La idea es seductora: un aristócrata italiano, un Orsini, dolido por la muerte de su esposa, manda llenar un bosque de monstruos en el feudo de Bomarzo. La anécdota le sirve a Manuel Mujica para escribir, en seiscientas páginas, la historia de Pier Francesco Orsini, el duque jorobado y terrible, repudiado por su padre y sus hermanos, fratricida y parricida, deseoso de la eternidad. Y con esto, Alberto Ginastera escribió una ópera.
Todo comienza en la agonía del duque: envenenado por la pócima de su astrólogo, que bebía para hacerse inmoral, Pier Francesco se retuerce ante la boca del infierno (una de las esculturas del parque) y recuerda su vida en quince episodios, (como en el Wozzeck de Berg; desarrollo, nudo y desenlace) separados por interludios. La vez que sus hermanos lo travistieron y su padre le dijo que entre los Orsini nunca hubo ni afeminados ni jorobados; cuando con la prostituta Pantasilea descubrió que era impotente; el accidente de su hermano y cómo dejó que muriera; la predicción del astrólogo de que sería inmortal; su abuela, la osa de los Orsini, como su único sustento; a su padre herido…
Así, a base de flashbacks, conocemos la historia que el duque cuenta de sí mismo, que es, fundamentalmente la historia de su autocompadecimiento. A los tormentos psicológicos les resulta muy útil tener una evidencia física que los justifique, como ser jorobado. La joroba no es, por supuesto, simplemente una deformidad física, sino que es signo de una degeneración moral. Una mancha en un brazo se puede ocultar, un enorme bulto en la espalda no. Pier Francesco Orsini no puede presentarse ante el mundo (también ante sus vasallos) de otro modo que como un jorobado. ¡Escarnio público! La ópera, en sus primeros compases, nos hace oír la canción de un pastorcillo (una melodía medieval) que dice: «No me cambio en mi pobreza por el duque de Bomarzo, cuando arrastra la joroba cargada con sus pecados».
La ópera tuvo un accidente extramusical: los militares golpistas argentinos prohibieron las representaciones; sin embargo no la novela. Esto no tiene mayor comentario: los militares sublevados no suelen ser un prodigio de coherencia o de sensatez. En estos días la ópera ha vuelto a representarse en Europa (no se ponía en escena desde 1975) sobre las tablas de Teatro Real.
Yo no conocía esta ópera y salí de ella profundamente confundido. El batiburrillo musical, que tiene incluso guiños a la música renacentista, acrecentado por el temible libreto de Mujica, podrían aliviarse con una puesta en escena indulgente con el espectador. Pero Pierre Audi ha preferido echar más leña al fuego creando un ambiente sobrecargado, supongo que onírico, pero debe ser el sueño de un androide. Las proyecciones, de una marcadísima estética post internet, obra de Jon Rafman, terminan por redondear el producto. David Afkham dirige a la orquesta, que esta temporada ha pasado por Britten, Haendel y Ginastera sin despeinarse, mostrando una versatilidad admirable.
Otro recurso desconcertante es el de variar, con la puesta en escena, la acción del libreto. En Audi prefiere que la abuela Orsini y al nieto giboso maten más, con sus propias manos, de lo que previó Ginastera.
Al final, cuando el relato se cierra sobre sí mismo y el espectador conoce la vida que el duque cree haber tenido, uno siente una mezcla entre compasión y alivio. Porque es cierto que ha tenido una vida desdichada, pero es igualmente verdadero que Pier Francesco es un ser repugnante. Se comprende así su afición a llenar de piedras el feudo de Bomarzo. «Ni héroe de Lepanto, ni paladín de Roma: capitán de monstruos de piedra […] Puesto que soy un monstruo me he rodeado de monstruos fraternos».
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