El espíritu de la música

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Nikolai Østergaard 

 

Hace algunos años dediqué bastante tiempo a la redacción de una tesina a sobre la música de Arvo Pärt (trabajo que fue recibido con cajas destempladas por el tribunal que lo juzgó, que entendió que la música era una materia inapropiada en un máster de Historia del Arte Contemporáneo). Uno de los argumentos que se sostenían en ese trabajo era que la música de Pärt exploraba eso que Paul Hillier llama el espíritu de la música antigua: la particular relación entre la forma y el objetivo para el que esas músicas estaban escritas. Por decirlo resumidamente, la estructura formal del credo III es ya una profesión de fe. Otro, que por esto no se podía comprender su música solo formalmente, desvinculándola del sustrato espiritual sobre el que se construye.

En el periodo que va desde Credo (1968) y Für Alina (1976), Pärt se dedicó al estudio del canto llano y de  la polifonía renacentista, pero también se convirtió a la fe ortodoxa (permitan que no me extienda de nuevo sobre estos asuntos). De este periodo de crisis surgió el tintinnabuli, el modo de componer de Pärt que es rastreable en todas sus obras, también en And I heard a voice…, la pieza coencargada por la Universidad de Salamanca y el Centro Nacional de Difusión Musical que se estrenó anoche en Madrid, en el Auditorio 400 del Museo Reina Sofía. Es una pieza para coro mixto (soprano, alto, tenor y bajo) que tiene por letra un texto del capítulo catorce del Apocalipsis: «Y oí una voz del cielo que decía: «Escribe: Bienaventurados los muertos que de aquí en adelante mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras van con ellos». En el programa de mano Pärt explica:

«Este texto me impactó hace veinte años, cuando recibí la noticia de la muerte de mi buen amigo y apoyo Konrad Veem, arzobispo estonio que servía en Suecia. La carta de su mujer citaba estas líneas de una traducción estonia de la Biblia y su lectura me impresionó profundamente. Normalmente, la frase «descansarán de sus trabajos» se traduce al estonio de forma literal. Sin embargo, hay una versión que lo traduce como «ellos respirarán de sus trabajos». Ellos han fallecido, están recuperando el aliento, pero a la vez están todavía con nosotros. Es como la vida eterna. Esta segunda traducción estonia del texto nos ofrece un rara interpretación para el mayor de los secretos».

Pärt es un hombre sutil. Después de estar bloqueado en los dos primeros compases de la obra durante dos décadas, escribió el resto en sólo tres días. Salvo las palabras que le dan título, el resto del texto está en estonio, una lengua en la que el compositor no se prodiga mucho. El encargo de esta obra le ha servido para saldar la deuda de gratitud que tenía con su amigo Veem, y de ello son testigos sus dos hijos, que estuvieron en el concierto.

El programa estaba compuesto además por otras tres obras de Pärt, piezas de polifonía (Alonso Lobo, Manuel de Sumaya y Hernando Franco), algunas piezas folclóricas y composiciones contemporáneas (John Cage y Christian Wolff). Interpretaba el Ars Nova Copenhagen bajo la dirección de Paul Hillier. Esta aparente amalgama de piezas están justificadas por el título del concierto: Old World, New World. Seis siglos de música, empezando con Pärt y terminando con el espectacular Magnificat Sexti Toni de Hernando Franco (como si hubiésemos estado en el oficio de vísperas)

El concierto de anoche sirvió para comprobar cómo la música de Pärt está en consonancia con una tradición no solo formal sino también espiritual que abarca siglos. Consideraciones técnicas aparte (que son, en definitiva, reduccionistas), ayer pudimos disfrutar de una música delicada y de unos artefactos espirituales potentísimos. De siglos de espíritu.

Nadie está solo en primavera

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Pocas cosas tan patéticas como fingir tristeza. «Si alguien va a expresar la gran e inevitable caída que nos espera a todos, debe hacerlo dentro de los estrictos límites de la dignidad y la belleza», dijo Leonard Cohen cuando le dieron el Príncipe de Asturias. En la ópera hay mucho sufrimiento de cartón piedra. El final de Rigoletto, con esa Gilda cosida a puñaladas y metida en un saco diciendo «no llores, que me voy al cielo», por ejemplo. Pero la tristeza del final de La Bohème es una tristeza genuina, porque se sustenta sobre el fracaso.

Cuatro jóvenes bohemios (un pintor, un filósofo, un músico y un poeta) viven en una buhardilla de París la vida que se espera de cuatro artistas en una buhardilla de París: frío, pobreza, pero un rico mundo interior. Puede que no haya para pagar el alquiler pero sí hay para vino. Esta vida miserable que llevan (ahora se dice «precaria») les hace felices, porque son como niños. Y de la infancia se sale por un trauma. Mimí, la amante de Rodolfo, el poeta, ha contraído tuberculosis. La han encontrado vagando por París buscando a su amante para ir a morir junto a él. En ese momento todos, por primera vez, toman consciencia de la gravedad de la vida. Salen a empeñar lo poco que tienen para pagar a un médico que remedie la situación. Rezan. Hacen todo lo que está en su mano y aún así es inútil: Mimí, justo cuando va a llegar el remedio, muere.

Pienso que La Bohème va de cómo la vida ligera y alegre de unos jóvenes se da de bruces con la adultez, que es asumir que a veces pasan cosas terribles que ni todos nuestros esfuerzos pueden remediar. El final de la ópera tiene muy poca música: Puccini no se regodea ni le pone florituras. Lo que impacta de la muerte de Mimí es que pasa sin más. No hay épica, no hay sublimación.

La Bohème es de esas óperas del repertorio, y esto tiene doble filo: todo el mundo las conoce así que el teatro se llena, pero es muy complicado hacer algo que no esté hecho. El Teatro Real ha programado 19 funciones de la ópera, con un montaje de Richard Jones que nada y guarda la ropa: viste a los personajes de época, pero deja notar que todo es teatro. Tramoyistas por aquí, decorados apilados, fondo del escenario a la vista… Es una puesta en escena más solvente en los dos últimos actos que en los dos primeros, que dan una impresión deslavazada, aunque creo que parte de responsabilidad en esto tiene también Anita Hartig, la soprano, que se va creciendo notablemente según avanza la ópera. No, eso sí, hay nada de la supuesta interpretación voyeurista que nos dijeron que había en la rueda de prensa. La batuta la lleva Paolo Carignani de un modo excelente, nada perezoso, desplegando con cuidado los resortes de la partitura. Muy bien, como acostumbra, el coro, que tiene célebre momento en el complicadísimo segundo acto. Harting, decíamos, que tiene unas cualidades vocales notables, no se deja notar hasta el tercer acto, donde toda la función comienza a crecer en tanto crece ella. En los dos primeros parece encorsetada, en un papel un poco tonto, de niña buena, que desluce bastante. Stephen Costello está correcto, más bien apocado, poco emocionante. La Musetta de Joyce El-Khoury es todo lo exhubertante que mandan los cánones y está muy bien Etienne Dupuis como Marcello, su torturado amante. Me gustó cómo Mika Kares cantó el «Vecchia zimarra senti», que es la tierna aria con que Colline se despide de su abrigo antes de empeñarlo,  y hay que reseñar el enorme talento escénico de Joan Martín-Royo, que hace el Schaunard.

Al final del tercer acto, Rodolfo y Mimí deciden no dejarse en invierno sino en primavera, porque «nadie está solo en abril, nos dejaremos en el mes de las flores». Es una propuesta muy apetecible para estas fechas: al fin y al cabo, los cuentos de Navidad siempre tienen algo de trágicos.

La felicidad de hacer música

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Le Jardin des Voixs 2017 (c) Julien Gazeau

La noche del domingo, entrando al Auditorio Nacional, un amigo bromeaba con que íbamos a ver una gala de Operación Triunfo. Supongo que el concierto que ofrecieron Les Arts Florissants, comandados por William Christie, tenía algo de eso. El motivo del concierto era la gira de los ganadores del concurso para jóvenes cantantes Le Jardin des Voix, que se celebró por primera vez en 2002, luego en 2005 y desde entonces cada dos años.

Christie, intérprete prestigiosísimo y fundador de uno de los mejores conjuntos barrocos de la actualidad, es además propietario de una casa palaciega en Francia con un jardín colosal. Tiene hasta su propio festival: Dans les Jardins de William Christie. Es ahí donde este año, después de varias semanas de curso intensivo, se han presentado los ganadores del concurso, que se disponen ahora completar una gira internacional que, de la mano del Centro Nacional de Difusión Musical, los ha traído a España.

Basta de contexto. El programa que se ofreció el domingo es singular: Un jardín a la inglesa, un recorrido por la música vocal inglesa de la segunda mitad del XVII y comienzos del XVIII. Muy inteligentemente, se presenta una versión semiescenificada (obra de Sophie Daneman) en la que una pieza sigue a la otra, conformando un hilo argumental que hace ágil la representación. Esto mismo con los cantantes tras un atril, canción, aplauso, canción, aplauso, sería tedioso. Dos partes, dos hilos temáticos: el misterio de la música y la noche de los placeres. Obras de Locke, Gibbons, Haendel, Purcell, Tomkins, Arne, Ward, y Dowland.

Les Arts Florissants son un conjunto extraordinario, con un sonido exquisito y una comprensión de la música fuera de lo común. Cualquier aficionado va poco menos que entusiasmado a escucharlos. Todos los intérpretes, desde el bajo continuo hasta los solitas, son excelentes. Claro que escribir esto tampoco es ninguna novedad. Por ello, la exigencia para los jóvenes cantantes (la horquilla de edad va de 25 a 30 años) es altísima: se enfrentan a un privilegio arriesgado, pero lo cierto es que el concierto es un auténtico placer. Un pequeño comentario sobre las voces. Padraic Rowan es un bajo poderoso, con unos graves notables que se dejaron notar en los números conjuntos a capella y con una destacable habilidad escénica. Otro que también se desenvuelve bien en escena es el barcelonés Josep Ramón Olivé, un barítono prometedor, con una voz poderosa y bien compensada. James Way, tenor, tiene unos agudos sobresalientes y una técnica notable. La mezzosoprano Eva Zaïcik brilló particularmente. Canta de una manera absolutamente elegante y su voz posee un timbre encantador. Tiene ese don de fascinar que poseen algunos cantantes. Natasha Schnur es una soprano con poca voz, que compensa con una musicalidad interesante. Y Natalie Pérez es una soprano interesante, de cierta presencia escénica, correcta y elegante. A pesar de las numerosas piezas que conforman el programa, el concierto se sucedió de una manera ágil, con una puesta en escena muy solvente que reserva, incluso, momentos para el humor.

Para terminar,  me parece que es pertinente reparar en un detalle significativo: la enorme felicidad que todos tenían de hacer música. Hay algunos intérpretes a los que se le ve el gozo en la cara, y Christie es uno de ellos. Es esperanzador que alguien sea feliz a través de la generosidad (¿qué otra cosa puede ser ofrecer al auditorio un repertorio desconocido?). Un estadounidense nacionalizado francés ha venido a descubrirnos la música vocal inglesa: la cultura hace requiebros prodigiosos.

 

Al final de la noche, volvía a casa con la sensación de haber asistido a un evento extraordinario: una celebración de la música por la vía de la felicidad. Una sensación rara e inusual. En fin, una alegría.

 

Carmen en la frontera

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Carmen es carne de topicazo y esto ha servido de excusa para muchos directores de escena perezosos: trajes de lunares, mantones de manila, patilla frondosa y navaja grande. En fin, todas esas barbaridades que terminas haciendo cuando te dejas explicar quién eres por un francés. Por eso la Carmen que Calixto Bieito ha puesto en el escenario del Teatro Real es un alivio, porque demuestra que es posible encontrar nuevos caminos incluso en los terrenos más trillados.

La acción comienza en la frontera de Ceuta con Marruecos, en un regimiento de la Legión que dedica la mitad de su tiempo a formar debajo de la bandera y la otra mitad a esperar que las mujeres salgan de trabajar; y a perseguirlas como cabestros. Entre esta gente está Carmen, una mujer que ha comprendido los mecanismos del deseo y que está dispuesta a usarlos en su favor. Así se escapa de la cárcel y así logra que Don José deserte del ejército y que se una a su banda de salteadores. Bieito no tiene reparos en mostrar la sordidez que subyace en su visión Carmen: la vida miserable de los ladrones, la connivencia de los militares, la crueldad con que Carmen manipula a Don José, el estúpido matón que este es. Mostrar, en definitiva, la debilidad. Hay en escena prostitutas, felaciones, cocaína y carros de la compra cargados con cartones de tabaco de contrabando y gánsteres de tres al cuarto. Esta impresión lamentable nos ofrece una nueva lectura del personaje, de su particular erotismo, de su inteligencia pero también de su necedad.

Bieto se sirve del personaje de Lillas Pastia, interpretado por Alain Azérot, para mirar a la cara al público. Un tipo hortera, vestido con un traje blanco, que abre la función (como una declaración de intenciones) haciendo un truco barato. Él va hilando las escenas de la ópera, sirviendo de transición entre los distintos momentos o propiciándolos. Los elementos que construyen la escena son muy reducidos: una cabina de teléfonos y el mástil de la bandera; unos coches; la tiza blanca con la que se pinta la arena en la plaza. Todo ello se recoge en una enorme estructura circular (diseñada por Alfons Flores) que encierra a los personajes junto a su destino: la morte. Pero no crean que van a ver en el Real una propuesta quinqui o tétrica, porque el montaje cuenta con imágenes poderosísimas: nunca me habían tirado un toro de Osborne encima y yo, que estaba sentado en la primera fila, por poco salto de la butaca.

Sobre lo de la primera fila: convendría ajustar las luces de los faros de los coches y procurar que los actores, cuando entran y salen de escena, no muevan los focos colocados en los laterales del escenario, porque un par de veces intentaron cegarme. Y después de esta pataleta, conviene elogiar la excelente iluminación de Alberto Rodríguez Vega, responsable en buena medida de la creación de este espacio tan singular en el que sucede Carmen.

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Lamento que en lo musical la propuesta flaqueara. Marc Piollet practica una dirección fanfarriosa, muy acartonada, que nos priva de las sutilezas de la partitura de Bizet y que arrasa los momentos de intimidad que ofrece la obra. Hubo, en la función a la que asistí, incluso un momento de desacompasamiento entre los metales que tocan detrás del escenario con la orquesta del foso. Carmen tiene grandes momentos para el coro, y eso es una gran baza cuando se trata del Real, porque el suyo es excelente; esta vez contaron con el refuerzo de los Pequeños Cantores de la ORCAM que hicieron un papel muy destacable. Yendo a los cantantes (yo estuve en el estreno del segundo elenco, de los tres que protagonizan estas dieciocho funciones que ha programado el teatro), Stéphanie d’Oustrac interpreta a un personaje de una sensualidad poderosa y medida, con el carácter debido; Andrea Carè hace a un Don José muy creíble, con un patetismo bien interpretado; y Vito Priante encarna a un buen Escamillo, testosterónico y chulesco, con un punto señorial. Muy bien también Vinyes Curtis y Olivia Doray como Mercédès y Frasquita.

Se ha hablado mucho estos días del reajuste de la propuesta por problemas de banderas. Creo que es un chismorreo menor: ni se nota, ni se echa en falta, así que no le dedicaré más tiempo. La Carmen que está ofreciendo el Real es un espectáculo mayúsculo, bien traído al comienzo de este curso de conmemoraciones, que apunta a una dirección (ir al teatro a descubrir cosas, incluso cuando se trata de repertorio conocidísimo) que ojalá se mantenga.

***

Y en el capítulo «Personas entrañables con las que me encuentro cuando voy al teatro», que tanto éxito ha tenido en pasadas ediciones, esta vez he conocido a dos señoras majísimas que no terminaban de ver las bondades de la propuesta. En mitad de un momento casi orgiástico, una exclamó: «Vaya, qué bonito». Luego se dieron los teléfonos. «Señora de Tejero», le dijo una a la otra. «Ah, sí, es verdad; pero me habías dicho que no era el del golpe de estado, ¿verdad?» Era el día de la Fiesta Nacional.

La redención de un cretino

 

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Con dieciséis añitos, Mozart estaba tirándose de la peluca porque el tenor que iba a cantar Lucio Silla se había enfermado unos días antes del estreno. Esto es un contratiempo importante cuando escribes pensando en la capacidad vocal de un cantante en concreto (uno particularmente virtuoso), y una calamidad cuando te mandan, como reemplazo, a un limitado cantante de capilla. Por esta peripecia resultó que Silla no solo hacía cosas de tirano, sino que además cantaba poco y sin adornos.

El Teatro Regio Ducal de Milán le había encargado a Mozart una ópera seria, el género respetado en la época, lo que se traduce en una sucesión de arias da capo hilvanadas con recitativos. Dramáticamente no es precisamente ágil, pero se compensa con el lucimiento de los cantantes. Conviene recordar que no siempre se ha ido a la ópera como vamos ahora, todos sentaditos, calladitos, mirando al escenario en silencio: la gente hablaba, se intercalaban ballets y otras cosas que dejan el ruidillo de los móviles en una nimiedad.

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Las óperas serias tienen argumentos solemnes. Ni un solo chiste, oiga. El libreto de Lucio Silla se sirve de la historia del dictador romano, pero no crea que se entretiene mucho en los sufrimientos del pueblo: aquí lo importante es que Cecilio y Giunia se quieren mucho y que el pérfido tirano quiere casarse con ella. ¿Qué valen los sufrimientos de un imperio frente a dos amantes? Pues eso. Luego ocurre lo de siempre: ¡hay que matar al tirano! ¡Esto es inasumible! No lo logran, los capturan, parecen que los van a ejecutar pero luego no: el malvado se ha dado cuenta de su mezquindad, da un timonazo y todos felices.

Lucio Silla, que se estrenó en 1772, llega por primera vez a Madrid. Sospecho que la tardanza se debe a la dificultad del montaje: es muy difícil hacer que una ópera tan sumamente estática no suma al respetable en un profundo sopor durante las tres horas y veinte que dura a pesar de lo prodigioso de la música. Afortunadamente, el teatro ha vuelto a contar con el ingenio de Claus Guth, posiblemente el director de escena al que más le gusta un escenario giratorio, que ha dispuesto muy inteligentemente el arco del personaje de Silla: un tipo iracundo y estúpido entregado a los vicios más banales (que cuando algo no le sale como quiere se da cabezazos contra las paredes) que termina la obra no haciéndose bueno, sino simplemente dejando de hacer maldades. Y con la renuncia al trono, entra el coro del senado romano cantando: oh, gloria a Sila, quien merece toda alabanza porque nos ha librado de sí mismo.

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Decía Matabosch, el director artístico del Real, que se nota que Mozart era adolescente por la dificultad técnica en las arias. La típica bravata adolescente. La complicación vocal es terrorífica y el elenco está a la altura, coronado por la interpretación de Patricia Petibon, realmente extraordinaria: un dominio técnico y una capacidad dramática realmente impresionantes. Completan el elenco Kurt Streit como Silla, Silvia Tro Santafé como Cecilio, Inga Kalna haciendo de Lucio Cinna, María José Moreno como Celia y Kenneth Tarver en el papel de Aufidio. La orquesta del Teatro Real está tan excelente como de costumbre, bajo la batuta de Ivor Bolton, un director al que se le nota en la cara el enorme placer que siente haciendo música.

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Y ahora, lo importante: he hecho una amiga de butaca. La señora que se sentó a mi derecha me contó que llevaba muchos años encontrándose con otra señora que ha cambiado de abono. «Tengo un nuevo vecino», me dijo. Le conté que mi entrada era de prensa y que somos inestables, que cada día nos sentamos en un sitio distinto. Iba a escribir la crónica entera sobre la conversación que tuvimos, pero me ha parecido una indiscreción.

A vueltas con la Butterfly

 

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La ventaja de las óperas del repertorio es que facilitan mucho hablar sobre ellas. Puede uno saltarse el resumen del argumento, que, entre ustedes y yo, es una cosa engorrosísima de escribir. Todo el mundo sabe que Madama Butterfly es la historia de Cio-Cio San, una geisha de quince años, nacida en una familia venida a menos; que se desposa con Benjamin Franklin Pinkerton, marino yankee, quien la abandona. El matrimonio entre oficiales norteamericanos y japonesas era más bien un trámite: él arrenda una casa por novecientos noventa y nueve años, firma el contrato marital, luego le cambian el destino, se larga y ella se divorcia por abandono y se vuelve a casar con el siguiente. El drama viene cuando ella, en vez de quedarse en la tranquilidad mercantil del asunto, se enamora, se desarraiga y se niega a asumir que la han abandonado.

Puccini se emplea mucho en mostrarnos al comienzo de la ópera dos mundos enfrentados: Pinkerton, con su necedad, su arrogancia y su crueldad, contra Butterfly, con su candidez, su dulzura y su sumisión. Valga comparar la presentación de Pinkerton con la de las geishas y Butterfly. Claro que si todo quedara ahí nos bastaría decir que el libreto es una simpleza y a otra cosa. La ópera nos ofrece a dos personajes intermedios que compensan estos extremos: Sharpless, el embajador de Estados Unidos, y Suzuki, doncella de Butterfly, a los que se les otorgan dos roles de sensatez. El uno advierte a Pinkerton del riesgo de sus acciones, le pide prudencia. La otra intenta proteger a Cio-Cio San de su propia determinación, intentando con dulzura que abra los ojos y asuma la triste realidad.

Madama Butterfly es una ópera emocional (desde la música hasta la historia) y debe exigírsele a su protagonista que nos haga lamentarnos por sus pesares. Si eso no pasa, el resto da igual: ningún montaje ni director puede sobreponerse a que la suerte de Cio-Cio San te dé más bien igual. Si aceptamos esto como criterio para juzgar butterflys, podemos decir que Ermonela Jaho está, en estos días en el Teatro Real, extraordinaria. La suya es una interpretación delicada y frágil; sólo violenta en el final; esto es, verosímil. Si la comparamos con Hui He, la soprano del segundo reparto, advertimos en una las bondades de la otra: donde Jaho es vulnerable, He es de algún modo poderosa, resentida, oscura; a su personaje le falta candidez. En términos generales , el primer reparto es superior al segundo: el embajador de Ángel Ódena es más paternal, tiene más autoridad que el de Vladimir Stoyanov; buenas son las Suzuki de Enkelejda Shkosa y Gemma Coma-Alabert. Y en cuanto a Pinkerton, ese personaje insoportable, tiene dos interpretes menores que sus respectivas sopranos. Jorge de León logra convencernos en los extremos fogosos de su personaje, al final del primer acto.

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Marco Armiliato conduce a la orquesta del Real, que tantos grandes momentos nos  ha dado en esta temporada y también en este. La música envuelve a los cantantes (y al público) con la vehemencia justa, con la pasión adecuada. El Teatro Real rescata la producción de Mario Gas de 2002, que ha podido verse además en otros teatros (yo la vi, por ejemplo, en el Teatro de la Maestranza, en el 2012). Ha sido respuesta ya tres veces. La ópera sucede en un set de rodaje: vemos a los cantantes entrar y salir, porque el escenario del teatro también alberga a las bambalinas, los camarógrafos, a las maquilladoras y a los utileros. En una pantalla, colgada en lo alto del escenario, se proyecta la película que se está filmando. Encuentro varios problemas en esta producción: el primero es que la filmación en blanco y negro y con un marco ovalado alrededor no aporta mucho y distrae bastante. A efectos prácticos, uno se olvida de todo lo exterior y acaba mirado el set de rodaje como si fuera el escenario entero. Luego, el escenario gira, pero no nos ofrece mucha diferencia. Si recordamos la propuesta de Claus Guth para Rodelindala casa giratoria nos permitía saber más de la vida interior de ese edificio que sus propios inquilinos. De un lado escaleras, de otro el comedor, de otro exteriores. El plano de la casa de Butterfly es prácticamente simétrico y salvo enfrentarnos a veces el pasillo, a veces el tímido exterior (similar en todo al interior), no notamos variación. Y me sigue pareciendo inapropiadísimo la morcilla final, a modo de niño ondeando banderita americana junto al cadáver de la madre y propina en los subtítulos («En cualquier lugar del mundo un yankee aventurero disfruta y especula despreciando el riesgo»), que Mario Gas nos endosa. Como si la ópera necesitase apuntillamientos antiamericanos.

Con Madama Butterfly el Teatro Real cierra una temporada excelente plagada de grandes éxitos. Esta propuesta compensa, en el ámbito de la popularidad, una temporada osada y valiosa. En septiembre vuelve con Lucio Silla, un Mozart inusual.

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