En el verano de 1971, un joven francés llamado Phillipe Petit extendió un cable entre los campanarios de Notre Dame y caminó entre ellos. En el interior del templo se celebraba una ceremonia solemne: otros jóvenes rezaban postrados en el suelo. Pasados tres años y algunas otras peripecias, Petit logró colarse en el World Trade Center. Durante cuarenta y cinco minutos, paseó entre las dos torres. La escena fue asombrosa: un hombre diminuto de pie, sobre un hilo, en el vacío.
Asumiendo riesgos terribles y mediante una pericia extraordinaria, los funambulistas alumbran hazañas estériles. Caminar sobre el abismo que separa dos rascacielos no añade a la historia de la humanidad más que una anécdota excéntrica, intercambiable con la proeza de la mujer más tatuada del mundo o el individuo más obeso. Sin embargo (y al contrario que las anteriores), la imagen del muchacho sobre el alambre nos resulta cautivadora, porque teniendo todo para caerse, se sostiene.
En un momento extrañamente poético de las Meditaciones, Descartes describe su escepticismo como la incertidumbre de alguien que camina entre tinieblas, temiendo a cada paso caer. La precariedad y el peligro vuelven preciosas las cosas más comunes. En mis piernas se compensan, en este instante, las mismas fuerzas que en las de un equilibrista, y el más mínimo desajuste produciría el mismo resultado: nos precipitaríamos contra el suelo; pero aquello que apenas se sostiene evidencia, de un modo que nos parece bello, la resistencia ante la inevitable caída que nos espera a todos.
Tiene su gracia: Phillipe Petit ha sobrevivido a las Torres Gemelas y a los tejados de Nuestra Señora de París. Los edificios existieron lo suficiente para acoger un numerito de maña y tambaleo. Luego, entre un enorme estruendo, se vinieron abajo.
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En el aviso de la Perspectiva pictorum et architectorum (1693), Andrea Pozzo expone a sus lectores las maravillas de la técnica que está a punto de enseñarles. «El arte de la perspectiva engaña con admirable deleite al más perspicaz de los sentidos, que es la vista. Para ello, la pintura debe dar la situación y disminución justa a las figuras; y la mayor o menor viveza que conviene a los colores y a las sombras». Siguiendo su tratado, el neófito puede aprender (con creciente dificultad) a dibujar columnas, techos, paralelogramos de toda especie, frontones o molduras. Conociendo profundamente el arte de la arquitectura, dice el autor, se la podrá fingir mediante el cálculo y la geometría.
La historia del arte está plagada de triquiñuelas más o menos pomposas. Con más tiempo y espacio, podríamos recopilar un catálogo de objetos retratados por artistas aficionados al ilusionismo, que comenzase en la Villa de Livia en Prima Porta y pasase por el refectorio de Sánchez Cotán en la cartuja de Granada hasta llegar a De Chirico y compañía, tan hábiles artífices de cuadros que dan dolor de cabeza. Dada la ocasión que nos concierne, hagamos una parada en la Corea del XVIII, donde se puso de moda representar estudio de eruditos. Repasando la bibliografía, he encontrado desde la categoría general («munbangdo»), hasta la relación pormenorizada de subgéneros. Comúnmente se mencionan como «chaekgeori», que se traduce literalmente por «libros y cosas». No se andan por las ramas. Su florecimiento está ligado a la imposición de confucianismo (la «doctrina de los eruditos») y al incremento de las relaciones comerciales y culturales con China, Japón y los misioneros occidentales. La concurrencia de objetos que aparecen en estos bodegones depende esencialmente del destinatario de la obra (el género no solo fue popular entre los aristócratas): entre los montones de libros prolijamente apilados, normalmente con los lomos ocultos, se exhiben porcelanas, jades, macetas y floreros, plumas de pavorreal, fruta, velas o escribanías. A veces, los enseres se velan con cortinas añadidas por los pintores de mayor pericia. Estas obras de acumulación no solo se produjeron como paneles decorativos, sino que es frecuente encontrarlos pintados sobre biombos, de tal modo que, al desplegarse en acordeón, la disposición de los objetos adquiere una tridimensionalidad efectista.
Cualquier historiador del arte dejado el tiempo suficiente junto a una obra encontrará mensajes ocultos en los elementos que la componen. En este caso, leo que el narciso representa la longevidad; el melón, las granadas y las uvas, la fecundidad. Seguro que estas interpretaciones están firmemente fundadas, pero tiene que ser agotador que el frutero del cuadro que tienes en el despacho encierre tantísimos secretos. Parecería que la mera composición de espacios verosímiles repletos de cacharros se queda coja sin el apoyo de una narrativa. Grandes revelaciones emanando de un tenedor o una azucena. Los sentidos estarán muy bien, pero atienda usted al mensaje. Qué desperdicio, ¡con lo maravilloso que es un trasto!
fragmentos de Del equilibrio no me preguntes y Trastos y fullerías, publicados originalmente en septiembre del 2022 acompañando respectivamente las exposiciones Lucero de Cristina Mejías y La perspectiva curiosa de Gloria Martín Montaño.
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