Mucha gente me ha hablado muy bien del deporte. Incluso gente de la que me fío: no saben la de veces que mis amigos me han sentado delante de un derbi o de una final de cualquier cosa para ver si me caía del caballo; y ni un picorcito, oiga, ni una pizca de entusiasmo. He hecho mis esfuerzos, conste: hubo una época en que jugué al baloncesto, aunque mi habilidad en la cancha podría imitarla fácilmente un menhir al que le pusiesen calzonas largas. Aún hoy, mis compañeros celebran mucho aquella vez que salté a coger un balón tres o cuatro segundos después de que me hubiese pasado por encima.
Esta disfunción, que atribuyo a razones puramente biográficas (hay aficiones que se adquieren de niño, como el flamenco o la fe), siempre me ha atribulado. Me fastidia bastante no poder disfrutar como un energúmeno de una tarde de fútbol o de pelota vasca. La práctica me da más pereza, no lo niego (me enciendo como un gusiluz a la segunda zancada, es algo lamentable). Pero, como dicen los más brillantes escritores de autoayuda, hay que buscar el lado positivo de las cosas, y no se imaginan la visión privilegiada que da que algo te importe un bledo.
El deporte moderno –dispensen que no me vaya a la antigua Grecia, pero es que las carreteras están fatal– es un invento de los aristócratas. El mecanismo, que es bien simplón, sería acusado en nuestros días de «apropiacionista»: la gente fina cogió los juegos populares, que se practicaban en las fiestas de la cosecha o de la patrona, y les puso códigos, protocolos, uniformes, buenas maneras y, en fin, de un montón de cosas civilizadas. Así, dejaron de ser una afición de la chusma para convertirse en algo practicado por caballeros (como el esclavismo o el incesto). Fuera de las piojosas praderas y en la seguridad higiénica de los colleges de la élite, estas actividades físicas recibieron el sello de calidad que acredita a todo buen producto burgués: su absoluta inutilidad.
Con esta triquiñuela, el ejercicio empieza a ser entendido como una de las bellas artes: entrenarse no para cazar, ni para huir, sino para competir en un espacio acotado, seguro, lleno de normas y entre iguales. Ahora no se trata simplemente de ganar –como lo haría el populacho– sino de vencer bien, con gallardía y con elegancia. La noción de fair play, que es algo más que no hacer trampas, nos da una pista valiosa para comprender cómo el ejercicio físico, que estaba unido a un contexto lúdico y socioreligioso, se extirpa y se remoza para convertirse en un lujo, algo que es apreciable justamente porque no es necesario –porque es ocioso.
La reproducción de la moral aristocrática por la vía del deporte (no en vano, en el primer comité olímpico había un montón de duques, condes, lores perfumados y gente de buenísima familia) puede rastrearse con facilidad. Pensemos, por ejemplo, en las regatas de las universidades británicas o en los clubes de esgrima, donde se pelea a muerte con espadas de mentira (la forma menos peligrosa, hasta la fecha, de ser valiente). Pero su fruto más reluciente y jugoso son, sin duda, los Juegos Olímpicos. ¡Países midiéndose el honor con gente lanzando cosas, saltando trastos y corriendo en una pista! Las justas de caballería modernas.
Los Juegos Olímpicos son muy útiles para hacerle pasar una mala tarde a Hitler o para desfogar durante la Guerra Fría, pero miren, ya cansan. ¿Qué sentido tiene, a estas alturas de la historia, seguir fabricando deportistas de alta competición? Gente que consagra toda su juventud a hacer lo mismo que ha hecho otro antes, pero unas centésimas de segundo más rápido. No sé qué selección femenina ganó algo el otro día. Tenía puesto el telediario y el presentador dijo «nuestras campeonas…». «¡Nuestro Rafa!» No, mire usted, no. ¡Será el suyo! De los muchos debates sobre las identidades y las pertenencias en nuestro tiempo, sobre este sí que tengo una opinión firme. Es lógico que las inercias del pasado (nada tan colorido como gente compitiendo bajo una bandera) tarden tiempo en desactivarse, pero eso de la épica del desconocido pero valeroso saltador de trampolín nos lo podíamos ir ahorrando. (Lo verdaderamente interesante de estas competiciones no son los abnegados deportistas, sino los jueces, que saben cuántas centésimas de punto se pierden por cada gotita que salpica de más. ¡Un verdadero triunfo del rigor de la ciencia!). Lo ridículo del deporte contemporáneo se manifiesta con nitidez cuando comparamos la supuesta epopeya del jugador patrio de pimpón (y las inexistentes consecuencias de su victoria o su derrota) con algunos episodios históricos verdaderamente trepidantes.
Reikiavik, 1972. Boris Spassky, campeón del mundo de ajedrez, soviético, viaja a la siempre tropical Islandia para ser retado por Bobby Fisher, pretendiente estadounidense, que para entonces ya estaba como unas maracas. Los rusos desembarcan en avalancha y llenan una planta de hotel con tropecientos grandes maestros y una división del KGB especializada en ajedrez. Fischer, a quien el mismísimo Henry Kissinger ha tenido que convencer para que se subiese al avión («esta es una llamada del peor jugador de ajedrez del mundo al mejor jugador del mundo…»), viaja únicamente acompañado del padre William Lombardy, que además de ser jesuita era gran maestro (hay gente muy acaparadora). Fisher hace cambiar la iluminación, el tablero y fuerza a la organización a vaciar varias filas de espectadores. En algún momento a alguien se le ocurre que las sillas pueden tener dispositivos irradiantes para boicotear al adversario. Fisher pierde la primera partida, a la segunda no se presenta. Los yanquis empiezan a tirarse de los pelos. Gana la tercera, hace tablas en la cuarta y gana la quinta y la sexta. En el Kremlin empiezan a ponerse nerviosos y todo el mundo sabe que eso no es bueno para nadie… ¡Eso sí es épica! ¡Cómo echo de menos la emoción de la Guerra Fría!
Si el ajedrez (que sé que no es un deporte olímpico) solo hubiese sido ajedrez y no una pelea por la hegemonía mundial, la contienda hubiese resultado menos heroica. Lo mismo pasó con la disputa entre Karpov y Kasparov, que el personal no bebía los vientos por las variantes de la defensa berlinesa, sino por la bronca entre el viejo sistema soviético y la perestroika. Pero dejemos el ajedrez. ¿Creen ustedes que los soviéticos estuvieron produciendo gimnastas por su antiquísimo y rusísimo amor a la gimnasia? Permítanme hacerles una revelación: lo menos importante en el deporte es el deporte. ¡No lo ha sido nunca! Por eso es son bastante ridículas las protestas por la falta de visibilización de los deportes minoritarios. «Es que nadie nos hace caso a los de tiro olímpico…». Y con razón. O tenemos un espectáculo de luz y color o tenemos una excusa geopolítica, pero nadie va a querer pasarse la tarde viendo a unas personas lanzando jabalinas o disparando un arco.
Muchas veces se trae a esta discusión el famoso argumentito de los valores del deporte. Si el origen rancio y aristocrático del asunto no les hace sospechar de la calidad de esta mercancía, consideren por un momento que cualquier actividad, observada desde un ángulo adecuado, se convierte en un manantial abundantísimo de valores. La filatelia, por ejemplo, enseña constancia, precisión y método; la ornitofilia adiestra en las nobles virtudes de la paciencia, la observación de los detalles y en el nunca suficientemente elogiado arte de llevar unos prismáticos colgados con elegancia. La cooperación, la generosidad, el trabajo en equipo, la importancia del esfuerzo y toda una serie de majaderías que se encuentran en el deporte profesional (y aficionado) en la misma medida en la que escasean. Porque, como todo el mundo sabe, ni un solo deportista ha estafado al fisco jamás, como tampoco nadie se ha dopado, ni a nadie se le ha ocurrido nunca fingir una agresión. Nunca se ha encontrado el más mínimo atisbo de corrupción en ningún comité olímpico o en alguna federación deportiva. Serán casos aislados. ¡El primer Lord del Almirantazgo mueve la cabeza con pesar por vuestra culpa! A veces, en el noticiero radiofónico de la mañana, el locutor de deportes lamenta «la mala imagen» que da algún «comportamiento». «Eso no es fútbol». O «eso empaña la imagen de unos profesionales que…». «¡Si el socialismo real es una cosa maravillosísima, pero es que hasta ahora no nos ha salido bien!». A veces, en días particularmente afortunados, alguien pide el comodín de los niños. Porque claro, se ve que los deportistas singuen siendo un modelo de conducta para la chavalería. Lo mejor que le puede pasar a un chiquillo es que lo eduque Cristiano Ronaldo. O Pistorius.
No basta con que algo sea simplemente entretenido, ¡hay que garrapiñarlo con moralina y con epopeya! Los valores de este club, la hazaña de esta nadadora, la increíble proeza de tal halterófila, la asombrosa plusmarca de este corredor: ganar muchos partidos, nadar rápido, levantar mucho peso, correr rápido. Gestas de las que el mundo podría prescindir. Tan relumbrante es el halo que tienen los deportistas que los convocan para opinar sobre los asuntos más variopintos. Por ejemplo, a Rafa Nadal el revés de derecha le ha conferido una opinión muy cualificada sobre la educación en España (siempre hay algún foro organizado por algún banco donde se está hablando de pedagogía o de futuro).
Cuando se quiere declarar que algo es importante se crea un ministerio para que se ocupe de ese asunto. Recordarán ustedes, amantísimos lectores, la admirable aventura del ministro Maximiliano el fugaz, a quien los trovadores aún le sacan cantares. ¡Qué no le gustaba el deporte al tío! ¡intolerable! ¡La guillotina, la guillotina! Además, el empaquetado es delicado: Educación, Cultura y Deportes. Pero vamos a ver, ¿qué sentido tiene que haya un ministerio de deportes? Entiendo los beneficios para la salud del ejercicio físico, porque los he leído en un libro; y seguro que hay alguien la mar de cualificado en Sanidad para ocuparse de estos menesteres. Y también asumo las bondades sociales que tiene reunirse con otros seres humanos a pasar la tarde tirando canastas o dándole patadas a algo. Las pistas las podrá hacer Fomento, digo yo. Ahora vendrá alguien a darme con unas cifras formidables sobre el impacto del deporte en el producto interior bruto y sobre los beneficios para la imagen del país en el exterior, a lo que responderé que si esa financiación se dedicase a otros asuntos, el incremento en el producto interior bruto daría parecido.
El deportista como héroe moderno es un constructo que huele a alcanfor. No solo se ha quedado anacrónico, sino que nos haría bien dejar jugar a la política internacional gritando que los nuestros son más fuertes y más veloces que los vuestros. El regustillo histórico sigue ahí, y por eso, cuando algún futbolista desfalca pasta como para hacer una línea nueva de metro, el personal no deja de ir a los partidos. Porque es de los nuestros y al enemigo ni agua. El espectáculo, cuando lo hay, me parece formidable (que es un calificativo así como de señor de mediana edad que ha visto mucho en su vida): al que le guste, que se distraiga. Yo me pongo cada verano La jungla de cristal al revés (de la última a la primera) porque me hace gracia ver cómo le crece el pelo a Bruce Willis. No soy quien para evaluar la altura de los pasatiempos de nadie.
Artículo publicado en el nº 65 de tintaLibre
enero 2019
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