Los melómanos han convencido al mundo de que son gente refinada. De vez en cuando algún amigo me llama porque ha conseguido unas entradas para la ópera y no sabe si llevar o no el monóculo. Hay que admitir esta gran victoria psicológica: jamás se descubrirá el pastel si los neófitos temen acercarse. Pero, mal que les pese, lo cierto es que los teatros y los auditorios cobijan a una fauna diversa, tan llena de vicios reprobables como cualquier otra.
Como saben los biólogos, el hábitat condiciona a las especies. Hay teatros que son, por tradición, más conservadores o menos mojigatos. Otros son directamente beligerantes. Lo que ha supuesto ir al teatro varía según épocas. El Teatro Olímpico de Palladio tenía gradas corridas porque los que se sentaban allí eran de la misma ralea. Empezaron a construirse palcos y plateas cuando cualquiera con posibles (es decir, no cualquiera) pudo comprarse una entrada, para que cada cual se juntase con los de su especie. Vivimos en el tiempo de las entradas de último minuto y de los descuentos para menores de treinta y cinco, lo que favorecido una concurrencia diversa en los patios de butacas. Voy a intentar describírsela. Como el rigor es propio de la ciencia y esto es un divertimento en forma de sátira social, voy a seguir un criterio taxonómico parecido al de la enciclopedia china que, según cita Borges, dividía a los animales en: «a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas».
La primera vez que fui a la ópera me crucé, en la entrada del teatro, con una señora que llevaba un zorro muerto alrededor del cuello. El emperifollarse con toda clase de artículos de taxidermia es algo que se está perdiendo, pero no me negarán que daba relumbrón. Había quien parecía un bodegón con patas. La vanidad de nuestra época prefiere el autorretrato para las redes que las plumas de faisán en el broche de esmeralda. Es más barato y lo ve más gente.
Más allá de la riña intergeneracional, hay que admitir que la tecnología ha proporcionado a jóvenes y mayores nuevas formas para incordiar al vecino. La tos es el arma tradicional de la gente que va al teatro a molestar a mucha gente. Estoy convencido de que si algún compositor innovador (un nuevo John Cage) quisiera explorar los límites de la sonoridad escribiendo una obra para miasmas, no tendría dificultad en reunir a un orfeón de virtuosos en cualquiera de los auditorios patrios. El Auditorio Nacional congrega a la mejor comunidad de tosedores que yo conozca, gente que haría sonrojar a un hospital de tuberculosos. Sabrán ustedes que las buenas maneras dicen que no hay que aplaudir entre los movimientos de una obra para no romper la continuidad, ¡pero nadie ha dicho nada de toser! ¡Hay un vacío legal! Tan pronto el pianista levanta las manos de las teclas para pasar la partitura, un rumor mucoso, un carraspeo ronco, una expectoración densa empieza a brotar del público. Es un espectáculo fascinante. Uno va en autobús y casi nadie tose. No se camina por la calle entre el graznido de un ejército de tísicos. Pero allí, en la penumbra de la sala de conciertos, un je ne sais quoi empieza a agitar las faringes, como si el silencio fuese aberrante que hubiese que rellenarlo a toda costa. Luego están los más osados, los que no esperan a las pausas, a quienes hay que reconocer una virtud singular para fastidiar los momentos más delicados de la música con sus flemas. Allí donde hay un pianísimo muy delicado entra la regurgitación como un elefante en una cacharrería. A contratiempo, si puede ser.
Pero este incordio decimonónico se queda en nada con la aparición de los teléfonos móviles. Los tiempos avanzan que es una barbaridad. No se trata solo del heroico espectador que deja el sonido puesto y que incluso a veces contesta. «Estoy en escuchando a Schumann, dime». Este al menos se arriesga a ser linchado en el entreacto y me gustaría aprovechar esta tribuna para afirmar que estoy a favor de toda clase de represión violenta contra esta gentuza. Perdón, que me despisto: decía que al menos estos tienen las agallas de ir a pecho descubierto. Hay tábanos más sutiles, como aquellos que encienden las pantallas en mitad de usa sala oscura (¿a quién podría molestarle esto?) o los criminales que leen el programa de mano a la lumbre de la linterna del móvil, a ser posible desde un palco, para deslumbrar a la sección opuesta del patio de butacas, al director, a la soprano y al tramoyista.
El público varía según a qué función se vaya. La menos recomendable de la temporada es la del estreno, porque allí nadie va por la música. Famosillos de procedencia diversa, representantes institucionales, influencers de esos… Estas noches los medios envían a los periodistas por pares: al crítico de música y al cronista de sociedad. El público de estreno es, por lo general, más impostado que el de las funciones siguientes. Están los que van de cuando en cuando a ver una obra concreta y los abonados, que son gente todoterreno. En los conciertos sinfónicos hay desbandada en el entreacto a poco que se programe algo un poco atrevido o simplemente novedoso. Recuerdo un concierto de Arvo Pärt, el maravilloso compositor estonio, en el que una señora que estaba abonada a toda la temporada de la Orquesta Nacional (y que iba cada semana sin mirar muy bien qué había en el programa) le preguntó a la acomodadora: «¿La segunda parte es igual que esta?» Y la chica, asintiendo, le respondió: «Es mucho más aburrida».
Hay dos vicios del espectador que me enternecen: el reaccionario y el que tiene afán de novedades. El reaccionario es bastante predecible. Hace unos años el Real ofreció La conquista de México, de Wolfgang Rihm. En el elenco hay un intérprete que hace el papel de «hombre que grita». Había «cantantes de foso» e instrumentos poco ortodoxos. El señor que tenía sentado delante dijo varias veces, antes de que comenzara la función, que él pertenecía al «círculo wagneriano de Madrid». Lo dijo en un volumen lo suficientemente generoso como para que todos nos enterásemos. ¡Qué bufidos soltó ese señor! ¡Qué arañar los reposabrazos de la butaca! ¡Qué patadas tan buenas sobre el parqué al terminar la función! Otro. Hace unas semanas, cuando daban en Madrid el montaje de Carmen que hizo Calixto Bieito, una señora de la fila donde me sentaba («señora de Tejero, pero no tengo nada que ver con el del golpe de Estado») le decía a una amiga que aquello no terminaba de parecerle piadoso.
El que tiene afán de novedades opera con una estructura lógica similar, aunque desee aparentemente lo contrario. O lo que se pone sobre las tablas es rompedor y atrevido o te acusa de colaboracionismo. Suspiran por gente desnuda, personajes embreados, interpretaciones tan retorcidas de los libretos que no los reconozca ni la madre que los parió. Curiosamente el uno es lo mismo que su reverso: solo quedan satisfechos si se les ofrece exactamente lo que esperan. Están atrapados en su cerrilidad para siempre.
La última especie que mencionaré en este esfuerzo desmitificador que tengo entre las manos es la de los urgentes. No soy fisiólogo, pero si lo fuera pediría a alguno de estos que me dejara examinar el resorte que debe tener en el coxis. Se los reconoce con facilidad: cae el telón y pegan un brinco del asiento y corren a toda prisa hacia la salida. Prefieren la descortesía de no aplaudir al embotellamiento de la estampida general. Es muy divertido verlos volver como cangrejos cuando se ofrece algún bis. Siempre deseo con malicia que algún acomodador les diga: «No, no, usted ya no puede quedarse». Los ves escuchar de pie la propina, a medio camino entre la butaca y la puerta, como corredores esperando el pistoletazo de salida. Les juro que solo les falta hacer estiramientos.
Aunque soy joven, llevo ya algunas temporadas musicales encima. Las primeras como aficionado, las últimas como cronista o como crítico. He visto cosas extraordinarias: a Martha Argerich reírse entre los movimientos de la Partita nº2 de Bach sorprendida por una tormenta de expectoraciones. A John Storgårds parar la Tabula rasa porque alguien no paraba de recibir mensajes por WhatsApp; cerrar la partitura de un manotazo, volverse al patio de butacas y pedir permiso para seguir. A insignes políticos pasarse una ópera de tres horas mirando el teléfono. A un matrimonio conversar durante las partes instrumentales de Otello porque para ellos, si no cantan, es como si hubieran dado paso a la publicidad. He oído caerse los objetos más inverosímiles. Un día juraría que escuché el golpe romo de una prótesis de cadera. Así que, amigo neófito que no sabes cómo comportarte en un teatro: no seas vanidoso, no hay lugar para la novedad. Incluso en esa cosa excéntrica que se te está ocurriendo ahora ya se te habrá adelantado algún señor respetable.
Artículo publicado en el nº 55 de tintaLibre
febrero de 2018
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