Recuerdo que cuando llegué a Madrid todo el mundo repensaba. Fue una época extenuante. Las cavilaciones solo se interrumpían para estirar las piernas con una revitalizante deriva: por aquel entonces caminar era un acto de resistencia, un generador de cartografías y de archivos.
Los agentes artísticos (otro palabro) le hemos cogido gustillo a la multiplicación de los entes sin necesidad, y cada semestre aflora (solícita) una nueva remesa de asuntos importantísimos con la fecha de caducidad impresa al costado; mercancías infinitamente intercambiables en el empobrecido ultramarinos de las becas, los premios y las excusas curatoriales. La entrega de las artes plásticas al furor narrativo es un hecho notable: el proyecto se justifica siempre mediante un texto, en vez de por las cualidades particulares (intrínsecas) de la obra. Gracias a este ingenioso procedimiento, cualquier objeto es continuamente reciclable con las etiquetas adecuadas; pero para que la cocina de aprovechamiento dé los frutos esperados, es menester que los términos con los que comercia estén siempre desfondados o mal definidos. Recuerdo un colectivo de artistas cuyo trabajo era esencialmente crítico y discursivo que, de golpe y porrazo, descubrieron las maravillas «del hacer». Por supuesto, nadie que haga describiría su proceso con un sintagma preposicional y un infinitivo, pero el lenguaje tiene la capacidad de conjurar simulacros.
Si la artimaña es tan grosera, convendría preguntarse por qué funciona. De una parte, a todos nos gusta estar bien sintonizados con los hits del momento. Eso da mucha prestancia, ya seas una institución, un galerista o un comisario. Además, es más fácil evaluar una propuesta cuya cantinela ya nos suena que detenerse en algo que no repite un estribillo. De otra, sospecho que la adscripción a la moda del momento se asume, por parte de los programadores culturales, como un pecadillo irrelevante: este año tocan vampiros, el año pasado zombis y el que viene vuelven las raves. La cuestión fundamental es no seleccionar la propuesta demodé, no sea que quedemos como unos rancios.
Tampoco hay que minusvalorar el poder de la costumbre, que hace que las contradicciones internas y las imposturas pasen fácilmente desapercibidas. Una vez inaugurada la exposición What about La Huerta Murciana, con trabajos de dos gallegos y un extremeño y comisariada por un señor de Soria que hasta ayer estudiaba la representación de la migración de los estorninos en la pintura malaya, el enésimo documental sobre la precariedad firmado por un cineasta de apellido compuesto hijo de un virrey no llama tanto la atención.
En estas circunstancias, sería de agradecer una labor discriminadora de la crítica, pero lamentablemente estamos ocupados con el cultivo de metáforas, la redacción de crónicas publicitarias e inventando expresiones vaporosas y subjuntivas que nos permitan nadar y guardar la ropa al tiempo que informamos a nuestros esforzados lectores del nuevo renacimiento de la pintura, la escultura o de los últimos artistas jóvenes a los que hay que seguir la pista no se sabe bien por qué. Bastaría, no sé, con pedir a los admirables estudiosos de la noche, la ecoansiedad, lo líquido, lo vernáculo, lo sagrado, la alquimia o la pintura pura que definan exactamente qué entienden por esos sintagmas, no sea que estemos repensando antes de, simplemente, pensar.
Seguiremos con el asunto. Ah, y vayan con cuidado: un amigo se tropezó ayer con un espacio liminal y por poco se descalabra. Es una lástima, ya no quedan espacios normales.
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