crítica ­­– Pauline Boudry / Renate Lorenz: El cristal es mi piel

En la hoja de sala de la intervención que Pauline Boudry y Renate Lorenz han diseñado para el Palacio de Cristal se lee que, mediante el humo, la música y los espejos, quieren convertir un espacio con reminiscencias coloniales en un club queer. Unos párrafos después detallan los pormenores históricos del edificio: construido en 1887 para la Exposición General de las Islas Filipinas y destinado a exhibir artefactos exóticos, estuvo rodeado por especímenes humanos mostrados en su hábitat natural. Una atrocidad.

Ignoro cuántas salas llenas de vaporcillo, musicote y espejitos vamos a tener que padecer hasta que acontezca la definitiva emancipación de los cuerpos y las relaciones. También me intriga cuántas resignificaciones se van a colar por las grietas de las instituciones sin que, al fin y a la postre, pase absolutamente nada; y por qué esta propuesta «concebida expresamente» para este espacio se puede imaginar fácilmente en cualquier otro lugar. En este caso, el enigma me resulta irresoluble porque la instalación no funcionaba cuando me acerqué ayer al Retiro. No es que estuviese cerrada. Simplemente, hacías cola, le dabas el código postal a una vigilante (ninguna visita sin contabilizar) y te paseabas entre espejos gigantescos atiborrados de gente dándole al selfi. Esperé un buen rato, examiné los altavoces y los artefactos nebulizadores hasta que decidí plantarme en información para que me explicasen el arte sutilísimo que se me estaba escapando. En el mostrador tenían, escrito a mano y pegado con celo, un papelito con los horarios de la «performance» y la «canción». La joven que me atendió me contó que la música y la bruma alternaban sus momentos de mayor esplendor, y que todo aquello llevaba abierto y, sin embargo, apagado, dos semanas. Sin un triste cartelito, oiga.

(c) Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía

Sospechábamos que el Reina Sofía había consagrado el Palacio de Cristal a mayor gloria Instagram con tanta muestra efectista de floripondios, colorines y decorados, pero esto es el colmo. Una galería de espejos donde nada funciona y nada se entiende, sin importarle a nadie de la institución. Este debe de ser el famoso compromiso pedagógico del que tanto he oído hablar.

En cuanto nos despistemos, nos cae una exposición inmersiva.

crítica: Charlie Billingham – Swell

vista de la exposición (c) cortesía de Travesía Cuatro

En un famoso pasaje de la Ilíada, Homero describe un escudo que Hefesto había fabricado para Aquiles. En esta pequeña travesura literaria (lo de la obra dentro de la obra tiene casi tres mil años), se nos describen todas las cosas del mundo: los astros y el firmamento, la vida agrícola, ganadera y militar, las ciudades y los pormenores políticos, los dioses y el río Océano, que como una cenefa envuelve el mundo. No quisiera enmendarle la plana al inmortal aedo, pero es sospechoso que en toda su descripción no haya nadie haciendo el ridículo, actividad tan esencial en la historia de la humanidad como la pesca o la alfarería.

Charlie Billingham (Londres, 1984) reúne en su última exposición –en la galería Travesía Cuatro– una peculiar colección de personajes esperpénticos. Allí, la peluca de un señor orondo y mondado vuela a un par de metros de su cabeza; al lado, un gentilhombre con librea se ha sentado sobre un obús (para desdicha de su colon). Desde el rincón, un congreso de asnos da las gracias a coro. Estas escenas, provenientes de la prensa británica de finales del XVIII y comienzos del XIX, parecen haber encandilado al pintor, que las recorta y recrea, componiendo con ellas una galería de fragmentos curiosos y coloridos. Con la aparición de los medios de reproducción masivos, los retratistas ya no tenían que agasajar al modelo (que era, fundamentalmente, quien lo pagaba y quien lo iba a colgar encima del tresillo) sino que podían representarlo exagerando sus defectos o colocándolo en posiciones poco honorables. Además, la aparición de nuevos medios de impresión propició la aparición de una estética ajustada a sus posibilidades: sin límite no hay arte, ya dijo Nietzsche que el artista baila encadenado. Igualmente, la técnica produce errores (sobreimpresiones, desplazamientos, etcétera), que son tan propios como sus aciertos.

vista de la exposición (c) cortesía de Travesía Cuatro

A pesar de manejar referentes puramente gráficos, los cuadros de Swell están asombrosamente bien pintados. Lo digo porque, con las fotografías del dossier de prensa, temía encontrarme con una pintura pobre, al simple servicio de las coordenadas figurativas que sitúan narrativamente la exposición. Felizmente, en las obras se descubre una línea rica y expresiva, un refinado coqueteo con la materialidad del óleo (rastros apelotonados de pintura, gotas, pero también veladuras muy livianas aplicadas con una pincelada voluptuosa) y un admirable uso del color, que se decanta por la saturación y la estridencia.

Mediante la triquiñuela (un tanto efectista) de estampar las paredes de la galería, Billingham consigue meter al visitante en un escenario de tebeo colorido, donde las gentes de bien hacen el ganso y el tufillo de lo venerable y lo antiguo (el respeto reverencial a los papeles viejos) se pierde entre las carcajadas.

crítica – Jean Denant: États limites

vista de la exposición (c) galería RocíoSantaCruz

El arte de denuncia (o propaganda) es un género muy difícil, porque se enfrenta a un doble juicio: el estético y el político. Si no supera el primero, convendría recomendarle al autor mejores armas (el pasquín, la barricada, el sindicato) para su lucha; si no supera el segundo es todavía peor, porque podría instrumentalizar esos nobilísimos ideales para chantajear nuestras conciencias.

Hace algún tiempo, a propósito del esperpéntico Concierto para el Bioceno que Eugenio Ampudia ofreció a unos geranios melómanos, sostuve que las obras contestatarias e inofensivas son una obscenidad pequeñoburguesa: revoluciones de salón adquiribles por un módico precio. Con todo, un alma caritativa podría considerar aquellas propuestas simplemente ingenuas. Lamentablemente, traigo un caso menos dudoso.

Hasta comienzos de noviembre, en la galería RocíoSantaCruz puede visitarse États limites, una exposición de trabajos Jean Denant (Sète, Francia 1979) en torno a algunos conflictos político-sociales de países bañados por el Mediterráneo, que «se representa como un verdadero “multiverso de civilizaciones”» (sic). Un gran espejo de acero pulido con la silueta del mar recibe al espectador, al que no le queda otra que verse reflejado (inserto) en él. No es un recurso muy inspirado. Rebasándolo, encontramos una enorme ánfora compuesta con escombros. A sus pies, dos cuencos hechos con pedazos del campo de concentración de Rivesaltes, por donde pasaron numerosos republicanos españoles. A partir de aquí, la exposición continúa a través de una colección de fetiches cada vez más sonrojantes: un collar monumental hecho de restos arqueológicos ensartados, un adorno (sic) que encordona moldes de piedras lanzadas en la franja de Gaza y paisajes palestinos y ramos de flores pintados con arcilla y cemento.

Collier, la guerre des pierres I, 2022 (c) Jean Denant

Así, bajo el paraguas de la «re-significación», Denant utiliza el sufrimiento ajeno para aumentar el valor añadido de su obra. Si estos trabajos no estuviesen conformados con estos materiales, no serían más que una colección de artefactos sosos. Pero aprovechando reliquias de toda clase, el autor pretende impregnarlos de un aura que cuesta distinguir de la que tendría un anillo robado a un cadáver. En sintonía, la pretendida reflexión sobre lo mediterráneo se queda en una mera retahíla de lugares comunes (el gran cementerio, la amalgama de culturas, etcétera) desplegada con enorme cinismo.

Bien mirado, es una fechoría muy europea, ¡muy mediterránea!

crítica – Elena Alonso: Fórmula

Fórmula (detalle) – (c) cortesía de Espacio Valverde

«No creo que ninguno de quienes se encuentran en esta sala no haya soplado ocasionalmente una pompa común de jabón y que, al admirar la perfección de su forma y lo maravilloso de sus colores, no se haya preguntado cómo un objeto tan magnífico puede ser producido con tanta facilidad». Así comienza Pompas de jabón y las fuerzas que las producen, un librito que Charles Vernon Boys publicó en 1902, apenas un lustro después de haber determinado la constante de gravitación universal (una minucia).

Pocas cosas encandilan como los entes geométricos: a la belleza de su perfección (esto es, su completud) se le une la de su simpleza. Un cuadrado no puede ser ni más complicado ni más sencillo; tampoco la esfera o el pentágono. Los filósofos (gente con mucho tiempo libre) han discutido apasionadamente si los entes matemáticos preexisten en nuestra mente o si son abstracciones depuradas de aquello que encontramos en la naturaleza. Me inclino por lo segundo, claro. Lo cierto es que nadie ha visto nunca un triángulo equilátero brincando por las praderas, pero a base de ver figuras de tres lados –maltrechas y abolladas– hemos extraído la idea de triángulo.

En el texto que presenta la última exposición de Elena Alonso en Espacio Valverde, Jacobo Fitz-James menciona Flatland, el mundo bidimensional inventado por el ingenioso Edwin Abbot. Se trata de uno de esos divertimentos intelectuales que solo se le podrían ocurrir a un teólogo: un juego que nos hace reparar, por ejemplo, en que el círculo y el hexágono son indistinguibles vistos de perfil.

(c) cortesía de Espacio Valverde

Fórmula, que así se llama la exposición, se compone de dos cuerpos de trabajo distribuidos en dos de los espacios de la galería: una instalación y una serie de dibujos de gran formato. Los dibujos de Elena Alonso tienen el atractivo de la mezcla entre lo predecible y lo inquietante. Me explicaré. Construyéndolos como si al dividirlos verticalmente por la mitad, un lado y otro fuesen lo mismo, Alonso inserta unas variaciones discretas pero decisivas. Un elemento se repite aquí y allá, mientras que otro se desdibuja o muta. Lo inquietante no es que cambie, sino que solo lo haga un poco. Esta tensión (generada solo mediante lo pictórico, sin mediar discursos) persiste sutil pero insistentemente, a pesar del empleo de una paleta amable, de formas amigables y redondeadas y de la muy atractiva plasticidad de sus trabajos.

Hasta aquí, siguiendo con Abbot, la bidimensionalidad. La segunda (o la otra) parte consiste en una instalación en la que podría decirse que los elementos de las primeras piezas se desperezado y, saliendo de la estrechez del papel, han invadido la sala. Sobre la base de una cuadrícula trazada con esferas (el asunto tiene su gracia), unas superficies, traslúcidas y opacas, se distribuyen por la sala. Constantemente se juega con la apariencia de los materiales: una plancha que parece de vidrio coloreado (como el de esas vajillas ámbar tan demodé o el verde tradicional de las botellas) es en realidad una resina; sobre y bajo ellas, se sujetan unas esferas pulidísimas que resultan ser de madera. Allá, una silueta como de unos arcos posa su extremo más afilado sobre una de las bolas bancas que recubren la pared; acá, una de esas bolas no es blanca, sino carnosa y tiene, en el centro, una hendidura, como un ombligo. Así, se despliegan una multitud de equívocos, porque los materiales y las formas se disfrazan y nosotros, fieles herederos de un pensamiento que opera mediante la distinción, dudamos si lo que vemos es mármol o plástico, natural o artificial (disquisición absurdísima: ¿cómo podría haber algo natural en el arte?)

Los distintos elementos configuran un espacio admirablemente pulcro pese a irregularidad de la sala, que cautivan al visitante rodeándolo (cuando no, asediándolo) por esa expansión del imaginario mental de la artista. Volviendo, mentalmente, sobre Fórmula pasados unos días de la visita, me preguntaba si me había embaucado la mera tridimensionalidad de los objetos: uno siempre aspira a mantenerse en guardia. Poco importa. En lo que al arte se refiere, el efecto siempre es superior que sus causas.

crítica – Guillermo Mora: Un puente donde quedarse

(c) Alcalá 31 – Comunidad de Madrid

Allá por los años cuarenta, Antonio Palacios recibió el encargo de hacerle una sede al Banco Mercantil e Industrial. Ya es mala pata: de todo el patrimonio inmobiliario que posee la Comunidad de Madrid, tuvieron que convertir este mamotreto en una sala de exposiciones. Tiene una gran galería abovedada y una decoración que parece sacada de algún tebeo donde Batman haga turismo por Gotham City. Como guinda, el acceso está vigilado y hay que pasar un arco de seguridad y colocar la mochila en un escáner. Planazo.

Hasta finales de julio puede verse en Alcalá 31 Un puente para quedarse, una exposición de Guillermo Mora comisariada por Pia Ogea. En un elogiable intento de domesticar el espacio, Mora ha forrado los pilares de la sala con paneles y los ha unido transversalmente, de modo que la galería central no pueda ser atravesada. Para recorrerla, el visitante tendrá que ir avanzando por estos pasillos coloridos, marchando a lo ancho en vez de a lo largo. Insertas en este nuevo recorrido, el espectador se encuentra con el trabajo habitual del artista: superficies coloridas plegadas sobre sí mismas, algunas ajadas, otras craqueladas; esculturas compuestas por listones de madera pintados o forrados, unos murales de papel rasgado y grapado, cilindros hilvanados y dejados en suspenso y elementos construidos con maderitas groseramente ensambladas, de un airecillo povera.

Ignoro si la muestra está concebida como una retrospectiva (se recogen cuarenta obras producidas en los últimos quince años), pero el resultado parece un site specific adornado. La sobredimensionada intervención central hace que el resto de las piezas parezcan un mero relleno. Tampoco ayuda la justificación curatorial («acercan lo micro a lo macro, lo íntimo a lo público, el lienzo a la arquitectura»), que serviría para esta o para cualquier otra exposición; o que, vez de cartelas explicativas, las obras estén acompañadas por unos letreros gigantes que, adheridos a las paredes o a los suelos, solo despejan nuestras dudas en cuanto a nombre, fecha y propietarios (o disponibilidad). La hoja de sala nos enumera, eso sí, la retahíla de «gestos radicales» del artista, que «ponen en cuestión el rol de la pintura durante siglos» y otras consideraciones similares. Por si fuera poco, un vinilo en la entrada nos informa de que «Guillermo Mora es uno de los artistas plásticos españoles de mayor proyección nacional e internacional de su generación» y que es «el artista más joven» en realizar un proyecto en esa sala.

Mala cosa tener que alertar al espectador, no sea que se le escape.

crítica – Almudena Lobera: Zerodimensionality

(c) cortesía de la galería Max Estrella

En su última exposición, Almudena Lobera se pregunta qué pasaría si los «objetos digitales» se convirtiesen en «objetos físicos». ¿Cómo se preservarían? ¿Habría museos para estos cachivaches? Si la pregunta fuese sincera, bastaría con decir no y a otra cosa. ¿Por qué demonios iba a ocurrir eso?

Soy un aficionado entusiasta de los planteamientos estrambóticos: cartógrafos que hacen mapas en escala 1:1, bibliotecas infinitas que albergan todas las combinaciones posibles de los caracteres del alfabeto, etcétera. Incluso, cuando me siento optimista, fantaseo con la vida eterna. El problema de Zerodimensionality no es, simplemente, que parta de un absurdo, sino que cae inmediatamente en una ramplona literalidad. Dibujos con líneas, vectores y cuadrículas (¿la materialización de lo digital se hará a mano alzada?), máscaras que remedan los filtros de Instagram, unos jeroglíficos coloridos absolutamente arbitrarios y unos jarrones seccionados que desparraman esos cuadraditos blancos y grises de las imágenes en formato .gif. Completa la muestra un vídeo en el que unas manos a veces tocan el piano y otras teclean en un ordenador: cuando aparece el uno, suena lo otro y viceversa. Tal cual.

Mucho me temo que a las «arqueologías futuras» no habrá que darles mucho tiempo para considerarlas residuos del pasado. Y, mal que le pese a los nostálgicos, lo pasado no es necesariamente lo mejor.

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