A las once se habían citado los ultrarracionalistas. En la puerta de la iglesia de San Martín tuvieron que esperar hasta las doce, menguadas sus fuerzas por la pereza de madrugar, ese síntoma tan de nuestro tiempo. Allí estaban todos: el hombre caballo, el señor antiguo y los entusiastas. Se juntan en corrillo y explican el plan: cortar la Gran Vía al grito de «¡abajo los camiones!». Todos saben a lo que vienen, claro, pero los ultrarracionalistas son gente ordenada, y no quieren perder la oportunidad de mostrar que han previsto todas las contingencias. Yo los miro, un poco apartado, y tengo un cuadernito de tapas grises entre las manos. Algunos que no me conocen me miran con recelo, no sea que el tipo de la gabardina sea un infiltrado. El hombre antiguo me menciona, recordando un chiste que yo le había hecho en privado y todos ríen. Tienen pensado estar dos ciclos de semáforo, casi cuatro minutos. «No es mucho, pero puede hacerse muy largo». Recuerdo ese pasaje de El perseguidor en el que Johnny (Charlie Parker) dice que viajando en metro quince minutos caben en uno: «viajar en el metro es como estar metido en un reloj». Los ultrarracionalistas prefieren circular en caballo. Añoran el tiempo en el que «todo lo que se movía tenía sangre caliente. Cuando no había tanto motor y tanta máquina y tanto hierro y tanta gasolina y tanto humo y tanta porquería. Cuando la gente no tenía tanta prisa y vivía con más sosiego. Cuando sobraban unas horas al día para pasear en un caballo. O en un coche tirado por caballos». Suenan las campanas del angelus y se ponen en marcha. Yo me adelanto porque quiero ver la reacción de la gente. Van a cruzar entre el Primark y la tienda del Real Madrid, un resumen de «la vida moderna, con sus prisas y sus ordinarieces». Me coloco entre la multitud para que nadie sospeche que soy de los suyos y así pueda escuchar sin levantar sospechas.
«¡Abajo los camiones!», grita el hombre antiguo, y se lanzan al asfalto. Una pareja de señores que, con seguridad, vivieron tiempos mejores, responden con entusiasmo: ¡ole, ahí, bueno! ¡Yeeeh! No saben qué pasa, pero disfrutan del alboroto. La gente se para y mira. El señor que tengo a mi lado habla por el móvil y le cuenta a su interlocutor que unos idiotas están cortando la calle. Una señora afirma: «a estos los ponía yo a trabajar». No han pasado treinta segundos y ya ha aparecido un furgón policial. Detrás de mí surge una pareja de policía, antibalas, boina y cara de estado de alerta antiterrorismo. Se disuelven. Como voy de incógnito, remoloneo un poco entre la multitud. Me acerco a los policías. «Se han metido ahí». Me guardo el cuaderno en un bolsillo de la gabardina y paseo hasta el punto de encuentro.
El comandante del grupo me confiesa que todo ha quedado demasiado burgués, y que pretenden ir a hacer apostolado por Malasaña. Vindicar el mundo antiguo en un barrio lleno de modernos. Se me ocurre un chascarrillo sobre la querella de los antiguos y los modernos, pero me lo guardo porque es insoportablemente pedante y tampoco termina de ir muy al caso. Les digo que los seguiré, con un poco de distancia. Eso, de nuevo, me da la ventaja de pasar desapercibido, y puedo infiltrarme en los corrillos.
Los ultrarracionalistas pretendieron el sábado denunciar los excesos del mundo moderno. Gritaron contra los automóviles, las ordinarieces, los humos, las máquinas, las prisas y el ruido. En el siglo XIX, los ludistas destruyeron telares y otras máquinas de manufactura porque les quitaban el trabajo; los menonitas prescinden de la tecnología para alejarse de los vicios del mundo; los homovelaministas exigen la vuelta del mundo antiguo no por razones económicas, sino morales. Por un cierto vivir bien.
Caminábamos por Malasaña y los viandantes se giraban con incredulidad. El mundo moderno no sólo ha traído nubes de polución y gente corriendo todo el rato, también ha dispuesto un histrionismo tan persistente que los transeúntes no lograban acertar si aquella manifestación iba o no en serio. Esta disfunción del entendimiento se da, curiosamente, más en los jóvenes que en los ancianos. Estos se sonreían con benevolencia. «Son cuatro gatos, pero son simpáticos», dijo un señor. «Basta de ordinarieces… ¡qué razón tienen!», apostilló una señora. Los jóvenes, que veían cuestionado su modo de vida, fueron menos corteses. Se oyeron vivas a la tecnología, y se reprochó a los manifestantes llevar móviles, ropas de marca o finalmente, ir vestidos. La mayoría de los hipsters permanecieron callados, contrariados supongo porque no se acepte que la síntesis antiguomoderna que ellos profesan es la religión verdadera. Uno de los asistentes me dijo que nos cruzamos con el pintor Fernando Bellver, quien aplaudió a la marcha.
Los protestadores del sábado ofrecieron en Madrid una propuesta absurda y los que se la encontraron fueron víctimas de ella. Ante una proclama tan alocada («¡Viva el mundo antiguo! ¡Más sosiego por favor!») el español medio, que está a favor de cosas y en contra de cosas, se queda petrificado. Y si se sobrepone, hace esfuerzos notabilísimos para poder estar en una de esas dos posiciones. Lo particular del absurdo es que es contagioso, y que todo lo que se le acerca queda, en ese momento, derrotado. ¡Cómo se debieron sentir los chavales que lanzaban vítores a la tecnología en la soledad de esa noche, a solas con sus pensamientos! ¡Íntimamente derrotados! Sin duda, la superioridad de los ultrarracionalistas reside en que ellos son conscientes de su pantomima. De toda la gente que oí, sólo el grito de un señor fue una respuesta eficaz: «¡Id a Burgos y termináis antes!». Lo absurdo se enfrenta con lo absurdo.