«No, no dejéis cerradas
las puertas de la noche,
del viento, del relámpago,
la de lo nunca visto.
Que estén abiertas siempre
ellas, las conocidas».
Salinas, La voz a ti debida
Desubicados. El duque de Calabria –de profesión virrey– armó un cancionero en Valencia que publicó en Venecia y se conserva en Upsala. Juan del Encina, Morales y una comparsa de anónimos aguantaron trescientos años los fríos escandinavos hasta que, en mil novecientos y poco, un malagueño reparó en ellos mientras andaba en misión diplomática. A veces, nadie está donde se le espera.
En la portada, dibujando una pirámide invertida, el título declara minuciosamente el contenido del volumen («para que puedan aprovechar los que a cantar comenzaren»); bajo el texto, separado por un florón, un ángel hace equilibrismos sobre un orbe alado. Carga una trompeta sobre el hombro izquierdo mientras mira, embelesado, la llama que sujeta con su mano derecha.
Uno de esos villancicos (capítulo cuatro voces, subsección navidad), arranca con un estribillo que dice: «no la debemos dormir, la noche santa, no la debemos dormir». La estrofa narra los desvelos de la virgen santísima, inquieta porque nadie le ha explicado cómo tratar a un bebé-dios. «Qué hará cuando al rey de luz inmensa parirá: si de su divina esencia temblará o qué le podrá decir». Luego, el coro repite: «no la debemos dormir…».
Velad, porque la luz está próxima y vendrá desmedida. La noche, dice Cirlot en el Diccionario de símbolos, «aún no es el día, pero lo promete y lo prepara». Al que camina entre tinieblas solo lo salva (lo libera) un fogonazo: de la noche surgirán todas las cosas, pero en ella no contiene ninguna. En la mística cristiana, la noche es al tiempo lo que el desierto al paisaje: una extensión estéril, que solo se transita para atravesarla.
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Los almacenes de los museos están plagados de obras de temática nocturna. La mayoría son marinas (género deplorable) salpimentadas con barquitos a la luz de la luna y un espigón de figurante. Otras tantas son alegorías: señoras endiosadas rodeadas de simbolitos. El lucero vespertino, la media luna, una lechuza y Morfeo dando una cabezada. El Prado conserva los dos temples atiborrados de rosa y celeste que González Velázquez hizo para el «gabinete de descanso» y el antedormitorio (en este, se representa a la aurora) del Casino de la Reina. Las representaciones simbólicas gozan de la buena fama de los acertijos (¿un viejo con un león?, san Jerónimo; ¿una doña con los ojos vendados?, la fe), pero no distan mucho de los libros de vestiditos recortables. En el dieciocho se pirraban por estos tostones propagandísticos. Hay ejemplos delirantes: alegoría del concilio de Trento, de la casa real de no sé donde; el triunfo de la santa cruz (¿metáfora de la metáfora?, compro), tal conquista bélica o (lo juro) algún emocionante acto jurídico, como el regalo del Casino a Bárbara de Braganza por el ayuntamiento de Madrid.
Antes de estos excesos, Sebald Beham hizo un grabado delicadísimo de una muchacha que duerme sin taparse. A los pies de las cama, un cartelito reza: Die Nacht; a través de la ventana comparecen la luna y las estrellas. Sobre el cabecero, en versalitas latinas, una advertencia: la noche, el amor y el vino no son consejeros prudentes.
Because the night belongs to lovers, belongs to lust. El lúbrico pintor Pierre-Antoine Baudouin se pasó la vida retratando a amantes con las manos en la masa y señoras con las enaguas alborotadas. El Met conserva una aguada que nos viene al caso: sobre la hojarasca, entre la arboleda, un señor a la última moda de mil setecientos cincuenta se abalanza sobre el pronunciado escote de una dama con pelucón y corpiño. Sobre pedestal, una estatua de Cupido los mira, rijoso.
La oscuridad ampara las alegrías furtivas. «Gocémonos, Amado, / y vámonos a ver en tu hermosura / al monte y al collado, / do mana el agua pura; / entremos más adentro en la espesura», escribe san Juan. Sin luz que nos delate, cualquier rincón (el bosque o el acantilado) hace de refugio.
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Con el feliz advenimiento de la Modernidad (que tantos disgustos nos ha dado), la humanidad fue conquistando la vida noctámbula. Bajo el imperio de la razón y con las comodidades del alumbrado público, la noche se hizo manejable; incluso, atractiva. Borges, el cobarde, atribuye a «la alta noche» el descubrimiento de que los espejos tienen algo monstruoso. Las terribles fieras que acechan en las selvas oscuras huyen de la luz de las farolas (antes de llegar al verso sesenta, una pantera, un león y una loba amenazan a Dante) y dejan paso a monstruos más sibilinos y apetecibles, como el vampiro o el licántropo.
Sin miedo a las emboscadas ni a las quimeras, un ciudadano respetable puede pasear de madrugada por la ciudad. Quizás por los resabios del romanticismo o por el reciente interés en los ritmos circadianos, desconfiamos de los que no duermen de noche. El célebre (y anodino) cuadro de Hopper debe su fama a este prejuicio. ¿Es que esa gente no tiene nada mejor que hacer? ¿No tiene casa? El Museo del Louvre custodia algunas obritas de un tal Frederick Juncker. Son, en su mayoría, escenas campestres, pero hay una que llama la atención. Sobre mancha negrísima de perfiles angulosos, tres puntos claros iluminan tímidamente sus contornos. El título nos auxilia: Maisons dans la nuit. Con esfuerzo, se reconocen unas hileras de ventanas: parecen agujeros en un hueso. ¿Quién vivirá ahí? El mastuerzo de Hopper habría iluminado las estancias y, por algún balcón, asomaría la espalda de una zagala o la mollera de algún curioso. La estampa es terrible: los habitantes del barrio están atrapados en la férrea negritud del vecindario, enclaustrados en esos hogares oscuros.
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No creo que ninguna escena nocturna supere en fama a la Ronda de noche de Rembrandt. Frans Banninck Cocq y Willem van Ruytenburgh movilizando a la tropa que escolta a María de Médicis, reina madre de Francia. El cuadro se pintó por encargo de la compañía de arcabuceros de la guardia cívica de Ámsterdam. Para darles gusto, se escenifican todas las habilidades de la milicia (cargar, apuntar, disparar, etcétera) y los personajes exhiben todo el armamento reglamentario. En una esquina cuelga un escudillo con el nombre de todos los que pagaron para que se les distinguiese el rostro (dinero bien invertido, si me preguntan). Entre la soldadesca calvinista, que se remueve a media luz, resplandece (con cara de pasmo) una niña rubia vestida de celeste; lleva al cinto un pollo atado por los pies. Leo que las garras doradas son el símbolo de la orgullosa compañía militar. Un inspirado autor de la Wikipedia (si es una cita, he sido incapaz de encontrarla), dice: «la niña no se encuentra en penumbra y las sombras no la tocan».
No es la primera vez que alguien se fascina de más con este cuadro. En 1975, un exaltado acuchilló la figura del capitán Cocq, asegurando que iba vestido de negro porque representaba al mismísimo diablo (el de blanco y dorado era, claro, el ángel encargado de vigilar al maligno).
Me temo que debo defraudarlos: la noche en la que rondan nuestros amigos herejes la provoca la mugre. Barniz oxidado y otras inmundicias. Al limpiarlo, se descubre que es una escena interior. A Platón le preguntaron si, en el reino de las ideas, había alguna para la roña que se acumula bajo las uñas. El tipo no respondió. El filósofo detestaba la pintura, porque la imagen no es ni la idea ni la cosa, sino un doble alejamiento (es de entender: en su época triunfaba el trampantojo). Creo que le hubiese hecho gracia esta anecdotilla: un triple alejamiento es una cosa digna de ver.
publicado originalmente por la galería Pradiauto con motivo de la exposición Solos en la noche pálida, de Carlos García-Alix, Lucía Gutiérrez Vázquez, Blanca Guerrero, Leopoldo Mata, Alejandro Villa-Durán.
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