A vueltas con la Butterfly

 

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La ventaja de las óperas del repertorio es que facilitan mucho hablar sobre ellas. Puede uno saltarse el resumen del argumento, que, entre ustedes y yo, es una cosa engorrosísima de escribir. Todo el mundo sabe que Madama Butterfly es la historia de Cio-Cio San, una geisha de quince años, nacida en una familia venida a menos; que se desposa con Benjamin Franklin Pinkerton, marino yankee, quien la abandona. El matrimonio entre oficiales norteamericanos y japonesas era más bien un trámite: él arrenda una casa por novecientos noventa y nueve años, firma el contrato marital, luego le cambian el destino, se larga y ella se divorcia por abandono y se vuelve a casar con el siguiente. El drama viene cuando ella, en vez de quedarse en la tranquilidad mercantil del asunto, se enamora, se desarraiga y se niega a asumir que la han abandonado.

Puccini se emplea mucho en mostrarnos al comienzo de la ópera dos mundos enfrentados: Pinkerton, con su necedad, su arrogancia y su crueldad, contra Butterfly, con su candidez, su dulzura y su sumisión. Valga comparar la presentación de Pinkerton con la de las geishas y Butterfly. Claro que si todo quedara ahí nos bastaría decir que el libreto es una simpleza y a otra cosa. La ópera nos ofrece a dos personajes intermedios que compensan estos extremos: Sharpless, el embajador de Estados Unidos, y Suzuki, doncella de Butterfly, a los que se les otorgan dos roles de sensatez. El uno advierte a Pinkerton del riesgo de sus acciones, le pide prudencia. La otra intenta proteger a Cio-Cio San de su propia determinación, intentando con dulzura que abra los ojos y asuma la triste realidad.

Madama Butterfly es una ópera emocional (desde la música hasta la historia) y debe exigírsele a su protagonista que nos haga lamentarnos por sus pesares. Si eso no pasa, el resto da igual: ningún montaje ni director puede sobreponerse a que la suerte de Cio-Cio San te dé más bien igual. Si aceptamos esto como criterio para juzgar butterflys, podemos decir que Ermonela Jaho está, en estos días en el Teatro Real, extraordinaria. La suya es una interpretación delicada y frágil; sólo violenta en el final; esto es, verosímil. Si la comparamos con Hui He, la soprano del segundo reparto, advertimos en una las bondades de la otra: donde Jaho es vulnerable, He es de algún modo poderosa, resentida, oscura; a su personaje le falta candidez. En términos generales , el primer reparto es superior al segundo: el embajador de Ángel Ódena es más paternal, tiene más autoridad que el de Vladimir Stoyanov; buenas son las Suzuki de Enkelejda Shkosa y Gemma Coma-Alabert. Y en cuanto a Pinkerton, ese personaje insoportable, tiene dos interpretes menores que sus respectivas sopranos. Jorge de León logra convencernos en los extremos fogosos de su personaje, al final del primer acto.

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Marco Armiliato conduce a la orquesta del Real, que tantos grandes momentos nos  ha dado en esta temporada y también en este. La música envuelve a los cantantes (y al público) con la vehemencia justa, con la pasión adecuada. El Teatro Real rescata la producción de Mario Gas de 2002, que ha podido verse además en otros teatros (yo la vi, por ejemplo, en el Teatro de la Maestranza, en el 2012). Ha sido respuesta ya tres veces. La ópera sucede en un set de rodaje: vemos a los cantantes entrar y salir, porque el escenario del teatro también alberga a las bambalinas, los camarógrafos, a las maquilladoras y a los utileros. En una pantalla, colgada en lo alto del escenario, se proyecta la película que se está filmando. Encuentro varios problemas en esta producción: el primero es que la filmación en blanco y negro y con un marco ovalado alrededor no aporta mucho y distrae bastante. A efectos prácticos, uno se olvida de todo lo exterior y acaba mirado el set de rodaje como si fuera el escenario entero. Luego, el escenario gira, pero no nos ofrece mucha diferencia. Si recordamos la propuesta de Claus Guth para Rodelindala casa giratoria nos permitía saber más de la vida interior de ese edificio que sus propios inquilinos. De un lado escaleras, de otro el comedor, de otro exteriores. El plano de la casa de Butterfly es prácticamente simétrico y salvo enfrentarnos a veces el pasillo, a veces el tímido exterior (similar en todo al interior), no notamos variación. Y me sigue pareciendo inapropiadísimo la morcilla final, a modo de niño ondeando banderita americana junto al cadáver de la madre y propina en los subtítulos («En cualquier lugar del mundo un yankee aventurero disfruta y especula despreciando el riesgo»), que Mario Gas nos endosa. Como si la ópera necesitase apuntillamientos antiamericanos.

Con Madama Butterfly el Teatro Real cierra una temporada excelente plagada de grandes éxitos. Esta propuesta compensa, en el ámbito de la popularidad, una temporada osada y valiosa. En septiembre vuelve con Lucio Silla, un Mozart inusual.

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