«Si ese mapa no fue devorado por la luz y por la humedad
es gracias a nosotros».
El cartógrafo – Juan Mayorga
El impostor Suárez Miranda dejó constancia de la precisión de los cartógrafos de aquel Imperio, que hicieron un mapa que calcaba las calles, las ciudades y las provincias. «Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y los inviernos».
Siento simpatía por los herederos del mapa, que comprendieron que una obra literal, aunque sea colosal, merece el repudio. Hay un giro imprevisto en el relato: despedazado (habitado por animales y mendigos) es más interesante que completo. Antes era un copia vulgar e inútil, ahora los fragmentos edifican el desierto. La erosión, de algún modo, lo redimió.
La destrucción, en su justo grado de devastación, procura resultados fascinantes. Descartes, desconcertado por el derrumbe de la escolástica y por los vapores de la estufa junto a la que escribía, ingenió un provechoso sistema para derribar el mundo, al que llamó duda metódica. Sospechar de las propias manos y el propio cuerpo, y en general de las ideas que se tienen sobre lo que las cosas son, requiere un esfuerzo elogiable. La duda cartesiana exige fuerza de voluntad, casi como dejar de fumar o hacer dieta. El propósito de don René era claro: encontrar algo indubitable, una piedra angular epistemológica, sobre la que construir con firmeza. Hallar lo sólido desmontando, poco a poco, lo innecesario.
Un ejemplo más suculento es el de los ascetas y eremitas, que abandonaron el mundo (lo compuesto, lo heterogéneo, lo confuso) para ir al desierto (lo uniforme, lo plano, lo simple) a buscar la unidad que está en el fondo de todas las cosas. Combinar las doctrinas neoplatónicas y la lectura literal de la Escritura produce, según parece, estos efectos. Los gentiles también cometieron excesos de esta naturaleza: Demócrito se arrancó los ojos para evitar distracciones.
Asumo que estoy usando ejemplos extravagantes. Vivimos un tiempo fragmentario en el que nos sonreímos ante un discurso totalizador. Ninguna época ha disfrutado tanto de los retales como la nuestra, en una mezcla de fascinación exótica y nostalgia. El fragmento encierra el enigma del todo y, a la vez, proclama su imposibilidad (esta es la frustración de los coleccionistas: el engrandecimiento de su colección siempre hace más patente los huecos que faltan por cubrir). Así, la erosión, el despedazamiento, la cierta mutilación, nos enfrentan a una realidad que nos atrae con sensualidad y con ingenio.
Es apropiado, al menos a efectos literarios, que los sucesos extraordinarios ocurran en lugares singulares. Los espacios reservados a la creación a menudo nos generan sensaciones de fascinación: el arte (como la religión y la filosofía) funciona con extraños mecanismos de producción. La completa inutilidad de los artefactos artísticos dota a todo el proceso de un envoltorio particular, porque sabemos que toda esa laboriosidad (el entelado, la imprimación, la preparación de los pigmentos, las numerosas tareas de orden e higiene) no redundará en nada más que en un objeto que sólo sirve para ser lo que es. El arte crea objetos egoístas.
A pesar de la efervescencia visual o del moderado ajetreo, el estudio es un lugar de soledad. La creación compensa su falta de homologación con las otras producciones con toda una serie de caminos sinuosos, propósitos internos y dubitaciones. Tiene una condición si no contradictoria, sí problemática: es un producto de la soledad destinado a la exhibición. La obra en el estudio pertenece al ámbito de lo familiar, al círculo privado del artista. En la seguridad del hogar se dan todas las audacias y las vacilaciones; pero un vértigo habita todo ese proceso: la certeza de que esa intimidad será vulnerada.
Curiosamente, los riscos, la ceguera o incluso las columnas (los estilitas cuentan con el encanto de lo estrafalario), que son realidades físicas, pedestres y agresivas, fueron ideadas como metáforas. Los estudios son simplemente salas que satisfacen las necesidades físicas del trabajo: su encanto es un remanente de las atribuciones simbólicas con las que cargamos al arte. Esa cierta distancia que Benjamin llamó «aura» tiene una insospechada facultad para contagiarse. Si nos causan curiosidad (o admiración o seducción) es porque sabemos que ahí es donde ocurre. El espacio más bien instrumental, la intimidad del artista y el aura de la obra justifican nuestro interés.
In October Ecstasy replica ciertos rincones del estudio de Secundino Hernández y permite a los destinatarios finales curiosear en sus inicios. El traslado ficticio del lugar de trabajo contextualiza las obras en un espacio expositivo que se sitúa a medio camino entre el estudio verdadero y la asepsia común de las salas de las galerías. Se entra al simulacro del estudio y se transita por la destrucción de la pintura: el cuidadoso proceso de desarme que Hernández ha ido explorando en los últimos tiempos. Pintar, despintar, pintar. La justa medida, decíamos, proporciona resultados admirables: las esquirlas, los pliegues de las imprimaciones sobre sí mismas, la dispersión de los fragmentos sobre la tela, la aparición del lino, el rastro de la desaparición, las transparencias. Esta variedad de formas y de texturas tiene el encanto de lo anecdótico y de lo precioso: la vista se regodea en el examen de cada detalle, de cada íntima intromisión en las vísceras del cuadro. Nada proporciona un placer similar al de curiosear en lo oculto: abismarse en la negritud de la tela calada por la presión y la humedad. «Entremos más adentro en la espesura».
El tránsito que se establece por las salas replica, además del espacio, el proceso genealógico de esta pintura, sus despliegues y sus conclusiones. Los formatos grandes y los trozos de telas, los colores primarios y los cuadros negros; las paletas. La pintura se ha desgastado hasta encontrar lo irrenunciable, exhibiendo el esqueleto fundamental. Conviene recordar que la ascesis o la introspección nunca han perseguido el empobrecimiento sino la abundancia: transitar lo justo por una vía áspera para lograr, de una vez y para siempre, un hallazgo exuberante.
Texto originalmente publicado en «Secundino Hernández – In October Ecstasy».
Galerie Forsblom ISBN 978-952-68186-6-5
Diseño del catálogo: This Side Up
Fotografía del estudio: Rafael Trapiello
Fotografía de la obra: Joaquín Cortés