CUARTILLAS
Divagaciones estéticas y materiales de estudio
Historial:
cuartilla #11 – el don de la ingravidez

En 1835 sir John Herschel, el inventor de la cianotipia, astrónomo hijo de astrónomo, estaba en Sudáfrica midiendo nebulosas. A miles de kilómetros, los atentísimos editores del New York Sun replicaban los artículos que el doctor Andrew Grant, compadre de sir John, mandaba al Edinburgh Journal of Science. Jamás se conoció tal pasión por la cosmología. En una tanda de seis artículos, el buen doctor relató cómo el costosísimo y sobredimensionado telescopio de su colega había sido capaz de otear la primorosa orografía selenita: lagos, olas que rompían contra playas de yeso, bosques de tejos cubiertos de líquenes, campos de amapolas encarnadas y «amatistas colosales de color clarete» se exhibían ante el catalejo más perspicaz que había producido el ingenio humano.
Quedaba lo mejor. Ajustando las lentes, los mirones descubrieron (infraganti) una manada de bisontes, unas cabras unicornias gráciles como antílopes («esta hermosa criatura nos brindó la diversión más exquisita»), grullas picudas, cigüeñas que habitaban en las crestas de los cráteres y templos suntuosos en torno a los que moraban unos simpáticos hombres murciélago. Para disfrute de los lectores, el texto (escrito en un inglés florido y prosopopéyico) se acompañaba con unas sensacionales litografías que ilustraban algunas escenas costumbristas y extraterrestres.

El remate es decepcionante. Herschel se enteró del asunto y lo desmintió, causando la ruina del editor neoyorquino. Pero obviemos esta minucia. Si repasan las publicaciones (con el menor esfuerzo, se encuentran digitalizadas), repararán en un detalle inquietante: aunque el telescopio debía fisgar a los selenitas con curiosidad cenital, tanto la narración como las ilustraciones narran los episodios mirándolos desde suelo. Ni la imaginación más calenturienta se libra de tiranía de la perspectiva.
Un mes antes, Edgar Allan Poe había dado a la prensa La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall, que contaba la historia del susodicho holandés, quien había construido un globo con periódicos sucios (para escándalo de los pulcros roterodamenses) y con él había llegado a la luna. «Restalló el parloteo de diez mil lenguas; un segundo más tarde, diez mil caras estaban vueltas hacia el cielo, diez mil pipas caían simultáneamente de la comisura de diez mil bocas y un grito solo comparable al rugido del Niágara resonaba larga, poderosa y furiosamente a través de la ciudad». Mientras se eleva (el trayecto dura unos días), el personaje escribe un diario con sus observaciones: el paulatino empequeñecimiento de la Tierra, el extraño amarilleamiento de la superficie y la pérdida de los contornos del mundo. En favor de la trama, el globo revienta cerca del satélite, ofreciéndole a nuestro protagonista la concreción de los perfiles lunares a velocidad de caída.

Es sorprendente que Poe se detenga en las visiones aéreas. Los globos aerostáticos, que causaron sensación a finales del XVIII, estaban pensados para verse desde abajo más que para mirar desde arriba. En el Prado se conserva un cuadro de Antonio Carnicero que refleja la ascensión de un globo Montgolfier en Aranjuez. La escena, pintada desde el lateral de la planicie, retrata a la concurrencia (frailes, majos, gentileshombres, damas y paisanas) formando un corro de cuellos estirados. En medio, alejándose de la tarima donde debió estar posado, un artefacto azul y dorado (colores imperiales) se eleva rodeado de banderones con los emblemas reales.
El engalanamiento del cacharro parece favorecer mi hipótesis. Leyendo la crónica del singular acontecimiento, aprendemos la cosa acabó mal: el piloto (un francés que había venido por capricho del infante don Gabriel) se estrelló, ganándose una pensión vitalicia y una cuantiosa propina «en atención a la desgracia que padeció en el Real Sitio». No he sabido de ningún artista que se animase a subir al canasto para pintar del natural, ignoro si por prudencia o por falta de interés. Probablemente, una planicie moteada de coronillas no hubiese recabado grandes elogios.

Las representaciones aéreas son inhumanas y, si me apuran, extravagantes. Ni a los ángeles, que lo tenían fácil, les dio por ello. El Kunsthistorisches Museum custodia una tabla de Jan Gossaert, llamado Mabuse, en la que se representa a san Lucas ejerciendo de pintor. En el tercio izquierdo, flotando entre nubes y aupada por querubines, posa María Santísima con el niño en brazos. Frente a ella, de rodillas y descalzo (como Moisés al toparse con la zarza), el evangelista dibuja con una plumilla mientras un ángel le guía la mano. Durante generaciones, los pintores siguieron las admoniciones del santo patrón (miren de frente, pinten prosternados; hasta el artificio debe tener sus límites: huid de las veleidades). Fue, hasta cierto punto, fácil: no tenían que enfrentarse a la irresistible tentación de la avioneta y el satélite.
publicado originalmente en el catálogo de la exposición En regiones tan claras, de Fernando Romero en el IAACC Pablo Serrano
cuartilla #10 – el fantasma en la máquina
La fiabilidad de los sentidos ha traído de cabeza a las mayores lumbreras de la humanidad. El problemón, de un brochazo, puede resumirse así: sin el sensorio ignoraríamos el mundo, pero ¿cómo librarnos de los espejismos? «He experimentado a veces que ellos me engañan, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado alguna vez»[1], escribe Descartes, rencoroso.

Unos siglos antes de las advertencias del filósofo (las prisas son la madre del error, etcétera), Tomás el Mellizo salió a hacer unos recados y se perdió el milagro. Como sucedáneo, le dieron una sinopsis. «Hemos visto al Señor». Él, antecesor del método hipotético-deductivo, los miró con suspicacia. ¿Sería una broma? ¿Habrían enloquecido por el miedo y la tristeza? Lo hizo célebre una desconfianza sensata: si no veo, si no toco, no creeré. El episodio tiene su miga. El apóstol no se conforma con un relato (la transformación de lo visto en lo oído): reclama el indicio de la vista y la confirmación del tacto.
Traigamos un ejemplo menos solemne. A Hergé le divertía el combo de equivocación más batacazo. Deambulando por los imaginarios desiertos del Khemed, Hernández y Fernández vieron un oasis en el horizonte, que, unas viñetas adelante, se les esfuma entre líneas serpenteantes. «–¡Canastos! ¡Era un espejismo! –¿Un espejismo…? ¡Vaya! Pensaba que los habían suprimido». El equívoco se repite un par de ocasiones hasta que, confiados, enfilan una palmera que se les incrusta en el parachoques[2].

Pero, aunque estuviésemos persuadidos de la infalibilidad del tacto, la parte tocable de la realidad es muy escasa: así, aprovechando que el olfato, el gusto y el oído están a medio civilizar, la visión ha impuesto su tiranía. Vivimos asediados por imágenes y todas dicen ser verdad.
La humanidad ha fantaseado durante siglos con la posibilidad de que imagen sea autora de sí misma. En la antigüedad se veneraron algunos artefactos en cuya hechura no había intervenido nadie. Herodiano menciona la piedra grabada de Emesa y la célebre estatua de Atenea, protectora de los troyanos[3]. Stoichita ha encontrado un hermoso antecedente de la fotografía en el paño de la Verónica: el rostro milagrosamente traspasado al lienzo, sin adulteraciones ni artificios. Omar Calabrese señala que, como tantas otras cosas en el cristianismo, la historia mezcla un pasaje del Evangelio de Nicodemo (un apócrifo) con una la leyenda (la de Paneas): «el héroe, mortalmente herido, imprime indeleblemente su rostro sobre un trapo, para legar este imperecedero recuerdo a su amada»[4]. En la cristiandad se veneran al menos seis iconos acheiropoieta (literalmente, no fabricados) del mesías. Una tradición piadosa y multiplicadora afirma que el retrato de la Verónica viajó doblado en cuatro pliegues, lo que hizo que se calcase en las capas superpuestas; otra, que las radiaciones singularísimas de la resurrección convierten el lino en un material fotosensible.

Skylitzes matritensis (c) BNE
Con estos antecedentes (y con semejante flexibilidad ontológica) es comprensible el entusiasmo que causó la fotografía en las seseras más imaginativas. Al fin y al cabo, si el prudente pueblo cristiano había creído a pies juntillas que ese careto, claramente dibujado por el iconógrafo menos habilidoso de su promoción, era sine manu facta, ¿quién iba a dudar de las inmaculadas imágenes que, para más inri, salían de las frías tripas de una máquina?
A los modernos les pirraba la cacharrería. Telescopios, autómatas, relojes, fuentes: todo engranaje era bueno. En 1600, las lentes causaban sensación. Hasta el mismísimo Descartes, patrón de los desconfiados, empieza su tratado de óptica afirmando que siendo «la vista el más universal y noble de los sentidos, no existe duda alguna de que las invenciones que puedan contribuir a dilatar su poder han de ser las más útiles […]. Pues estas lentes, llevando nuestra vista mucho más lejos de lo que estaba acostumbrada a alcanzar la imaginación de nuestros antepasados, parecen habernos abierto el camino para llegar a un conocimiento de la Naturaleza mucho más vasto y perfecto que el que ellos tuvieron»[5]. Caramba. La obsesión por los vidrios cóncavos y convexos desbarató familias e hizo peligrar imperios[6]. Leeuwenhoek, el inventor del microscopio, se aficionó a las lentes de aumento con los cuentahílos del negocio familiar (su padre comerciaba con tejidos, como el de Zurbarán). Para su ingenio empleó unas cuentas diminutas, que se lograban calentando un hilo de vidrio con la llama de una vela hasta formar una gota, que se dejaba precipitar sobre una superficie plana y luego se pulía. El método era tan falible que estas «esférulas» se vendían a granel para que el interesado pudiera desechar las inservibles[7].
Para mejorar su invento, Leeuwenhoek se entregó a desagradable tarea de diseccionar ojos. Su interés no era original: reputadísimos colegas se habían entretenido con los de las abejas o las garrapatas. Observando el ojo compuesto de las moscas, el padre Odierna concluyó que aquel sistema era capaz de recibir y percibir al mismo tiempo un gran número de imágenes y que, por tanto, los insectos ven dentro de los ojos y fuera del cerebro[8].

La idea habría fascinado a los primeros fotógrafos, particularmente a los aficionados a las realidades invisibles. Dice Gombrich que la fotografía liberó a la pintura del yugo de la figuración, y yo añado que ella intentó esquivar esta tarea tan pronto pudo. En 1896, Jakob von Narkiewicz-Jodko sujetaba una bobina eléctrica con una mano mientras posaba la otra en una placa fotográfica tratando de captar sus efluvios vitales. Un par de años después, Adrien Majewski y su esposa hicieron lo mismo, pero sin el calambrazo. Mientras tanto, Louis Darget e Hippolyte Baraduc intentaban fotografiar pensamientos colocando una diadema en la frente de sus voluntarios equipada con material fotosensible.

Lamentablemente, estos asombrosos descubrimientos fueron refutados con prontitud. En 1897, el jefe del servicio fotográfico de la Salpêtrière agradecía a Adrien Guèbhard su última batería de objeciones: se alegraba de poseer «la más bella colección posible de accidentes operatorios causados por la impericia del fotógrafo»[9].

Más allá de algunas ocurrencias excéntricas, los practicantes de esta fotografía heterodoxa y especulativa se aferraron a la honestidad que parecía prometerles la placa fotográfica. Muchos de sus experimentos empleaban cámaras simplificadas, cuando no, directamente, la película desnuda, enfrentada al mundo. Querían, como promete san Pablo, ver cara a cara, sin espejos[10]. Strindberg, el dramaturgo, intentó capturar los cielos «sans appareil ni lentille». Él mismo remitió algunas de estas impresiones, obtenidas con placas sumergidas en cubetas con revelador bajo la luz de las estrellas. «He trabajado como un demonio para capturar los movimientos de la luna y la apariencia real del firmamento en una placa de vidrio, ajena a nuestro ojo engañoso», dice en una de las cartas que dirigió al astrónomo Camille Flammarion[11].
Las celestrografías, aunque inútiles para cualquier propósito científico, son de una belleza inapelable. Lo mismo sucede con las imágenes de los efluvistas o con los pensamientos de Darget y Baraduc. Ambicionaron cazar, in fraganti, las esencias trascendentes del universo sin advertir, pobres, que solo estaban retratando el fantasma del interior de sus máquinas.

escrito para la exposición Aprieto los ojos en la oscuridad de Martínez Bellido en la galería Luis Adelantado de Valencia.
[1] René Descartes, Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Madrid: Alfaguara, 1977, p. 18.
[2] Cfr: Hergé, Tintín en el país del oro negro, Barcelona: Juventud, 1963. El álbum se publicó originalmente en 1950 y la secuencia cómica se repite en varias ocasiones. Hergé había hecho un chiste similar en El cangrejo de las pinzas de oro (publicado en 1943), en el que el capitán Haddock alucina con una enorme botella de champán en mitad del desierto del Sahara, «el país de la sed». Al lanzarse hacia ella, se da de bruces contra la arena.
[3] Cfr: Herodiano, Historia del imperio romano después de Marco Aurelio, Madrid: Gredos, 1985, pp. 244-265.
[4] Omar Calabrese, Las verónicas de Zurbarán: un ritual figurativo en La verónica de Zurbarán, Madrid: Casimiro, 2015, p. 20.
[5] René Descartes, Discurso del método, Dióptrica, Meteoros y Geometría, Madrid: Alfaguara, 1987, p. 59.
[6] «La fascinación por las lentes se extendía a toda la sociedad. Muchos habitantes de la República Neerlandesa y de otras partes deseaban fabricar lentes propias; algunos se entregaban a esa tarea “casi como fanáticos en su devoción”, tal como describía un biógrafo de Descartes a Claude Mydorge, buen amigo suyo. Mydorge, un matemático, dedicaba tanto tiempo a estudiar óptica y a hacer lentes además de espejos que desatendió del todo a su familia. […] En Inglaterra había suficiente número de personas puliendo y utilizando lentes como para que, incluso en 1658, el pensador político James Harrington pudiese afirmar que los sabios de Oxford sabían “hacer bien dos cosas: empequeñecer una nación y agrandar un piojo”», Laura J. Snyder, El ojo del observador, Barcelona: Acantilado, 2017, p. 158.
[7] Cfr: ibídem, p.161 y ss.
[8] Cfr: Ibídem, p. 173.
[9] Clément Chéroux, Breve historia del error fotográfico, México D.F.: Ediciones Ve, 2009, p. 165.
[10] 1 Cor 13, 12.
[11] Las celestografías y las notas que Strindberg hizo en los sobres pueden consultarse en la web de la Biblioteca Nacional de Suecia.
cuartilla #9 – no la debemos dormir
«No, no dejéis cerradas
las puertas de la noche,
del viento, del relámpago,
la de lo nunca visto.
Que estén abiertas siempre
ellas, las conocidas».
Salinas, La voz a ti debida
Desubicados. El duque de Calabria –de profesión virrey– armó un cancionero en Valencia que publicó en Venecia y se conserva en Upsala. Juan del Encina, Morales y una comparsa de anónimos aguantaron trescientos años los fríos escandinavos hasta que, en mil novecientos y poco, un malagueño reparó en ellos mientras andaba en misión diplomática. A veces, nadie está donde se le espera.

En la portada, dibujando una pirámide invertida, el título declara minuciosamente el contenido del volumen («para que puedan aprovechar los que a cantar comenzaren»); bajo el texto, separado por un florón, un ángel hace equilibrismos sobre un orbe alado. Carga una trompeta sobre el hombro izquierdo mientras mira, embelesado, la llama que sujeta con su mano derecha.
Uno de esos villancicos (capítulo cuatro voces, subsección navidad), arranca con un estribillo que dice: «no la debemos dormir, la noche santa, no la debemos dormir». La estrofa narra los desvelos de la virgen santísima, inquieta porque nadie le ha explicado cómo tratar a un bebé-dios. «Qué hará cuando al rey de luz inmensa parirá: si de su divina esencia temblará o qué le podrá decir». Luego, el coro repite: «no la debemos dormir…».
Velad, porque la luz está próxima y vendrá desmedida. La noche, dice Cirlot en el Diccionario de símbolos, «aún no es el día, pero lo promete y lo prepara». Al que camina entre tinieblas solo lo salva (lo libera) un fogonazo: de la noche surgirán todas las cosas, pero en ella no contiene ninguna. En la mística cristiana, la noche es al tiempo lo que el desierto al paisaje: una extensión estéril, que solo se transita para atravesarla.
***

Los almacenes de los museos están plagados de obras de temática nocturna. La mayoría son marinas (género deplorable) salpimentadas con barquitos a la luz de la luna y un espigón de figurante. Otras tantas son alegorías: señoras endiosadas rodeadas de simbolitos. El lucero vespertino, la media luna, una lechuza y Morfeo dando una cabezada. El Prado conserva los dos temples atiborrados de rosa y celeste que González Velázquez hizo para el «gabinete de descanso» y el antedormitorio (en este, se representa a la aurora) del Casino de la Reina. Las representaciones simbólicas gozan de la buena fama de los acertijos (¿un viejo con un león?, san Jerónimo; ¿una doña con los ojos vendados?, la fe), pero no distan mucho de los libros de vestiditos recortables. En el dieciocho se pirraban por estos tostones propagandísticos. Hay ejemplos delirantes: alegoría del concilio de Trento, de la casa real de no sé donde; el triunfo de la santa cruz (¿metáfora de la metáfora?, compro), tal conquista bélica o (lo juro) algún emocionante acto jurídico, como el regalo del Casino a Bárbara de Braganza por el ayuntamiento de Madrid.
Antes de estos excesos, Sebald Beham hizo un grabado delicadísimo de una muchacha que duerme sin taparse. A los pies de las cama, un cartelito reza: Die Nacht; a través de la ventana comparecen la luna y las estrellas. Sobre el cabecero, en versalitas latinas, una advertencia: la noche, el amor y el vino no son consejeros prudentes.
Because the night belongs to lovers, belongs to lust. El lúbrico pintor Pierre-Antoine Baudouin se pasó la vida retratando a amantes con las manos en la masa y señoras con las enaguas alborotadas. El Met conserva una aguada que nos viene al caso: sobre la hojarasca, entre la arboleda, un señor a la última moda de mil setecientos cincuenta se abalanza sobre el pronunciado escote de una dama con pelucón y corpiño. Sobre pedestal, una estatua de Cupido los mira, rijoso.

La oscuridad ampara las alegrías furtivas. «Gocémonos, Amado, / y vámonos a ver en tu hermosura / al monte y al collado, / do mana el agua pura; / entremos más adentro en la espesura», escribe san Juan. Sin luz que nos delate, cualquier rincón (el bosque o el acantilado) hace de refugio.
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Con el feliz advenimiento de la Modernidad (que tantos disgustos nos ha dado), la humanidad fue conquistando la vida noctámbula. Bajo el imperio de la razón y con las comodidades del alumbrado público, la noche se hizo manejable; incluso, atractiva. Borges, el cobarde, atribuye a «la alta noche» el descubrimiento de que los espejos tienen algo monstruoso. Las terribles fieras que acechan en las selvas oscuras huyen de la luz de las farolas (antes de llegar al verso sesenta, una pantera, un león y una loba amenazan a Dante) y dejan paso a monstruos más sibilinos y apetecibles, como el vampiro o el licántropo.

Sin miedo a las emboscadas ni a las quimeras, un ciudadano respetable puede pasear de madrugada por la ciudad. Quizás por los resabios del romanticismo o por el reciente interés en los ritmos circadianos, desconfiamos de los que no duermen de noche. El célebre (y anodino) cuadro de Hopper debe su fama a este prejuicio. ¿Es que esa gente no tiene nada mejor que hacer? ¿No tiene casa? El Museo del Louvre custodia algunas obritas de un tal Frederick Juncker. Son, en su mayoría, escenas campestres, pero hay una que llama la atención. Sobre mancha negrísima de perfiles angulosos, tres puntos claros iluminan tímidamente sus contornos. El título nos auxilia: Maisons dans la nuit. Con esfuerzo, se reconocen unas hileras de ventanas: parecen agujeros en un hueso. ¿Quién vivirá ahí? El mastuerzo de Hopper habría iluminado las estancias y, por algún balcón, asomaría la espalda de una zagala o la mollera de algún curioso. La estampa es terrible: los habitantes del barrio están atrapados en la férrea negritud del vecindario, enclaustrados en esos hogares oscuros.
***
No creo que ninguna escena nocturna supere en fama a la Ronda de noche de Rembrandt. Frans Banninck Cocq y Willem van Ruytenburgh movilizando a la tropa que escolta a María de Médicis, reina madre de Francia. El cuadro se pintó por encargo de la compañía de arcabuceros de la guardia cívica de Ámsterdam. Para darles gusto, se escenifican todas las habilidades de la milicia (cargar, apuntar, disparar, etcétera) y los personajes exhiben todo el armamento reglamentario. En una esquina cuelga un escudillo con el nombre de todos los que pagaron para que se les distinguiese el rostro (dinero bien invertido, si me preguntan). Entre la soldadesca calvinista, que se remueve a media luz, resplandece (con cara de pasmo) una niña rubia vestida de celeste; lleva al cinto un pollo atado por los pies. Leo que las garras doradas son el símbolo de la orgullosa compañía militar. Un inspirado autor de la Wikipedia (si es una cita, he sido incapaz de encontrarla), dice: «la niña no se encuentra en penumbra y las sombras no la tocan».

No es la primera vez que alguien se fascina de más con este cuadro. En 1975, un exaltado acuchilló la figura del capitán Cocq, asegurando que iba vestido de negro porque representaba al mismísimo diablo (el de blanco y dorado era, claro, el ángel encargado de vigilar al maligno).
Me temo que debo defraudarlos: la noche en la que rondan nuestros amigos herejes la provoca la mugre. Barniz oxidado y otras inmundicias. Al limpiarlo, se descubre que es una escena interior. A Platón le preguntaron si, en el reino de las ideas, había alguna para la roña que se acumula bajo las uñas. El tipo no respondió. El filósofo detestaba la pintura, porque la imagen no es ni la idea ni la cosa, sino un doble alejamiento (es de entender: en su época triunfaba el trampantojo). Creo que le hubiese hecho gracia esta anecdotilla: un triple alejamiento es una cosa digna de ver.
publicado originalmente por la galería Pradiauto con motivo de la exposición Solos en la noche pálida, de Carlos García-Alix, Lucía Gutiérrez Vázquez, Blanca Guerrero, Leopoldo Mata, Alejandro Villa-Durán.
cuartilla #8 – dejar rastro, tomar asiento

Hace unos años, los conservadores de la Scala Santa, una de las dudosas reliquias de la pasión que se amontonan en Roma, se pusieron a restaurar. Habían pasado trescientos años de los últimos cuidados. Los (supuestos) peldaños de la residencia de Poncio Pilato salieron de Tierra Santa en el siglo IV, cuando santa Elena, la madre del emperador Constantino, decidió expoliar toda la provincia de Judea no sea que se desperdiciase algún canto rodado pisado por el mismísimo redentor.
Durante siglos, miríadas de peregrinos acudieron a la ciudad eterna atraídos por el brillo de las reliquias y la venta de indulgencias. Aprovechando el viaje, los devotos subían de rodillas la escalera, en oración y penitencia. Una vez arriba, podían contemplar el icono del Santísimo Salvador «Acheiropoieton», es decir, «no pintado por mano humana»: otro de los verdaderos rostros de Cristo. En la restauración de dos mil diecinueve se retiraron los cobertores de madera con los que el papa Benedicto XIII había protegido los escalones de mármol. Por unos días, los devotos pudieron clavar la rodilla directamente sobre la piedra, sin ningún intermediario.
Las imágenes del acontecimiento tienen su interés: losas ahuecadas por el centro; la piedra excavada por trabajo erosivo de cientos de miles de rótulas.
La humanidad es una fuerza geológica: ahí están el cambio climático y los proyectos de terraformación. Más discretamente, cada uno de nosotros es una pequeña fuente de abrasión y desgaste. Cuando no estemos, un observador meticuloso podrá adivinar, mirando el deterioro de nuestros zapatos, cómo caminábamos; incluso, por las muelas, nuestras angustias. Cuando murió mi abuela materna, recuperé de su casa algunos trastos inservibles: su cuchara, laboriosamente desgastada por su lado izquierdo. La taza de lata esmaltada, con el borde descascarillado por sus labios y dientes. También, la baraja de mi abuelo, con las esquinas ennegrecidas y casi despintadas.
Acostumbro a fijarme en la erosión de los edificios. Siempre hay un pasamanos aminorado y reluciente o unos escalones sin voladizo por culpa de algún torrente humano. En un verso machaconamente conocido, Machado dice que se hace camino al andar. Suele hacerse una interpretación metafórica (un vicio feísimo), aunque puede comprenderse literalmente. Basta con observar una vereda: la tierra se compacta bajo el peso de hombres y bestias, la vegetación desaparece por aplastamiento y, poco a poco, cuando la lluvia y el viento despejan los livianos granos de arena, en los márgenes comienza a despuntar el brillo de los minerales que aguardaban en el lecho.
Para ilustrar un obituario de Javier Marías, alguien empleó una foto de su despacho. La típica foto de escritor: libros por todas partes, estanterías a diestro y siniestro, bibelots variopintos, una máquina de escribir eléctrica (muerte el progreso, pero no mucho) y cigarrillo en la boca. Me fijé (tengo mis manías) en el lamentable estado del parqué. Bajo la silla, se dibujaba claramente un redondel grisáceo, causado por las cinco ruedecitas del asiento y por el pataleo del propietario. Una región cóncava, apenas unos centímetros por debajo del resto de la casa, bajo el baldaquín de la mesa. Una anomalía topográfica horadada sin pretenderlo: mientras el novelista escribe, las patas de la silla hacen el resto. Ris, ras.
El desgaste presagia la catástrofe. En un cuentecito del Cronopios, nos advierten: «Las hormigas se comerán a Roma, está dicho». Acechan, carcomiendo el mármol, el manantial que nutre las fuentes. Mineros silenciosos, a contracorriente de las aguas. La idea de Cortázar es descabellada, pero hermosa: para salvar una ciudad ahuecada (repleta de tuberías y catacumbas), hay que cegar las «horribles galerías» de los insectos. «Más difícil, más recogido y silencioso es el menester de horadar la piedra opaca bajo la cual serpentean las venas de mercurio, entender, a fuerza de paciencia la cifra de cada fuente, guardar en noches de luna penetrante una vigilia enamorada junto a los vasos imperiales, hasta que de tanto susurro verde, de tanto gorgotear como de flores, vayan naciendo las direcciones, las confluencias, las otras calles, las vivas».
Al unísono, el blando fluir acuático y el afilado (agudo, casi arisco) batallar de las tenazas de las hormigas deshacen los cimientos de la eterna urbe. Preservar los objetos es una tarea titánica (convengamos en que Roma, más que una ciudad, es un artefacto). Hace años, visitando la colección de tapices de La Granja, la guía nos relataba, horrorizada, cómo a algún botarate se le había ocurrido doblar un tapiz. El proceso tenía su aquel: cuando el humo los tiznaba, las lavanderas los llevaban al río y los frotaban. Eso no parecía espantar a nadie (la reverencia es un criterio con excepciones, por lo visto). Luego, los enrollaban, para que los hilos de oro y plata y se quebrasen. En el ejemplar plegado aún se veía la retícula, como cuando se desdobla, en casa, un mantel.

Rogier van der Weyden, ca 1460
La lucha contra el desgaste es uno de los más curiosos empeños de la clase dominante. Pasa con los objetos más diversos. En el cementerio de Père Lachaise colocaron unas pantallas de cristal alrededor de la lápida de Jim Morrison, no sea que los fans la deterioraran a besos. Estatuas abrillantadas por el manoseo o las babas hay muchas: el morro del porcellino, la teta de la Julieta de Verona o la abultada entrepierna del anodino Víctor Noir. También, el pie derecho del san Pedro de Arnolfo di Cambio, al que a fuerza de devoción le han desaparecido los dedos de la sandalia derecha. La culpa es del papa. Parece que Pio IX creía en las propiedades milagrosas del bronce, porque concedió una indulgencia a los que venerasen pulgar de la imagen y, también, a los que oyesen el doblar de las campanas el viernes santo. Conviene hacer una precisión: si no estuviesen aminorados, estos cacharros nos darían igual. Solo su aparente debilidad (son monumentos públicos, el sumun del poder simbólico) los distingue de los anodinos mamotretos en honor al barrendero, al duque nosecuantitos o a la constitución de nosedonde.
Un pie débil anticipa un batacazo. Afortunadamente, el príncipe de los apóstoles lleva setecientos años bien apoltronado en su sillón marmóreo. Detrás de todo gran hombre hay una gran silla. No hay cardenal, reina o ministro que pose de pie. No en balde, a la sede de la autoritas se la llama «cátedra», que suena rimbombante pero significa lo mismo. La postura de estos personajes sedentes es, generalmente, así: la espalda contra el respaldo, la cabeza erguida y separada; las extremidades superiores siguiendo la ele que hacen los reposabrazos, las manos apretando el saliente o sujetando algún papelote. Las lumbares bien encajadas, las extremidades inferiores haciendo lo propio que sus homólogas. El cuerpo, bien adecuado al objeto: como un guante.
Las carnes de un papa o un emperador no se pueden dejar a merced de un taburete. El asiento debe de ser, simbólica y materialmente, comparable a su usuario. Recio, rotundo, que tenga que ser transportado por, al menos, un par de criados. Digo más: si es posible, que una vez instalado, no haya quien lo mueva. Los palacios tienen un salón del trono, las catedrales una sede: la silla permanece, los hombres pasan.

Me pregunto cómo chirriarán estas admirables poltronas cuando se las arrastra. Quizás sus gruesísimas patas tienen unos protectores especiales, confeccionados con la primera lana de corderos sin mácula por venerables tejedoras que moran encima de algún risco santo. Es un pensamiento sacrílego, lo admito: quien quiera mover la sede del poder quiere subvertir el orden del mundo. Para la reciente coronación del rey de Inglaterra se hizo traer desde Escocia la Piedra del Destino, aquella que, según la leyenda, sirvió de almohada a Jacob la noche en que soñó con la escalera angélica. El pedrusco se coloca en un compartimento del trono de san Eduardo. Hasta que no se lastra, el trono está incompleto y, por lo tanto, es mágicamente inútil.

El habla popular nos da una pista valiosa en esta pesquisa. Habrán escuchado la expresión «moverle la silla a alguien» como metáfora de la destitución. Para mitigar este elogio del estatismo, me gustaría ofrecer un contraejemplo. En el retrato de Jovellanos que pintó Goya, el político tiene una postura extrañísima: el codo contra la mesa, la cabeza sobre la mano, la espalda y las piernas en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Leyendo las imaginativas explicaciones que siempre ofrecen, con tanta solemnidad, los historiadores del arte, leo que es un remedo del capricho cuarenta y tres (El sueño de la razón produce monstruos), un intento de reflejar el carácter melancólico del protagonista o una referencia al frontispicio de un libro de Jean Jacques Rousseau. Me atrevo, en mi desvergüenza, a aportar un motivo más sencillo: al contrario que en los retratos de Inocencio X, Carlos V, Cánovas o la reina María Tudor, el asiento del buen Gaspar Melchor no tiene reposabrazos. Esta negligencia del ebanista tiene consecuencias catastróficas: libre de asideros, el cuerpo recuerda su autonomía. Miren el suelo del cuadro: unas líneas azules aparecen sobre el pavimento. La silla se ha arrastrado. Los surcos son inconfundibles. Imaginemos ahora el chirrido (a Goya le daría igual, porque estaba sordo): de repente, el cuadro comienza a ser molesto. Ñiiiic. Ñaaac. Jovellanos se acomoda: le duelen las lumbares.
Vuelve a arrastrar la silla. Un funcionario que pasa por allí menea la cabeza. Es el signo de una época.
publicado originalmente en el catálogo de la exposición Estrategias para modificar la huida de José M. Ruiz en el Espacio Iniciarte Córdoba, Junta de Andalucía, ISBN 978-84-9959-458-3
cuartilla #7 – naufragios

Siempre ha habido incompetentes. Un tal Chaumareys, de profesión vizconde, se las arregló para comandar una flotilla con destino a Senegal. Llevaba a un filósofo como asesor, decisión que suele acarrear grandes calamidades. Guiado por la ignorancia y las prisas, encalló su fragata en un banco de arena: su metafísico había confundido unos nubarrones con el puerto de Cabo Blanco.
Para colmo de desgracias, se desató un temporal. En un último acto de heroísmo, el capitán embarcó junto a su séquito en los pocos botes disponibles y amontonó al resto del pasaje en una balsa armada con sogas y tablones. Aunque intentaron remolcarlos hasta la costa, tan pronto la mar se puso brava cortaron los cabos y les desearon buena suerte. Casi ciento cincuenta personas quedaron a la deriva, pertrechadas con un paquete de galletas y vino en vez de agua. El armatoste medía unos veinte metros de largo por siete de ancho. La primera noche murieron veinte a causa de la desesperación y las riñas. Para la cuarta jornada, la tripulación había menguado a la mitad. Otro barco del convoy los encontró doce días después de pura casualidad: no conocían el rumbo de Chaumareys y nadie había ordenado ningún rescate. Quedaban quince.

Uno puede pasearse por las salas rojas del Louvre y contemplar el cuadro que Géricault dedicó a la tragedia sin enterarse de la catástrofe. Es un cuadro mastodóntico (casi cinco metros por siete) y amarillento, como si estuviese alumbrado con esas bombillas que ponen en las pescaderías. El pintor compuso la escena con cuerpos de cadáveres (modelos involuntarios) a los que superpuso la jeta de sus amigos. Leo que el de abajo a la izquierda es Eugène Delacroix. Menuda fechoría: profanan tu cuerpo y el crédito se lo lleva otro.
Para documentarse, Géricault se entrevistó con dos supervivientes. Savigny y Corréard (respectivamente, médico e ingeniero) publicaron una memoria del desaguisado que se convirtió en un pequeño éxito editorial. En las primeras páginas, incluyeron un esquema de la balsa, pintada del natural. El Louvre conserva muchos materiales preparatorios del cuadro. En uno de esos papeles se ve a un caníbal alimentándose mientras otros pasajeros se pelean. Sin embargo, el pintor decidió cambiar la violencia por abatimiento y desesperación. Las víctimas, ya se sabe, no deben contener trazas de inmoralidad. La escena pintada resulta extrañísima, casi mitológica (esto es, extemporánea). En la franja inferior, un hombre mira resignado las honduras del mar, que es la muerte. Lleva un harapo como velo, al modo de los pontífices imperiales. En el otro extremo, sus compañeros agitan los brazos al divisar un barco (apenas una mota) en el horizonte. Los personajes se abalanzan unos sobre otros en una coreografía ineficiente: algunos, más que pedir socorro, saludan a la espalda del que tienen delante. Las pieles, en vez de enrojecidas y cuarteadas, tienen un aspecto blanquecino y exangüe. En la proa, un haitiano agita un pañolón (todos los negros del cuadro son un mismo modelo, un tal Joseph le negre, cuya biografía se agota en el epíteto). La pose remeda a la de esos tritones del barroco que tocan la caracola en las fuentes romanas.

La pintura histórica es un acreditado engañabobos. Todos los esfuerzos de Géricault (incluido, el de soportar el hedor de la morgue en la que convirtió su estudio) nos distraen, una y otra vez, del hecho representado. Tampoco ayuda que el barco se llamase Meduse. Repasando la tela, uno se acuerda de los cuerpos serpenteantes que trepan como sabandijas en el grabado de Doré sobre el diluvio, de Menelao sosteniendo el cuerpo inerte de Patroclo o, incluso, de la pose meditabunda del ángel de la melancolía que dibujó Durero. ¿De los náufragos? Nadie. Los del cuadro podrían ser cualquiera, menos los que fueron.
fragmento de Los naúfragos, nadie, escrito para la exposición Tableau Vivant de Clara Carvajal en Espacio Valverde.
cuartilla #6 – cosmética, museos y lavados de cara

Hace unas semanas, los museos británicos dieron la campanada: se acabaron las «momias». Un portavoz del Museo Nacional de Escocia declaró al Daily Mail: «No es que “momia” sea incorrecto, pero es deshumanizante. Si usamos “persona momificada”, recordamos a nuestros visitantes que se trata de un ser humano». La dignificación, según entiendo, se queda en lo terminológico: las seguirán exhibiendo en sus escaparates, pero (finísimo matiz) bajo una nueva y misericordiosa cartela. Un cuerpo expoliado y amojamado al que le han sacado el cerebro metiéndole un hierro candente por las narices instantes antes de untarlo en natrón, como un pepinillo en vinagre. Tout est pardonné
Una de las conservadoras del Museo de Historia Natural de Newcastle (leo en El País) ha escrito concienciándonos de las barrabasadas que les hicieron a los cuerpos durante en el frenesí egiptomaníaco: clavetearlos para que se mantuviesen erguidos o vender entradas para asistir a las «fiestas de desembalaje» (un unboxing; no hay nada nuevo bajo el sol). Ya puestos, no olvidaría el precioso pigmento «marrón momia», que se conseguía machacando cadáveres en un mortero. Da un color carne maravilloso, claro.
Los ingleses son expertos en estas fechorías. El viejo truco del ilusionista: espectaculares aspavientos con una mano mientras, con la otra, te roban la cartera. Si devolviesen lo robado durante sus expediciones civilizatorias les quedaría un patrimonio museístico tan rico como su gastronomía; así que mejor tirar de cosmética y seguir jugando a ser la luz de las naciones.
No hay museo municipal que no quiera decolonizarse. El propósito es nobilísimo, conste, pero habrá que examinar qué hacen (y cómo) aquellas instituciones que quieran agenciarse la medalla para su pechera. El Museo Pitt Rivers de Oxford (esto lo leo en El Diario) ha devuelto los restos humanos de su colección y han destinado esas vitrinas vacías a explicar los motivos de esta decisión. El Museo Nacional Thyssen Bornemisza también parece estar inquieto con su propia colección. Como parte del ciclo «Visión y presencia», comisariado por Semíramis González, Agnes Essonti ejecutó la performance «Bayam Sellam», un recorrido por la colección con parada en algunas obras donde se representan personas racializadas. Allí, la artista leía algunos anuncios extraídos de la prensa, que ofrecían la compraventa de esclavos. Luego, bebía de una calabaza y proseguía. Guillermo Solana, el director, dijo durante la presentación del ciclo que pretenden hacer un examen de conciencia y una revisión de una institución profundamente patriarcal. Sic.
No sé si la propuesta de Essonti conmovió a los asistentes. Comunicación ha difundido un pequeño vídeo, donde se aprecia la solemnidad del recorrido. Sin embargo, por más que indago, no logro encontrar una sola línea que me asegure que el museo descolgará de sus escalofriantes paredes color salmón ninguna obra, ni que se acometerá ninguna reordenación de la colección, contextualización, ni nada que pase del «gesto».
No le pido al Thyssen que empiece a quemar retratos de esclavistas, quede claro, pero tiendo a sospechar de la eficacia de cualquier acción contestataria que una institución «tan profundamente patriarcal» acoja de buena gana. Me temo que ningún artista puede nada ante el cinismo de los fagocitadores que mantienen el statu quo y los grandes «gestos» de nuestro tiempo tienen la mala costumbre de quedarse en nada. Miren, el 15M entró en el Reina Sofía y tampoco es que pasase gran cosa. Puestos a hacer «examen de conciencia», yo iría devolviendo el pissarro afanado por los nazis, pero qué sé yo.
Para colmo de esperpentos y aprovechando los días de ARCO, las galerías Elba Benítez y David Zwirner han organizado una «catarata social» en San Antón, un templo del centro de Madrid conocido por ser el centro de operaciones del padre Ángel, ese cura oenegé aficionado a tomarse fotos con las élites capitalinas. El dichoso párroco ha convertido su iglesia en un monumento al pastiche en el que pueden refugiarse personas vulnerables. Entre un recortable a escala humana del papa de Roma y neones, Óscar Murillo ha metido unas pinturitas. Mira que molestarse en mover obra… ¡con lo fácil que hubiese sido subir una foto a Instagram dándole un abrazo a un pobre! Dulceida tiene mucho que enseñarnos. Malo será que no les den el Nobel de la paz, ex aequo.