones. «Nos fatigamos elaborando y construyendo un artilugio, encerrando el más afortunado en un área imprecisa similar al vacío. […] Todos ellos verán, sin embargo, al que se escapa y tratarán de retener lo que sugiere»[17]. Es sorprendente comprobar cómo los elementos germinales que encontramos en sus primeras obras se despliegan en la producción de cincuenta años. Podríamos pensar que la obra de Suárez se debate continuamente entre la premeditación y el accidente, como si se tratase de un ejercicio de composición con contrarios. Creo, sin embargo, que esa planificación es la condición necesaria para que ocurra lo imprevisto. Solo cuando hay normas puede haber transgresión. Podemos leer el trabajo de Suárez en este sentido: no como un juego dialéctico sino como el esfuerzo por crear ocasiones para lo inesperado. Como la voluntad ser hospitalario con esa contingencia. El trabajo por mantenerse vulnerable: una nueva ocasión para volver a fallar.
[1] Jorge Luis Borges, Ficciones, Barcelona: Destino, 2009, p. 87.
[2] Ibídem.
[3] Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, La dialéctica de la Ilustración, Madrid: Akal, 2007, p. 19.
[4] Ibidem, p. 23.
[5] Ibidem, p. 25.
[6] Este es un problema complejo y sería tedioso tratarlo aquí. Anoto algunas consideraciones que son útiles (al menos, eso creo) a la hora de pensar en la obra de Juan Suárez. Se puede abundar más en ello acudiendo a la discusión entre Gassendi y Descartes.
[7]Cfr., Michael Kimmelman The Accidental Masterpiece: On the Art of Life and Viceversa, cit. en http://www.ub.edu/las_nubes/archivo/tres/wunder/Que_es_una_Wunderkammer/que%20es.htm (julio 2019).
[8] Cfr. Juan Bosco Díaz-Urmeneta, Lugares geométricos, Caja San Fernando: Sevilla, 2004, p. 20.
[9] «¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!». Jorge Luis Borges, El aleph, Barcelona: Destino, 2004, p. 233.
[10] Ibidem, p. 236.
[11] ¿Quién no sentiría interés por las vísceras de un resucitado, por las entrañas de Dios?
[12] José Ortega y Gasset, «El espectador» en Obras completas, tomo II, Madrid: Revista de Occidente, 1963, p. 309.
[13] Cfr. Ibidem, p. 311.
[14] Ibidem.
[15] Ibidem, p. 312.
[16] Cfr. Museo Nacional del Prado, Pintura italiana del Renacimiento: guía, Madrid: 1999, Museo del Prado, Aldeasa, p. 34.
[17] Juan Suárez Ávila, «No creáis a los artistas» en Juan Suárez 1980 -1987, Pinturas, esculturas. Mirada, memoria, engaño, Sevilla: 1987, Junta de Andalucía, p. 30.
To Fail Again
Included in ‘Time After Time’, Centro Andaluz de Arte Contemporáneo.
A denizen of the Library of Babel wondered why it had mirrors in the entrance way. We know the exact layout of the Library, “composed of an indefinite, perhaps infinite number of hexagonal galleries, with enormous ventilation shafts in the middle, encircled by very low railings. […] The distribution of the galleries is invariable. Twenty shelves—five long shelves per side—cover all sides except two; their height, which is that of each floor, scarcely exceed that of an average librarian.”[1] We also know that the Library has always existed and that it comprises all books, each of which “is made up of four hundred and ten pages; each page, of forty lines; each line, of some eighty black letters”. What is the sense of having a mirror (“which faithfully duplicates appearances”[2]) in a perhaps infinite space? Why enlarge an eternal space (since eternity is the infinity not of space but of time)?
In a text full of precise facts, Borges dedicated a few sentences to a superfluous element. Amid the rigorously organized galleries, shelves and books of unvarying composition, there are mirrors that serve no discernible purpose. The prosaic explanation for this, which will satisfy lazy bureaucratic commentators, is that the Argentine writer was obsessed with these reflective contraptions and inserted them wherever he could. However, if we abjure this simplistic solution, we can come up with some more interesting hypotheses. The first is that of mystery: if we accept that the Library is the universe and that it was designed either by a divine, all-knowing architect or by chance and absurdity, we must concede that we can never know it entirely, despite having a rudimentary grasp of its inner workings. Even in a place that unfolds by utterly exhausting a possibility whose rules we comprehend (25 characters combined ad nauseam in a predetermined format), some things are left unexplained because they can only be understood by an infinite intellect, or because they are the product of appalling irrationality. The second hypothesis is more reassuring: in a world governed by dry, extremely simple rules, it’s nice to have something useless. That small absurdity renders it habitable.
Scientific rigour has many admirable benefits: it keeps bridges from collapsing, lets people send waves to far-off places, and has made it so that machines always win at chess. In our world, which we still find messy and confusing, certainties are comforting. However, if we inhabited a reality where we pulled all the strings, these “clear and distinct truths” would be the concrete manifestations of an unbearable tyranny. The cosmos would be a sealed compartment, so to speak—a stifling, claustrophobic place.
There have been several moments of geometric furore in art history. Think, for instance, of The Ideal City of Urbino (1480–1490?): converging lines, deliciously rectilinear spaces, the domain of the square and compass. There are undoubtedly those who think that flogging the world with proportion and measure will cause some hidden order to emerge. I suspect that this notion is flawed: the machines for seeing and drawing that were all the rage in those days merely inserted themselves between the viewer and the observed thing in a way that forced reality into a geometric mould, crushing it flat against the eye. Logic does not reveal the secret order underlying all things; it simply creates a plausible fiction. It convinces us that this is so.
In order for the ruse to succeed, we usually require human inventions that effectively mirror the logic we want reality to have. The Italian Renaissance painters discovered the tremendous power of architecture to shape and mould spaces. Nature has its faults, but add a foundation and some columns and the world is exactly as you want it to be. Piero della Francesca’s Flagellation of Christ only vaguely alludes to the Passion of Our Lord. What really interested the painter was the pristine space he constructed. The three men in the foreground, Pontius Pilate, Christ and the soldiers are mere pretexts for composing a neat and orderly scene. Now let us examine Fra Angelico’s Annunciation. In the left third, the riotous, incredibly lush chaos of nature (a lemon tree here, a palm tree there, white flowers sprinkled hither and yon) surrounds Adam and Eve as they are banished from the garden. Sin and amalgam. In the other two thirds on the right, where redemption is served (setting the score back to zero), the archangel and Mary chat in a virginal porch of semi-circular arches and straight lines, so orderly it borders on the aseptic. It is not hard to comprehend the enthusiasm of these artists: in addition to the artifice of expanding the picture plane inwards (as though pushing it with the hand or the eyes) and fitting a square, a baptistery or the story of Saint Helen placing cripples on the cross in a small wood panel, there was the pleasure of the rational and predictable. The geometricians will not inherit the earth, but they can make one to measure.
The modern age wielded the weapons of this rationality for a commendable purpose: “Enlightenment, understood in the widest sense as the advance of thought, has always aimed at liberating human beings from fear […]. It wanted to dispel myths, to overthrow fantasy with knowledge.”[3] This “knowledge” is none other than that derived from measurement and quantification. “For the Enlightenment, only what can be encompassed by unity has the status of an existent or an event; its ideal is the system from which everything and anything follows. […] The multiplicity of forms is reduced to position and arrangement, history to fact, things to matter.”[4] The achievements of this calculating drive are now common knowledge, as are its drawbacks. The harmful consequences of this exercise in reductionism are varied. “Enlightenment stands in the same relationship to things as the dictator to human beings. He knows them to the extent that he can manipulate them. The man of science knows things to the extent that he can make them. Their ‘in-itself’ becomes ‘for him’.”[5]
The avant-garde use of pure forms had emancipatory ambitions: artists came up with the idea of resorting to abstract entities in order to make a clean break with figurative tradition. Elementary polygons, lines and primary colours served to establish a new formal autonomy while also satisfying the need for what we might call an “art of their time”. Things had changed too radically to continue painting nymphs gazing at their reflections in limpid pools or strapping lads on craggy peaks surveying the horizon. The artwork ceased to be a window and attempted to turn inwards. As Lorca wrote in his poem, “Things are looking at her, and she cannot return their gaze.” Although geometric objects are inferred from nature, no one has ever seen an equilateral triangle traipsing through the hills. Philosophers, believe it or not, have repeatedly debated this point.[6] There are roughly square or suspiciously pentagonal shapes in nature, but only a process of formal refinement produces what we consider true polygons. I do not know if recent micro or macroscopic discoveries have updated these findings, but I think this is irrelevant, as the definitions of these entities are much older. Moreover, that question would entangle us in the complex debate on whether or not instruments of observation condition the observed object. We might say that the square and the circle exist and yet do not really “exist”. Their reality is at once indubitable and strange. They are not fiction (like the labour of Hercules with the Lernaean Hydra), nor are they something we accept by faith or tradition (as some believe Saint Anthony was tempted in the desert by a host of bumbling devils). No one “in their right mind” would doubt the existence of the circle or the sphere: they appear to simply be there, like an oak tree or a stream, but in fact they are neither “in sight” nor “at hand”. Let us take an artistic example: when we confront the Black Square (1915), we face a familiar yet surprising form, close yet eternally distant (it is no coincidence that Malevich’s work has been interpreted from a religious perspective).
I have a special fondness for paradoxical objects. If everything must have a “purpose”, it is comforting to find a thingummy bent on being perfectly useless. The early Wunderkammern often contained “objects ‘for vexation’, like gloves with no openings for the hands, fake fruit, and pictures that came into focus only when viewed through special mirrors”.[7] Juan Bosco Díaz-Urmeneta mentioned the puzzle box (a small coffer that can only be opened by solving a puzzle, often with great difficulty) in connection with the boxes created by Juan Suárez (El Puerto de Santa María, 1946). He also recalled Borges’s observation apropos of these contraptions, namely that seeking the solution is better than actually finding it.[8] The box series from 1969 consists of objects fashioned from wooden crates, mirrors or canvases and painted magenta, blue or yellow. When illuminated, the edges of the boxes and frames cast shadows, creating a volume that “is” there but “isn’t” actually in the work, although it’s undoubtedly a part of it (I’ll leave it at that, as this is neither the time nor the place to discuss the ontological status of a shadow). And the subtleties don’t end there: the blue piece consists of several open boxes, nested inside each other (there is something playful about the idea of containers accumulating containers, storage doubled back on itself). Above, on the left, is a mirror (the original container must have been a sewing box or something similar), painted over and then scraped to reveal a cross-shaped sliver of reflective surface. This combination of an interest in playful recreation and a preoccupation with the interstitial (that which can barely be seen has already been concealed) surfaced constantly in Suárez’s work in later years.
Volume is the ostentation of space. In those years, and the ones that immediately followed, Suárez began to produce geometric drawings by applying industrial paint on phosphorescent card. These pieces are clearly a continuation of the formal interests expressed in the boxes, without the need for three-dimensional presence. The use of “manufacturing” materials in a work of this type is rather remarkable. Suárez also worked directly on acrylic glass and Plexiglas. In these pieces, there is a tension between what we might call a “rigoristic” ambition, manifested in the straight-lined, sharp-angled layout of the drawing, and a “subversive” spirit that conspires to introduce flaws and errors. As we know, only those of moderate habits can truly enjoy the pleasure of vices (a banquet may be routine for a glutton, but for the “sensible” eater it is a feast). The discipline of design (I should mention that Suárez studied at the Seville school of architecture) is offset by the “joy” of imperfection. This is not the puerile pastime of building something up only to tear it down, but a far more sophisticated mechanism. In the first pieces of this series, the lines were drawn with the help of rulers. Later Suárez used adhesive tape, which sometimes peeled off part of the underlying material when removed. In other cases, a drop of paint fell where it supposedly shouldn’t. This mistake (the peeled paint, the unexpected event) creates a “crack” in the work that defies calculation and premeditation. The spectator, and the artist himself, can peer curiously through the slit.
Slits are fascinating things. The keyhole of a locked door, the camel through the eye of a needle. Freudian readers will no doubt interpret this as evidence of the primal urge to taste forbidden fruit, accusing me of voyeurism. While this may be true, it is not the whole truth. Creditable curiosity about all things hidden is also a factor. Returning to Borges, the aleph (the lens through which everything that exists, including the observer, is seen suddenly and simultaneously, as God sees it[9]) is a spherical iridescent surface, no more than two or three centimetres in diameter, “but the universal space was contained inside it, with no diminution in size.”[10] In Étant donnés, Marcel Duchamp forced spectators to look through a peephole on a door to see a splay-legged woman in a field with an oil lamp in one hand. The famous tale of the doubting Saint Thomas,[11] etcetera. “Holes” satisfy the childish curiosity that longs to look where we do not normally look, or where we ought not to look (to a large extent, that curiosity is the foundation of all human knowledge). In Suárez’s work, this takes the form of a keen interest in “limits”, something not exhausted in games played with planning and control. Suárez uses the resources of geometric language to create illusory perspectives and muddle the distinction between figure and form (in other words, to create conflict between hierarchies and problems of perception). He also uses them to address the problem of the artwork’s boundaries. “Pictures live housed within their frames. […] A picture without a frame has the air about it of a naked, despoiled man,”[12] Ortega y Gasset wrote at the beginning of “Meditations on the Frame”. For now, we will ignore how poorly this remark has aged in the light of contemporary artistic practices (at least Ortega’s lines still have a lovely ring to them). In a fair number of works from this period, we find that the compositions “frame” themselves. Sometimes they fill the entire card, stopping only when they reach the edge; at other times, they are voluntarily constrained. According to Ortega, the frame underscores the painting’s window-like function,[13] and, as a third element that is neither wall or artwork, simultaneously serves to “isolate one thing from another”.[14] However, Ortega’s essay does say something that has a direct bearing on our topic: “The purest and most geometric ornament, the curve or scroll of Greek architecture, preserves the indestructible echo of some natural form, just as the ancient seashell, fished out of the ocean a thousand years ago, still reverberates with the sound of Atlantic undertows. Only that which is without shape is free from any allusion to reality.”[15] The philosopher would have been quite surprised to encounter a self-limiting geometric figure (in other words, an abstract figure, which is what Ortega means by “without shape”). A strong desire for autonomy underpins Suárez’s proposed exercise, in which the work not only casts off the shackles of figuration and narrative but also escapes from the traditional external elements associated with it.
It would be safe to say that Suárez’s style is not overly “precious”: he uses industrial materials (and is obviously interested in the textures they generate) and acidic colours, often in violent combinations. Over time, this somewhat aggressive aesthetic diminished (as evidenced by the whitish acrylic glass pieces from 1971), and by 1974 it had faded to a muffled echo in his series on the background scenery of Mantegna’s Death of the Virgin. I should mention that the works in that series on acrylic glass were composed as altarpiece-style polyptychs, complete with panels and predellas. The use of a distinctively architectural format—not surprising in light of the artist’s background—is indicative of a broader connection with the traditions of art history, manifested in different ways throughout Suárez’s career. The clearest proof of this link with the past is found in his homages, such as A propósito del Gran Vidrio (Apropos of The Large Glass, 1971); his participation in tribute exhibitions like Homenaje a Murillo (Galería Juana de Aizpuru, 1982), Homenaje al cubismo (Galería Rafael Ortiz, 1986) or Homenaje a Francisco Molina (Fundación el Monte, 1990); and, of course, in the aforementioned series on Mantegna’s masterpiece.
Death of the Virgin (1462) shows the apostles gathered round Mary’s deathbed shortly before she was taken up to heaven, body and soul, according to some of the apocryphal gospels. The painting is rife with symbols: the censer, situla and aspergillum, associated with last rites; the burning candles, allegories of resurrection; the palm frond in the Apostle John’s hand, symbol of martyrdom; and the open mouths, presumably chanting the psalm In exitu Israel de Aegypto which, as Bishop Jacobus de Voragine tells us in the Golden Legend, the good fellows intoned together on that solemn occasion.[16] Yet Suárez passed over all these fascinating details. Mantegna’s work is a small vertical panel (54.5 x 42 cm) in which, despite all the people in that crowded room, the eye is immediately drawn (with almost palpable swiftness) to the landscape visible through a window: the bridge of San Giorgio over the River Mincio where it widens into a lagoon. The structure, which had been funded by the Gonzaga family (the painter’s patrons at the time), was included for propagandistic purposes. Suárez’s obsession with this image was to be expected; not only is it an elegant geometric design, but it also shows the confluence of the liquid and unpredictable with the rational and calculated. Perhaps out of a venerable respect for tradition, in this series the artist used more organic (or at least less synthetic) materials like linen and wood. Suárez repeated a slanting motif (the shape of the bridge spanning the water) over and over, and again resorted to polyptychs. Interestingly, even in the “immaculate” process of reducing this painstakingly detailed image to its basic formal structure (bridge, wall and river in a few simple strokes), Suárez retained his interest in “incidentals”, designing some of his works in several pieces so that they could be assembled in different ways. We also note the appearance of more expressive, almost scrawled lines in a playful dialectical relationship with the bridge motif which, albeit with variations, is repeated throughout the entire series.
This expressiveness grew bolder in subsequent years (Untitled, 1977), manifesting as what might be described as an expansive movement, almost a release or relief after the “strictures” of purely geometric work. However, it was certainly not a pendulum swing. Perhaps in an attempt to maintain tension, or to offset one element with the presence of the other, Suárez combined these more carefree lines with clearly delimited geometric structures, as in the series Marismas (Marshes, 1974–1975) and Serie 76 (Series 76, 1976). These series also incorporate a material particular to graphic work: Caballo and Ingres art paper. Vertical elements in bold colours were omnipresent in this period, either structuring the composition—for example, in Puerta del firmamento (Gate of the Firmament, 1977) or Pared de mis amigos (Wall of My Friends, 1978), where large lines run across the huge plywood rectangles (another instance of the repeated use of plain industrial materials)—or serving as a sign (Campanades a morts [Bell Tolls for the Dead], 1977) or an outstanding element that shatters the format while simultaneously uniting the parts (Paisaje reunión [Reunion Landscape], 1978, and Paisaje granadino [Granada Landscape], 1978).
Over the course of the 1980s, Suárez developed an affinity with the Transavantgarde. In the works from this period, geometric elements appear deformed, as though reluctantly or hesitantly made, and industrial asepsis gives way to dirtier textures (mixing paint with sawdust, thinner or other spurious ingredients), more grotesque gestures and a more muddled use of colour. At the same time, this work coexisted with a singular series of squares from 1982: large polyptychs of misshapen squares, some dark on a light ground and others white against a dark backdrop. That series has been resurrected in installation form for this exhibition, an exercise in expanded painting, if you will, letting geometry escape its confines and overrun the world.
The defining traits of Suárez’s style prior to this piece made a rapid comeback in his most recent work: multiple compositions, beacons of eye-catching colour blazing against dark backgrounds, geometric compositions. We can see that Lago negro (Black Lake, 2001) clearly continues down the path inaugurated in the Marismas series, while also recovering the element of unpredictable assembly that characterized his pieces on the Death of the Virgin and the aesthetic interest in industrial materials and their textures (glass creates a reflective surface). The NSEO series (2014) represented a marked change in the composition of geometries, not only because the interplay of figure and ground became more obvious, but also because the fragmented nature of the work (several pieces in one) was openly flaunted. However, the series clearly retained substantial elements seen in earlier works.
Through the years, Juan Suárez has remained firmly committed to his obsessions. “We wear ourselves ragged making and building a contraption, imprisoning the most fortunate one in a vague area similar to the void. […] However, they will all see the one that escapes and will try to hold on to what it suggests.”[17] It is surprising to see how the germinal elements found in his early works have sprouted and unfurled over the last 50 years. One might think that Suárez’s oeuvre constantly oscillates between premeditation and accident, as if it were an exercise in the composition of opposites. However, I believe that the planning process is a prerequisite for the unforeseen to occur. Rules must exist before they can be broken. We can interpret Suárez’s work in this sense: not as a dialectical game, but as an attempt to create opportunities for the unexpected. A determination to welcome contingency with open arms. A conscious effort to remain vulnerable: a new chance to fail again.
[1] Jorge Luis Borges, Ficciones, trans. Anthony Kerrigan (New York: Grove Press, 1962), 79.
[2] Ibid.
[3] Theodor W. Adorno and Max Horkheimer, Dialectic of Enlightenment, trans. Edmund Jephcott (Stanford, CA: Stanford University Press, 2002), 1.
[4] Ibid., 4.
[5] Ibid., 6.
[6] “There were, in the main, two classical theories: one of the mind as a tabula rasa, with nothing in it in the beginning; everything comes to it from experience. It is from seeing a lot of round objects, none of which were perfectly round, that we are able nevertheless to abstract the idea of the circle. The second classical theory goes back to Plato, who claimed that such ideas of the circle, of the triangle, of the line, are perfect, innate in the mind, and it is because they are given to the mind that we are able to project them, so to speak, on reality, although reality never offers us a perfect circle or a perfect triangle.” Claude Lévi-Strauss, Myth and Meaning (Toronto: University of Toronto Press, 1978), 7.
[7] Michael Kimmelman, The Accidental Masterpiece: On the Art of Life and Viceversa (New York: Penguin, 2006), 102.\\oceanstor\actividades\afigueroa\Exposiciones\2019.10.11_JUAN SUÁREZ_Una y otra vez\Catálogo Juan Suárez\xxxxxxxxxxxxx
[8] See Juan Bosco Díaz-Urmeneta, Lugares geométricos (Seville: Caja San Fernando, 2004), 20.
[9] “The microcosm of the alchemists and Kabbalists, our proverbial friend the multum in parvo, made flesh!” Jorge Luis Borges, The Aleph and Other Stories, trans. Andrew Hurley (New York: Penguin, 2000), 128.
[10] Ibid., 129–130.
[11] Who wouldn’t be curious about the guts of a resurrected corpse, the innards of God himself?
[12] José Ortega y Gasset and Andrea Bell, “Meditations on the Frame”, Perspecta, 26 (1990), 187. doi: 10.2307/1567161
[13] See Ibid., 189.
[14] Ibid.
[15] Ibid.
[16] See Pintura italiana del Renacimiento: guía (Madrid: Museo del Prado / Aldeasa, 1999), 34.
[17] Juan Suárez Ávila, “No creáis a los artistas”, in Juan Suárez 1980–1987, Pinturas, esculturas. Mirada, memoria, engaño (Seville: Junta de Andalucía, 1987), 30.
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