La coincidencia de unos escenarios tan procaces y de una paleta tan singular invita a fantasear que los cuadros de Michael Horsky son la criatura resultante de lo que hubiera pasado si los cartones de Goya los hubiese pintado Sade. Practica él una pintura descortés con el espectador, que sería un fracaso si no hubiese en sus obras algo hipnótico que obligase, entre tanto cuerpo amontonado, tanta gónada y tanta aberración, a quedarse mirando.
Aunque la pintura de Horsky es figurativa, su compromiso con la representación es dudoso, no sólo por lo fraccionado y remezclado de sus personajes, sino por lo suelto de su gesto, fundamentalmente resolutivo y puesto al servicio no de la figuración, sino de una sensualidad que se manifiesta a través de la voluptuosidad de los colores. Sus escenarios son tumultuosos y sus inquilinos se amontonan y se gasifican y, a través de la disolución de sus límites, se nos ofrece una suerte de vaho profundamente pictórico, contundentemente colorista.
Lo informe, lo han dicho los filósofos largamente, suele ser inmoral. En la nostalgia de las ideas claras y distintas recordamos que la confusión sólo conduce al fracaso. La zafiedad de las escenas que pinta Horsky se sirve de esta idea y la retuerce empleando formatos tradicionalmente decorativos: el pastel, el formato ovalado y redondo. El arte decorativo, profundamente burgués, exige o lo apaciguante o lo inofensivo. Por contra, propone Horsky un catálogo de deformaciones y estiramientos que difícilmente presidiría el salón de té. Claramente no es sólo lo truculento de las escenas, sino cómo estas son llevadas a cabo. Notamos en el trazo o en la pincelada una determinación desprendida, un ejercicio violento y contingente que empasta el color de una paleta pretendidamente kitsch. El espectáculo que plantea Horsky enfrenta al espectador y sólo si este le aguanta la mirada puede, más allá de un primer rechazo más que justificado, disfrutar de la sensualidad de una pintura sinuosa y juguetona. La facilidad con que Horsky resuelve expresiones y gestos es, muchas veces, pasmosa. Pinta por capas, y la escena final, la más superficial, no da, necesariamente, cuenta de las anteriores. Soterra la pintura de Horsky a sus personajes sin preocuparse por ellos; como tampoco del espectador. A Horsky sólo le interesa su pintura, y está dispuesto a pasar por encima de todo lo demás.
Este texto ha sido empleado como hoja de sala
de la exposición de Michael Horsky «Amores perros»,
en la Galería Alegría.
noviembre 15/ enero 2016
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