crítica: Charlie Billingham – Swell

vista de la exposición (c) cortesía de Travesía Cuatro

En un famoso pasaje de la Ilíada, Homero describe un escudo que Hefesto había fabricado para Aquiles. En esta pequeña travesura literaria (lo de la obra dentro de la obra tiene casi tres mil años), se nos describen todas las cosas del mundo: los astros y el firmamento, la vida agrícola, ganadera y militar, las ciudades y los pormenores políticos, los dioses y el río Océano, que como una cenefa envuelve el mundo. No quisiera enmendarle la plana al inmortal aedo, pero es sospechoso que en toda su descripción no haya nadie haciendo el ridículo, actividad tan esencial en la historia de la humanidad como la pesca o la alfarería.

Charlie Billingham (Londres, 1984) reúne en su última exposición –en la galería Travesía Cuatro– una peculiar colección de personajes esperpénticos. Allí, la peluca de un señor orondo y mondado vuela a un par de metros de su cabeza; al lado, un gentilhombre con librea se ha sentado sobre un obús (para desdicha de su colon). Desde el rincón, un congreso de asnos da las gracias a coro. Estas escenas, provenientes de la prensa británica de finales del XVIII y comienzos del XIX, parecen haber encandilado al pintor, que las recorta y recrea, componiendo con ellas una galería de fragmentos curiosos y coloridos. Con la aparición de los medios de reproducción masivos, los retratistas ya no tenían que agasajar al modelo (que era, fundamentalmente, quien lo pagaba y quien lo iba a colgar encima del tresillo) sino que podían representarlo exagerando sus defectos o colocándolo en posiciones poco honorables. Además, la aparición de nuevos medios de impresión propició la aparición de una estética ajustada a sus posibilidades: sin límite no hay arte, ya dijo Nietzsche que el artista baila encadenado. Igualmente, la técnica produce errores (sobreimpresiones, desplazamientos, etcétera), que son tan propios como sus aciertos.

vista de la exposición (c) cortesía de Travesía Cuatro

A pesar de manejar referentes puramente gráficos, los cuadros de Swell están asombrosamente bien pintados. Lo digo porque, con las fotografías del dossier de prensa, temía encontrarme con una pintura pobre, al simple servicio de las coordenadas figurativas que sitúan narrativamente la exposición. Felizmente, en las obras se descubre una línea rica y expresiva, un refinado coqueteo con la materialidad del óleo (rastros apelotonados de pintura, gotas, pero también veladuras muy livianas aplicadas con una pincelada voluptuosa) y un admirable uso del color, que se decanta por la saturación y la estridencia.

Mediante la triquiñuela (un tanto efectista) de estampar las paredes de la galería, Billingham consigue meter al visitante en un escenario de tebeo colorido, donde las gentes de bien hacen el ganso y el tufillo de lo venerable y lo antiguo (el respeto reverencial a los papeles viejos) se pierde entre las carcajadas.

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