«No creo que ninguno de quienes se encuentran en esta sala no haya soplado ocasionalmente una pompa común de jabón y que, al admirar la perfección de su forma y lo maravilloso de sus colores, no se haya preguntado cómo un objeto tan magnífico puede ser producido con tanta facilidad». Así comienza Pompas de jabón y las fuerzas que las producen, un librito que Charles Vernon Boys publicó en 1902, apenas un lustro después de haber determinado la constante de gravitación universal (una minucia).
Pocas cosas encandilan como los entes geométricos: a la belleza de su perfección (esto es, su completud) se le une la de su simpleza. Un cuadrado no puede ser ni más complicado ni más sencillo; tampoco la esfera o el pentágono. Los filósofos (gente con mucho tiempo libre) han discutido apasionadamente si los entes matemáticos preexisten en nuestra mente o si son abstracciones depuradas de aquello que encontramos en la naturaleza. Me inclino por lo segundo, claro. Lo cierto es que nadie ha visto nunca un triángulo equilátero brincando por las praderas, pero a base de ver figuras de tres lados –maltrechas y abolladas– hemos extraído la idea de triángulo.
En el texto que presenta la última exposición de Elena Alonso en Espacio Valverde, Jacobo Fitz-James menciona Flatland, el mundo bidimensional inventado por el ingenioso Edwin Abbot. Se trata de uno de esos divertimentos intelectuales que solo se le podrían ocurrir a un teólogo: un juego que nos hace reparar, por ejemplo, en que el círculo y el hexágono son indistinguibles vistos de perfil.
Fórmula, que así se llama la exposición, se compone de dos cuerpos de trabajo distribuidos en dos de los espacios de la galería: una instalación y una serie de dibujos de gran formato. Los dibujos de Elena Alonso tienen el atractivo de la mezcla entre lo predecible y lo inquietante. Me explicaré. Construyéndolos como si al dividirlos verticalmente por la mitad, un lado y otro fuesen lo mismo, Alonso inserta unas variaciones discretas pero decisivas. Un elemento se repite aquí y allá, mientras que otro se desdibuja o muta. Lo inquietante no es que cambie, sino que solo lo haga un poco. Esta tensión (generada solo mediante lo pictórico, sin mediar discursos) persiste sutil pero insistentemente, a pesar del empleo de una paleta amable, de formas amigables y redondeadas y de la muy atractiva plasticidad de sus trabajos.
Hasta aquí, siguiendo con Abbot, la bidimensionalidad. La segunda (o la otra) parte consiste en una instalación en la que podría decirse que los elementos de las primeras piezas se desperezado y, saliendo de la estrechez del papel, han invadido la sala. Sobre la base de una cuadrícula trazada con esferas (el asunto tiene su gracia), unas superficies, traslúcidas y opacas, se distribuyen por la sala. Constantemente se juega con la apariencia de los materiales: una plancha que parece de vidrio coloreado (como el de esas vajillas ámbar tan demodé o el verde tradicional de las botellas) es en realidad una resina; sobre y bajo ellas, se sujetan unas esferas pulidísimas que resultan ser de madera. Allá, una silueta como de unos arcos posa su extremo más afilado sobre una de las bolas bancas que recubren la pared; acá, una de esas bolas no es blanca, sino carnosa y tiene, en el centro, una hendidura, como un ombligo. Así, se despliegan una multitud de equívocos, porque los materiales y las formas se disfrazan y nosotros, fieles herederos de un pensamiento que opera mediante la distinción, dudamos si lo que vemos es mármol o plástico, natural o artificial (disquisición absurdísima: ¿cómo podría haber algo natural en el arte?)
Los distintos elementos configuran un espacio admirablemente pulcro pese a irregularidad de la sala, que cautivan al visitante rodeándolo (cuando no, asediándolo) por esa expansión del imaginario mental de la artista. Volviendo, mentalmente, sobre Fórmula pasados unos días de la visita, me preguntaba si me había embaucado la mera tridimensionalidad de los objetos: uno siempre aspira a mantenerse en guardia. Poco importa. En lo que al arte se refiere, el efecto siempre es superior que sus causas.
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