Hace unas semanas, los museos británicos dieron la campanada: se acabaron las «momias». Un portavoz del Museo Nacional de Escocia declaró al Daily Mail: «No es que “momia” sea incorrecto, pero es deshumanizante. Si usamos “persona momificada”, recordamos a nuestros visitantes que se trata de un ser humano». La dignificación, según entiendo, se queda en lo terminológico: las seguirán exhibiendo en sus escaparates, pero (finísimo matiz) bajo una nueva y misericordiosa cartela. Un cuerpo expoliado y amojamado al que le han sacado el cerebro metiéndole un hierro candente por las narices instantes antes de untarlo en natrón, como un pepinillo en vinagre. Tout est pardonné
Una de las conservadoras del Museo de Historia Natural de Newcastle (leo en El País) ha escrito concienciándonos de las barrabasadas que les hicieron a los cuerpos durante en el frenesí egiptomaníaco: clavetearlos para que se mantuviesen erguidos o vender entradas para asistir a las «fiestas de desembalaje» (un unboxing; no hay nada nuevo bajo el sol). Ya puestos, no olvidaría el precioso pigmento «marrón momia», que se conseguía machacando cadáveres en un mortero. Da un color carne maravilloso, claro.
Los ingleses son expertos en estas fechorías. El viejo truco del ilusionista: espectaculares aspavientos con una mano mientras, con la otra, te roban la cartera. Si devolviesen lo robado durante sus expediciones civilizatorias les quedaría un patrimonio museístico tan rico como su gastronomía; así que mejor tirar de cosmética y seguir jugando a ser la luz de las naciones.
No hay museo municipal que no quiera decolonizarse. El propósito es nobilísimo, conste, pero habrá que examinar qué hacen (y cómo) aquellas instituciones que quieran agenciarse la medalla para su pechera. El Museo Pitt Rivers de Oxford (esto lo leo en El Diario) ha devuelto los restos humanos de su colección y han destinado esas vitrinas vacías a explicar los motivos de esta decisión. El Museo Nacional Thyssen Bornemisza también parece estar inquieto con su propia colección. Como parte del ciclo «Visión y presencia», comisariado por Semíramis González, Agnes Essonti ejecutó la performance «Bayam Sellam», un recorrido por la colección con parada en algunas obras donde se representan personas racializadas. Allí, la artista leía algunos anuncios extraídos de la prensa, que ofrecían la compraventa de esclavos. Luego, bebía de una calabaza y proseguía. Guillermo Solana, el director, dijo durante la presentación del ciclo que pretenden hacer un examen de conciencia y una revisión de una institución profundamente patriarcal. Sic.
No sé si la propuesta de Essonti conmovió a los asistentes. Comunicación ha difundido un pequeño vídeo, donde se aprecia la solemnidad del recorrido. Sin embargo, por más que indago, no logro encontrar una sola línea que me asegure que el museo descolgará de sus escalofriantes paredes color salmón ninguna obra, ni que se acometerá ninguna reordenación de la colección, contextualización, ni nada que pase del «gesto».
No le pido al Thyssen que empiece a quemar retratos de esclavistas, quede claro, pero tiendo a sospechar de la eficacia de cualquier acción contestataria que una institución «tan profundamente patriarcal» acoja de buena gana. Me temo que ningún artista puede nada ante el cinismo de los fagocitadores que mantienen el statu quo y los grandes «gestos» de nuestro tiempo tienen la mala costumbre de quedarse en nada. Miren, el 15M entró en el Reina Sofía y tampoco es que pasase gran cosa. Puestos a hacer «examen de conciencia», yo iría devolviendo el pissarro afanado por los nazis, pero qué sé yo.
Para colmo de esperpentos y aprovechando los días de ARCO, las galerías Elba Benítez y David Zwirner han organizado una «catarata social» en San Antón, un templo del centro de Madrid conocido por ser el centro de operaciones del padre Ángel, ese cura oenegé aficionado a tomarse fotos con las élites capitalinas. El dichoso párroco ha convertido su iglesia en un monumento al pastiche en el que pueden refugiarse personas vulnerables. Entre un recortable a escala humana del papa de Roma y neones, Óscar Murillo ha metido unas pinturitas. Mira que molestarse en mover obra… ¡con lo fácil que hubiese sido subir una foto a Instagram dándole un abrazo a un pobre! Dulceida tiene mucho que enseñarnos. Malo será que no les den el Nobel de la paz, ex aequo.
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