En su última exposición, Almudena Lobera se pregunta qué pasaría si los «objetos digitales» se convirtiesen en «objetos físicos». ¿Cómo se preservarían? ¿Habría museos para estos cachivaches? Si la pregunta fuese sincera, bastaría con decir no y a otra cosa. ¿Por qué demonios iba a ocurrir eso?
Soy un aficionado entusiasta de los planteamientos estrambóticos: cartógrafos que hacen mapas en escala 1:1, bibliotecas infinitas que albergan todas las combinaciones posibles de los caracteres del alfabeto, etcétera. Incluso, cuando me siento optimista, fantaseo con la vida eterna. El problema de Zerodimensionality no es, simplemente, que parta de un absurdo, sino que cae inmediatamente en una ramplona literalidad. Dibujos con líneas, vectores y cuadrículas (¿la materialización de lo digital se hará a mano alzada?), máscaras que remedan los filtros de Instagram, unos jeroglíficos coloridos absolutamente arbitrarios y unos jarrones seccionados que desparraman esos cuadraditos blancos y grises de las imágenes en formato .gif. Completa la muestra un vídeo en el que unas manos a veces tocan el piano y otras teclean en un ordenador: cuando aparece el uno, suena lo otro y viceversa. Tal cual.
Mucho me temo que a las «arqueologías futuras» no habrá que darles mucho tiempo para considerarlas residuos del pasado. Y, mal que le pese a los nostálgicos, lo pasado no es necesariamente lo mejor.
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