Pocas cosas tan patéticas como fingir tristeza. «Si alguien va a expresar la gran e inevitable caída que nos espera a todos, debe hacerlo dentro de los estrictos límites de la dignidad y la belleza», dijo Leonard Cohen cuando le dieron el Príncipe de Asturias. En la ópera hay mucho sufrimiento de cartón piedra. El final de Rigoletto, con esa Gilda cosida a puñaladas y metida en un saco diciendo «no llores, que me voy al cielo», por ejemplo. Pero la tristeza del final de La Bohème es una tristeza genuina, porque se sustenta sobre el fracaso.
Cuatro jóvenes bohemios (un pintor, un filósofo, un músico y un poeta) viven en una buhardilla de París la vida que se espera de cuatro artistas en una buhardilla de París: frío, pobreza, pero un rico mundo interior. Puede que no haya para pagar el alquiler pero sí hay para vino. Esta vida miserable que llevan (ahora se dice «precaria») les hace felices, porque son como niños. Y de la infancia se sale por un trauma. Mimí, la amante de Rodolfo, el poeta, ha contraído tuberculosis. La han encontrado vagando por París buscando a su amante para ir a morir junto a él. En ese momento todos, por primera vez, toman consciencia de la gravedad de la vida. Salen a empeñar lo poco que tienen para pagar a un médico que remedie la situación. Rezan. Hacen todo lo que está en su mano y aún así es inútil: Mimí, justo cuando va a llegar el remedio, muere.
Pienso que La Bohème va de cómo la vida ligera y alegre de unos jóvenes se da de bruces con la adultez, que es asumir que a veces pasan cosas terribles que ni todos nuestros esfuerzos pueden remediar. El final de la ópera tiene muy poca música: Puccini no se regodea ni le pone florituras. Lo que impacta de la muerte de Mimí es que pasa sin más. No hay épica, no hay sublimación.
La Bohème es de esas óperas del repertorio, y esto tiene doble filo: todo el mundo las conoce así que el teatro se llena, pero es muy complicado hacer algo que no esté hecho. El Teatro Real ha programado 19 funciones de la ópera, con un montaje de Richard Jones que nada y guarda la ropa: viste a los personajes de época, pero deja notar que todo es teatro. Tramoyistas por aquí, decorados apilados, fondo del escenario a la vista… Es una puesta en escena más solvente en los dos últimos actos que en los dos primeros, que dan una impresión deslavazada, aunque creo que parte de responsabilidad en esto tiene también Anita Hartig, la soprano, que se va creciendo notablemente según avanza la ópera. No, eso sí, hay nada de la supuesta interpretación voyeurista que nos dijeron que había en la rueda de prensa. La batuta la lleva Paolo Carignani de un modo excelente, nada perezoso, desplegando con cuidado los resortes de la partitura. Muy bien, como acostumbra, el coro, que tiene célebre momento en el complicadísimo segundo acto. Harting, decíamos, que tiene unas cualidades vocales notables, no se deja notar hasta el tercer acto, donde toda la función comienza a crecer en tanto crece ella. En los dos primeros parece encorsetada, en un papel un poco tonto, de niña buena, que desluce bastante. Stephen Costello está correcto, más bien apocado, poco emocionante. La Musetta de Joyce El-Khoury es todo lo exhubertante que mandan los cánones y está muy bien Etienne Dupuis como Marcello, su torturado amante. Me gustó cómo Mika Kares cantó el «Vecchia zimarra senti», que es la tierna aria con que Colline se despide de su abrigo antes de empeñarlo, y hay que reseñar el enorme talento escénico de Joan Martín-Royo, que hace el Schaunard.
Al final del tercer acto, Rodolfo y Mimí deciden no dejarse en invierno sino en primavera, porque «nadie está solo en abril, nos dejaremos en el mes de las flores». Es una propuesta muy apetecible para estas fechas: al fin y al cabo, los cuentos de Navidad siempre tienen algo de trágicos.
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