Andrés García Vidal, Christian Lagata, Julia Martos y Violeta Mayoral
exposición de los trabajos producidos durante el 6º programa de investigación y producción del C3A
Los cantes de la Serneta[1] nos han llegado en la voz de otros, como esa soleá que dice: «Fui piedra y perdí mi centro | y me arrojaron al mar | y a fuerza de mucho tiempo | mi centro vine a encontrar». Es una coplilla enigmática. Alude, supuestamente, a la costumbre de desechar las piedras de molino en caudales de agua, para que las consumiese la erosión. A saber.
De ser así, estamos ante un reciclaje frustrado, porque la piedra de la Serneta no solo no desaparece, sino que, como en un viaje iniciático o en una epopeya, retorna a un lugar que es, a la vez, otro y el mismo. «Todos los seres», escribe Guénon, «que en esencia dependen de su Principio, consciente o inconscientemente han de aspirar a retornar a él»[2]. La estructura de la soleá parece apoyar esta afirmación porque, como se sabe, el cante se remata repitiendo los dos primeros versos, devolviéndonos, en su final, al inicio.
Pero, ¿cómo demonios se regresa al origen perdido? En la entrada «centro» del Diccionario de símbolos, Cirlot rescata una encantadora leyenda china. «El reino de los Hua Hsu está al oeste del extremo oeste, al norte del extremo norte. No puede llegarse allí ni por la fuerza de buques o de carruajes, ni andando. Solo se llega por el vuelo del espíritu. Este país no tiene soberano: todo se hace por sí solo. No se conoce la alegría de la vida ni el horror de la muerte. No se conoce ni la evitación de lo repulsivo ni la busca de lo grato. Nadie tiene una preferencia, nadie tiene una aversión. Entran en el agua y no se ahogan, pasan por el fuego y no se queman; suben por el aire como se anda por la tierra; descansan en el espacio vacío como se duerme en un lecho; nubes y nieblas no velan su mirada. El rodar de los truenos no ensordece su oído. Ni la belleza ni la fealdad deslumbran su corazón»[3]. Más allá de la fantasía, la historia ilustra bellamente una verdad paradójica: en su apariencia simplísima y clara, la noción de centro enmascara una naturaleza difícilmente aprensible: ser el origen de todo y, por tanto, no ser ninguna de las cosas que de él emanan.
Estar descentrado es una cosa molestísima. Desde los comienzos de la humanidad, nuestros antepasados se esforzaron por encontrar un lugar desde el que orientarse[4]. Sin él, todo es caos, y en el caos no se puede sobrevivir. Santuarios, meteoritos, palacios o montañas[5] fueron el ombligo del mundo, el lugar indubitable desde el que los dioses y los hombres ordenaban y sometían el espacio. Puestos a decretar algo tan relevante, mejor hacerlo sobre algo inmóvil e imperecedero. «La piedra», resume Cirlot, «es un símbolo del ser, de la cohesión y de la conformidad consigo mismo. Su dureza y su duración impresionaron a los hombres desde siempre, quienes vieron en la piedra lo contrario de lo biológico, sometido a las leyes del cambio, la decrepitud y la muerte, pero también lo contrario al polvo, la arena y las piedrecillas, aspectos de la disgregación»[6].
Las rocas, ya hayan caído del cielo o emergido desde las profundidades de la tierra, son conscientes de su poderío y reclaman su lugar tan pronto se las desplaza. He ahí el famoso berrinche del salmo: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular»[7]; menos solmenes, pero igual de testarudas son la * en el zapato, la * de tropiezo o, incluso, las * del riñón.
En su testamento, el padre Sigüenza y Góngora, un jesuita novohispano que vivió en el siglo XVII, ordena a su albacea que entregase su cadáver a los cirujanos, que habrían de encontrar en su vejiga o en sus riñones «una piedra grandísima, que es lo que me ha de quitar la vida»[8]. Esta afectación mineral del cuerpo es interesante. Más allá de las petrificaciones (la mirada de Medusa convierte al titán Atlas en un monte[9], la mujer de Lot se transforma en una estatua de sal al volver la mirada sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra[10], etcétera), las gemas y los cristales de roca han servido como potenciadores del cuerpo. En su libro sobre la magia medieval, Kieckheferescribe: «A los relicarios con huesos de santos se les incrustaron piedras algunas veces, presumiblemente para rendir honores al santo que se guardaba allí, y posiblemente para aumentar los poderes maravillosos de las reliquias»[11]. En esa época tuvieron gran popularidad los lapidarios, manuales que detallan (más bien, inventan) las cualidades extraordinarias de algunos entes del mundo mineral. Así, el zafiro, que es inherentemente frío, reduce la fiebre y la sudoración y un imán, colocado sobre la cabeza, delata a los adúlteros[12]. A Alfonso X de Castilla se le atribuye uno de estos tratados, en el que se mencionan varias piedras que, según el signo del zodíaco que impere, emergen sobre el mar. La de libra es «amarilla muy tinta y goteada de gotas cárdenas», la de escorpio es blanca y clara, y «aborrece la sal tanto, que bien parece que ha entrambas gran enemistad»; la de géminis, «de muchas colores departidas, y es de gran resplandor; y fuerte y dura de quebrantar»[13]. No sé si la piedra de la Serneta sería alguno de estos minerales mágicos que ascienden o se ocultan en las aguas según el designio de los astros.
Pareciera que no, porque ella solo consigue centrarse «a fuerza de mucho tiempo». Conviene detenerse en esto: la piedra no se (re)centra «después de», sino «a fuerza de»; las horas no transcurren amigablemente, sino de manera trabajosa y árida. Poca sorpresa: lo propio del tiempo es crear y destruir («que consumes todas las cosas y de nuevo tú mismo las aumentas», dice el himno órfico a Crono[14]) y aquí no caben delicadezas.
No sabemos, sin embargo, si la piedra exiliada[15] añora la centralidad perdida o simplemente retorna a ella porque todas las cosas terminan en su comienzo. «Volver al mar es como retornar a la madre», nos dice Cirlot[16]. Ambas hipótesis me parecen válidas, aunque prefiero atender al modo en que se canta esta historia. La soleá, escribe Pedro Lópeh, «es un cante doliente, lastimero, pero al contrario que otros palos quejumbrosos, mantiene el compás de una forma inexorable. La soleá camina sobre la tierra, no se eleva»[17]. Me tranquiliza esta literalidad. Valente cita en La piedra y el centro el Cántico de Juan de la Cruz[18] sugiriendo que el centro siempre ha estado en el interior de la piedra. «Diremos que la piedra está en el más profundo centro suyo»[19]. Qué suerte. Yo miro a mis adentros y encuentro vísceras, pero ninguna certeza.
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Fui piedra y perdí mi centro reúne los trabajos producidos durante el VI Programa de Investigación y Producción C3A. Los trabajos de los artistas residentes no han sido dirigidos con el objetivo de procurar una exposición coherente, pero en sus resultados encontramos, felizmente, preocupaciones compartidas.
En la Sierra Grande de Hornachos perviven estructuras hidráulicas de origen andalusí: acequias escarbadas en la tierra, canales y pozos por los que sigue corriendo el agua. En la ladera de la montaña hay un huerto de limoneros donde cantan las chicharras. Al caer el día, la cámara se adentra en la hondura de un pozo. El croar de las ranas se agudiza y una noria herrumbrosa gira lastimeramente. El sonido se densifica y, en cierto momento, resulta amenazador. Bajo el suelo, en la oscuridad, avanzamos por un acueducto largo y viejo que se estrecha. Resuena el borboteo del agua y se acaban las imágenes.
Túnel de estrellas es una investigación sonora y visual en torno a los ingenios para el aprovechamiento del agua, su supervivencia y la historia que se condensa en ellos. Los caudales de agua, grandes o pequeños, están cargados de significado. Por ejemplo, inducen a la melancolía. «Sobre los canales de Babilonia nos sentábamos a llorar con nostalgia de Sión», dice el salmista[20]. «Del Giordano le rive saluta, di Sionne le torri atterrate… Oh mia patria sì bella e perduta! Oh membranza sì cara e fatal!», escribe Verdi en el célebre coro de los esclavos de Nabucco. Puede que este sentimiento se justifique con la enseñanza de Heráclito: «En los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos»[21].
Esta contradicción identitaria es especialmente notable en las regiones pobladas por moriscos. Sus habitantes, descendientes de aquellos musulmanes bautizados a la fuerza, han tenido que reivindicarse históricamente como cristianos, considerando a sus ancestros unos invasores originarios –por más que llevasen siglos viviendo apaciblemente en esas tierras. En la conversación que acompaña a la instalación principal, escuchamos al interlocutor (un vecino) narrar los espantajos con los que sus mayores lo amenazaban si se metía a explorar los túneles y pasadizos: los moros y los republicanos echados al monte, que le chuparían la sangre. Ambos enemigos son terribles porque son la visión desfigurada de sus semejantes.
Esta violencia (¿de qué otro modo se convence a un pueblo de que lo propio es despreciable sino machacándolo durante generaciones?) aparece en la pieza de Andrés García Vidal (Sevilla, 1991) de un modo persistente y agresivo, a través del sonido insistente de los ruidos de la noche. Por momentos, el espectador, sentado en el habitáculo en que se exhibe la pieza, puede sentirse irritado, molesto o intimidado, aunque a la vez se le ofrezcan acequias por las que baja jovialmente el agua o inocuos anfibios en una charca. Hay una presencia ominosa que, bajo el amarillo de los limones y la alegría de las huertas, persiste en las entrañas del territorio.
Se llaman «caminos del deseo» a esas veredas que surgen espontáneamente en los parques y prados: miles de pasos se ponen de acuerdo para trazar una senda al margen de los urbanistas. Las piezas de Violeta Mayoral (Almería, 1988) parecieran querer huir del mamotreto de hormigón armado que es la sede del C3A. En la mitad de la sala, unas maderas dobladas dibujan el recodo de un camino: el fragmento de un atajo que cruza el centro desde la entrada hasta el jardín. Si el visitante lo sigue, se topará con un mirador que encara a unos naranjos. Lamentablemente, un cristal blindado le cerrará el paso. Los árboles están cerca, aunque inaccesibles. No se apure, puede salir del edificio y acercarse a los frutales. En ellos, encontrará unas ramas injertadas, dispuestas para que alguien, en algún momento, pueda comer una fruta dulce de un árbol amargo. El deseo se paga con incertidumbre: aunque la artista haya procurado esa sustitución en las ramas, su supervivencia y fructificación no está garantizada. Los hipotéticos resultados de esta operación aparecen prefigurados en las dos pequeñas fotografías colgadas en la entrada de la sala. En una, una naranja pelada aún sigue sujeta al árbol. En otra, sobre la mesa de trabajo, la piel, vuelta delicadamente del revés y sujeta con una goma.
Las obras que componen Un camino con dos curvas desafían, con sus uniones endebles y en su equilibrio precario, la rotundidad grosera del edificio que las acoge. Frente su a estatismo, ellas se interpelan vivazmente: el color naranja de las fotografías conduce al espectador hasta las pequeñas pelotas que se amontonan junto al cristal y estas, por encima de la enclenque barandilla de madera, le ofrecen el consuelo del jardín y el presagio de la primavera. Sobre el cemento gris, las cálidas formas de la madera; contra lo firme, lo frágil. El mismo título revela el carácter desbordante de la propuesta, ya que solo encontramos una de las dos curvas existentes. Los actos sutiles y rotundos afectan el mundo, como las pisadas de los paseantes que hacen, literalmente, camino al andar.
Las rocas de sal son un material extraño. Se extraen de una mina y se dan al ganado, que las lame. Trituradas, sirven para evitar que se formen placas de hielo en el suelo. Christian Lagata (Jerez de la Frontera, 1986) ha compuesto con ellas la instalación Sol de fuego, una suerte de paisaje andaluz al que se suma mobiliario desvencijado, cardos secos y toldos plegados.
El sol, astro rey y símbolo del bien, la bondad y la belleza, es un incordio mayúsculo. Rebota en las paredes blanqueadas y nos ciega, se coloca sobre nuestras cabezas y nos recuece. Ser andaluz también es aprender a convivir con esta circunstancia abrasadora. Entre la sequedad y el desfallecimiento, los distintos elementos que componen la instalación parecen guarecerse en la sala del bochorno que queda fuera. Las rocas, elemento principal y vertebrador de composición, sirven unas veces como sustrato, otras como fetiches y otras como ornamento.
La particularidades cromáticas y formales de este mineral, entre marmóreo y cristalino, dialoga en ocasiones con orfebrería de latón. Así, parecen amuletos desproporcionados y pesadísimos, que, si alguien se colocase (en un esfuerzo absurdo), se desharían por la humedad del cuerpo y acabarían irritando la piel. La sal es un recurso polivalente: se ha empleado como pago, conservante, condimento y castigo. Las sinagogas anatemizaban a sus miembros maldiciendo a sus descendientes y sembrando sus campos con sal. Igualmente, en el evangelio se menciona «la sal de la tierra»[22] como un signo de bendición. Esta condición problemática atraviesa las obras, que se nos muestran igualmente atractivas y vulgares, amables y fieras.
En la segunda parte de La cámara lúcida, Barthes confiesa que su investigación está espoleada por una imagen concreta: una fotografía de su madre siendo niña que, tras su muerte, le permitía reconocerla[23]. A partir de esa anécdota particular, el autor esboza una teoría general, porque un acontecimiento privado puede afectar a todos los hombres. Si un árbol se cae parte de un acontecimiento similar: el hallazgo de un paisaje montañoso pintado por el abuelo de la artista. En la trasera, una pequeña etiqueta que dice «Rufino Martos. S. Cazorla. o.s. tabla, 81/327». Julia Martos (Córdoba, 1989) parte a la búsqueda de ese lugar, rastreándolo mediante el testimonio de propios y extraños, consciente de que esa estampa bien podría ser una invención: unas peñas y árboles surgidos de la imaginación del pintor.
La película avanza entre indicios ciertos y errados: algún paisano recuerda a un pintor que paseaba la zona; otros mencionan lugares alejados. La obra se adentra en el sonido del monte y en el verdor de los pinos, brindándonos una sucesión de planos fijos de otros paisajes hasta que, finalmente, nos topamos con la escena de la pintura. En ese momento descubrimos que la etiqueta que ubicaba la imagen era apócrifa: la búsqueda y el descubrimiento han sido fruto de la casualidad, de una pista falsa. La pieza termina con el avistamiento nocturno de unos ciervos que pastan. La imagen contrasta, en su pobreza y en su agitación, con los solemnes paisajes del día, y nos procuran una escena pesadillesca. Los sueños, contó Borges, no son solo aquello que dormimos, sino la fábula que armamos al recordarlos en la vigilia[24]. Toda verdad es un asombroso cúmulo de desviaciones, olvidos e invenciones. Esta imperfección me llena de consuelo.
…
[1] Mercedes Fernández Vargas, conocida como Mercé la Serneta, nació en Jerez en 1840 y murió en Utrera en 1912. No dejó grabaciones, pero se le atribuyen cinco estilos de soleares que conocemos por las grabaciones de Tomás Pavón y la Niña de los Peines entre otros. Cfr: Manuel Bohórquez, «Mercedes la Sarneta o la Reina de Soleá», en Expoflamenco: https://www.expoflamenco.com/clasicos-cante-jondo/mercedes-fernandez-vargas-la-sarneta-o-la-reina-de-solea/ (consultado el 12/07/2022).
[2] René Guénon, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, Barcelona: Paidós, 1995, p. 59.
[3] Richard Wilhem, Lao-tsé y el taoísmo, cit. en Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Madrid: Siruela, 2022, p. 131-132.
[4] Podemos citar algunos ejemplos pintorescos y hermosos. Cuenta Eliade: «En Waropen, en Guinea, la “casa de los hombres” se encuentra en medio del pueblo: su techo representa la bóveda celeste, las cuatro paredes corresponden a las cuatro direcciones del espacio. En Ceram, la piedra sagrada del pueblo simboliza el cielo, y las cuatro columnas de piedra que la sostienen encarnan los cuatro pilares que sostienen el cielo». Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Barcelona: Paidós, 1998, p. 39.
[5] «El zigurat, propiamente hablando, era una montaña cósmica: sus siete pisos representaban los siete cielos planetarios; al escalarlos, el sacerdote llegaba a la cima del universo. Un simbolismo análogo explica la enorme construcción del templo de Barabudur en Java que está edificado como una montaña artificial». Mircea Eliade, op. cit., p. 35.
[6] Juan Eduardo Cirlot, op. cit., p. 367-368.
[7] Salmo 118, versículo 22.
[8] Francisco Fernández del Castillo, Antología de escritos histórico-médicos, Ciudad de México: UNAM, 1978, p. 313-314.
[9] «Inferior en fuerzas (¿pues quién igualaría las fuerzas de Atlas?), “pero, ya que en ti es poca cosa mi agradecimiento, recibe este presente”, dice, y él mismo, dándole la vuelta, le presenta por la izquierda el repelente rostro de Medusa. Todo lo grande que era Atlas se convirtió en monte; en efecto, la barba y los cabellos se convierten en bosques, collados son sus hombros y sus manos, lo que antes fue cabeza es la cúspide de la cima de un monte, sus huesos se convierten en piedras: entonces, aumentado en todas las direcciones, creció infinitamente (así lo determinasteis, dioses) y el cielo en su conjunto con todos los astros descansó en él». Ovidio, Las metamorfosis, Madrid: Cátedra, 2003, p. 342.
[10] Cfr, Génesis, capítulo 19, versículo 26.
[11] Richard Kieckhefer, La magia en la Edad Media, Barcelona: Editorial Crítica, 1992, p. 113.
[12] Cfr. Richard Kieckhefer, op. cit. p. 113-115.
[13] Cfr. Alfonso X, Lapidario, Biblioteca Virtual Cervantes: https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/lapidario–0/html/001a37de-82b2-11df-acc7-002185ce6064.html (consultado 12/07/2022)
[14] 13,3.
[15] «El exilio de la piedra es, en rigor, la pérdida del centro. Piedra en exilio, lapis exilii o lapis exilis, que sería una contracción de lapis lapsus ex coelis y, a la vez, una de las designaciones alquímicas de la piedra filosofal». José Ángel Valente, Variaciones sobre el pájaro y la red procedido de La piedra y el centro, Barcelona: Tusquets, 1991, p. 17.
[16] Juan Eduardo Cirlot, op. cit., p. 305.
[17] Pedro Lópeh, Ramo de coplas y caminos. Un viaje flamenco,Madrid: Akal, 2019, p. 30.
[18] Cfr: José Ángel Valente, op. cit.p 15 y ss.
[19] Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, cit. en. José Ángel Valente, ibidem.
[20] Salmo 137, versículo 1.
[21] W. K. C. Guthrie, Historia de la Filosofía Griega. I Los primeros presocráticos y los pitagóricos, Madrid: Gredos, 1984, p. 423 y ss.
[22] Evangelio de Mateo, capítulo 5, versículo 13.
[23] Roland Barthes, La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 2009, pp. 83-86
[24] Cfr: Jorge Luis Borges, «La pesadilla», en Siete noches, México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 37 y 38.
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