El arte de denuncia (o propaganda) es un género muy difícil, porque se enfrenta a un doble juicio: el estético y el político. Si no supera el primero, convendría recomendarle al autor mejores armas (el pasquín, la barricada, el sindicato) para su lucha; si no supera el segundo es todavía peor, porque podría instrumentalizar esos nobilísimos ideales para chantajear nuestras conciencias.
Hace algún tiempo, a propósito del esperpéntico Concierto para el Bioceno que Eugenio Ampudia ofreció a unos geranios melómanos, sostuve que las obras contestatarias e inofensivas son una obscenidad pequeñoburguesa: revoluciones de salón adquiribles por un módico precio. Con todo, un alma caritativa podría considerar aquellas propuestas simplemente ingenuas. Lamentablemente, traigo un caso menos dudoso.
Hasta comienzos de noviembre, en la galería RocíoSantaCruz puede visitarse États limites, una exposición de trabajos Jean Denant (Sète, Francia 1979) en torno a algunos conflictos político-sociales de países bañados por el Mediterráneo, que «se representa como un verdadero “multiverso de civilizaciones”» (sic). Un gran espejo de acero pulido con la silueta del mar recibe al espectador, al que no le queda otra que verse reflejado (inserto) en él. No es un recurso muy inspirado. Rebasándolo, encontramos una enorme ánfora compuesta con escombros. A sus pies, dos cuencos hechos con pedazos del campo de concentración de Rivesaltes, por donde pasaron numerosos republicanos españoles. A partir de aquí, la exposición continúa a través de una colección de fetiches cada vez más sonrojantes: un collar monumental hecho de restos arqueológicos ensartados, un adorno (sic) que encordona moldes de piedras lanzadas en la franja de Gaza y paisajes palestinos y ramos de flores pintados con arcilla y cemento.
Así, bajo el paraguas de la «re-significación», Denant utiliza el sufrimiento ajeno para aumentar el valor añadido de su obra. Si estos trabajos no estuviesen conformados con estos materiales, no serían más que una colección de artefactos sosos. Pero aprovechando reliquias de toda clase, el autor pretende impregnarlos de un aura que cuesta distinguir de la que tendría un anillo robado a un cadáver. En sintonía, la pretendida reflexión sobre lo mediterráneo se queda en una mera retahíla de lugares comunes (el gran cementerio, la amalgama de culturas, etcétera) desplegada con enorme cinismo.
Bien mirado, es una fechoría muy europea, ¡muy mediterránea!
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