Hace unos años, los conservadores de la Scala Santa, una de las dudosas reliquias de la pasión que se amontonan en Roma, se pusieron a restaurar. Habían pasado trescientos años de los últimos cuidados. Los (supuestos) peldaños de la residencia de Poncio Pilato salieron de Tierra Santa en el siglo IV, cuando santa Elena, la madre del emperador Constantino, decidió expoliar toda la provincia de Judea no sea que se desperdiciase algún canto rodado pisado por el mismísimo redentor.
Durante siglos, miríadas de peregrinos acudieron a la ciudad eterna atraídos por el brillo de las reliquias y la venta de indulgencias. Aprovechando el viaje, los devotos subían de rodillas la escalera, en oración y penitencia. Una vez arriba, podían contemplar el icono del Santísimo Salvador «Acheiropoieton», es decir, «no pintado por mano humana»: otro de los verdaderos rostros de Cristo. En la restauración de dos mil diecinueve se retiraron los cobertores de madera con los que el papa Benedicto XIII había protegido los escalones de mármol. Por unos días, los devotos pudieron clavar la rodilla directamente sobre la piedra, sin ningún intermediario.
Las imágenes del acontecimiento tienen su interés: losas ahuecadas por el centro; la piedra excavada por trabajo erosivo de cientos de miles de rótulas.
La humanidad es una fuerza geológica: ahí están el cambio climático y los proyectos de terraformación. Más discretamente, cada uno de nosotros es una pequeña fuente de abrasión y desgaste. Cuando no estemos, un observador meticuloso podrá adivinar, mirando el deterioro de nuestros zapatos, cómo caminábamos; incluso, por las muelas, nuestras angustias. Cuando murió mi abuela materna, recuperé de su casa algunos trastos inservibles: su cuchara, laboriosamente desgastada por su lado izquierdo. La taza de lata esmaltada, con el borde descascarillado por sus labios y dientes. También, la baraja de mi abuelo, con las esquinas ennegrecidas y casi despintadas.
Acostumbro a fijarme en la erosión de los edificios. Siempre hay un pasamanos aminorado y reluciente o unos escalones sin voladizo por culpa de algún torrente humano. En un verso machaconamente conocido, Machado dice que se hace camino al andar. Suele hacerse una interpretación metafórica (un vicio feísimo), aunque puede comprenderse literalmente. Basta con observar una vereda: la tierra se compacta bajo el peso de hombres y bestias, la vegetación desaparece por aplastamiento y, poco a poco, cuando la lluvia y el viento despejan los livianos granos de arena, en los márgenes comienza a despuntar el brillo de los minerales que aguardaban en el lecho.
Para ilustrar un obituario de Javier Marías, alguien empleó una foto de su despacho. La típica foto de escritor: libros por todas partes, estanterías a diestro y siniestro, bibelots variopintos, una máquina de escribir eléctrica (muerte el progreso, pero no mucho) y cigarrillo en la boca. Me fijé (tengo mis manías) en el lamentable estado del parqué. Bajo la silla, se dibujaba claramente un redondel grisáceo, causado por las cinco ruedecitas del asiento y por el pataleo del propietario. Una región cóncava, apenas unos centímetros por debajo del resto de la casa, bajo el baldaquín de la mesa. Una anomalía topográfica horadada sin pretenderlo: mientras el novelista escribe, las patas de la silla hacen el resto. Ris, ras.
El desgaste presagia la catástrofe. En un cuentecito del Cronopios, nos advierten: «Las hormigas se comerán a Roma, está dicho». Acechan, carcomiendo el mármol, el manantial que nutre las fuentes. Mineros silenciosos, a contracorriente de las aguas. La idea de Cortázar es descabellada, pero hermosa: para salvar una ciudad ahuecada (repleta de tuberías y catacumbas), hay que cegar las «horribles galerías» de los insectos. «Más difícil, más recogido y silencioso es el menester de horadar la piedra opaca bajo la cual serpentean las venas de mercurio, entender, a fuerza de paciencia la cifra de cada fuente, guardar en noches de luna penetrante una vigilia enamorada junto a los vasos imperiales, hasta que de tanto susurro verde, de tanto gorgotear como de flores, vayan naciendo las direcciones, las confluencias, las otras calles, las vivas».
Al unísono, el blando fluir acuático y el afilado (agudo, casi arisco) batallar de las tenazas de las hormigas deshacen los cimientos de la eterna urbe. Preservar los objetos es una tarea titánica (convengamos en que Roma, más que una ciudad, es un artefacto). Hace años, visitando la colección de tapices de La Granja, la guía nos relataba, horrorizada, cómo a algún botarate se le había ocurrido doblar un tapiz. El proceso tenía su aquel: cuando el humo los tiznaba, las lavanderas los llevaban al río y los frotaban. Eso no parecía espantar a nadie (la reverencia es un criterio con excepciones, por lo visto). Luego, los enrollaban, para que los hilos de oro y plata y se quebrasen. En el ejemplar plegado aún se veía la retícula, como cuando se desdobla, en casa, un mantel.
La lucha contra el desgaste es uno de los más curiosos empeños de la clase dominante. Pasa con los objetos más diversos. En el cementerio de Père Lachaise colocaron unas pantallas de cristal alrededor de la lápida de Jim Morrison, no sea que los fans la deterioraran a besos. Estatuas abrillantadas por el manoseo o las babas hay muchas: el morro del porcellino, la teta de la Julieta de Verona o la abultada entrepierna del anodino Víctor Noir. También, el pie derecho del san Pedro de Arnolfo di Cambio, al que a fuerza de devoción le han desaparecido los dedos de la sandalia derecha. La culpa es del papa. Parece que Pio IX creía en las propiedades milagrosas del bronce, porque concedió una indulgencia a los que venerasen pulgar de la imagen y, también, a los que oyesen el doblar de las campanas el viernes santo. Conviene hacer una precisión: si no estuviesen aminorados, estos cacharros nos darían igual. Solo su aparente debilidad (son monumentos públicos, el sumun del poder simbólico) los distingue de los anodinos mamotretos en honor al barrendero, al duque nosecuantitos o a la constitución de nosedonde.
Un pie débil anticipa un batacazo. Afortunadamente, el príncipe de los apóstoles lleva setecientos años bien apoltronado en su sillón marmóreo. Detrás de todo gran hombre hay una gran silla. No hay cardenal, reina o ministro que pose de pie. No en balde, a la sede de la autoritas se la llama «cátedra», que suena rimbombante pero significa lo mismo. La postura de estos personajes sedentes es, generalmente, así: la espalda contra el respaldo, la cabeza erguida y separada; las extremidades superiores siguiendo la ele que hacen los reposabrazos, las manos apretando el saliente o sujetando algún papelote. Las lumbares bien encajadas, las extremidades inferiores haciendo lo propio que sus homólogas. El cuerpo, bien adecuado al objeto: como un guante.
Las carnes de un papa o un emperador no se pueden dejar a merced de un taburete. El asiento debe de ser, simbólica y materialmente, comparable a su usuario. Recio, rotundo, que tenga que ser transportado por, al menos, un par de criados. Digo más: si es posible, que una vez instalado, no haya quien lo mueva. Los palacios tienen un salón del trono, las catedrales una sede: la silla permanece, los hombres pasan.
Me pregunto cómo chirriarán estas admirables poltronas cuando se las arrastra. Quizás sus gruesísimas patas tienen unos protectores especiales, confeccionados con la primera lana de corderos sin mácula por venerables tejedoras que moran encima de algún risco santo. Es un pensamiento sacrílego, lo admito: quien quiera mover la sede del poder quiere subvertir el orden del mundo. Para la reciente coronación del rey de Inglaterra se hizo traer desde Escocia la Piedra del Destino, aquella que, según la leyenda, sirvió de almohada a Jacob la noche en que soñó con la escalera angélica. El pedrusco se coloca en un compartimento del trono de san Eduardo. Hasta que no se lastra, el trono está incompleto y, por lo tanto, es mágicamente inútil.
El habla popular nos da una pista valiosa en esta pesquisa. Habrán escuchado la expresión «moverle la silla a alguien» como metáfora de la destitución. Para mitigar este elogio del estatismo, me gustaría ofrecer un contraejemplo. En el retrato de Jovellanos que pintó Goya, el político tiene una postura extrañísima: el codo contra la mesa, la cabeza sobre la mano, la espalda y las piernas en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Leyendo las imaginativas explicaciones que siempre ofrecen, con tanta solemnidad, los historiadores del arte, leo que es un remedo del capricho cuarenta y tres (El sueño de la razón produce monstruos), un intento de reflejar el carácter melancólico del protagonista o una referencia al frontispicio de un libro de Jean Jacques Rousseau. Me atrevo, en mi desvergüenza, a aportar un motivo más sencillo: al contrario que en los retratos de Inocencio X, Carlos V, Cánovas o la reina María Tudor, el asiento del buen Gaspar Melchor no tiene reposabrazos. Esta negligencia del ebanista tiene consecuencias catastróficas: libre de asideros, el cuerpo recuerda su autonomía. Miren el suelo del cuadro: unas líneas azules aparecen sobre el pavimento. La silla se ha arrastrado. Los surcos son inconfundibles. Imaginemos ahora el chirrido (a Goya le daría igual, porque estaba sordo): de repente, el cuadro comienza a ser molesto. Ñiiiic. Ñaaac. Jovellanos se acomoda: le duelen las lumbares.
Vuelve a arrastrar la silla. Un funcionario que pasa por allí menea la cabeza. Es el signo de una época.
publicado originalmente en el catálogo de la exposición Estrategias para modificar la huida de José M. Ruiz en el Espacio Iniciarte Córdoba, Junta de Andalucía, ISBN 978-84-9959-458-3
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