Los cantamañanas

 

Los cantamañanas

Por las mañanas ocurren cosas terribles. ¡Ceños fruncidos! ¡Testimonios desgarradores! ¡Remedios milagrosos! Quizás no se haya enterado, pero mientras usted está masticando la magdalena o atrapado en el trabajo, la España negra se está abriendo en canal. Sabía que Ana Rosa sale por las mañanas porque alguna vez he entrado a un bar a tomar un café y allí estaba ella, confinada en esa pantalla de plasma, cuidadosamente despeinada, rodeada de un montón de expertos hablando de cualquier cosa. Ahora Susanna Griso me pilla en el gimnasio, subido a una bicicleta elíptica, sudando como un gorrino y con los ojos entornados, porque soy miope y dejo las gafas en la taquilla. Estoy aprendiendo mucho de una realidad que desconocía, aunque tenga que leer los subtítulos porque las televisiones tienen el volumen quitado para que se oiga perfectamente la música fascista esa que ponen en los gimnasios.

Sospecho que la gente que hace los matinales cree que hace del mundo un lugar mejor. Se preocupan por las causas más nobles (un viejo al que le han robado la cartera una despiadada banda serbocroata, el cáncer y como prevenirlo, las violaciones, madres afligidas por alguna cosa…), te cuentan historias de interés humano, ¡esas para las que no hay espacio en los telediarios!; se toman muy en serio su trabajo y, para que se note, mandan reporteros al lugar de la noticia. Esto es fundamental: la televisión de las mañanas es una televisión de cercanía. Por eso tienen corresponsales en todas las capitales de provincia que preguntan continuamente a gente que pasaba por allí. La vecina del quinto del secuestrador, el kiosquero de la asesina, una prima del tío político del compañero de clase del estafador de turno. Gente, en definitiva, como la que ve el programa. ¿Verdad que se siente escuchado? ¿No podría ser usted mismo ese señor que dice que aquel descuartizador era muy simpático y daba siempre los buenos días?

No se olvidan, sin embargo, del rigor periodístico. De repente, la presentadora dice «conectamos con nuestra redacción»; entonces la pantalla se divide y aparece un mozalbete rodeado de monitores, con una marabunta de periodistas que deambulan a sus espaldas (inmersos, seguro, en el fragor de la noticia) dando datos incontrovertibles, porque sin duda esa redacción es un lugar puro y aislado del resto del programa, donde habita el rigor y la independencia.

Sale mucho Revilla, que es un señor con bigote que debe de ser muy sabio, algo así como un oráculo. Dice las verdades del barquero, pero con mucha convicción. Los colaboradores ponen cara de escuchar, apretando un poco las cejas y haciendo un mohín con los labios. En un rato han arreglado el problema de las pensiones, así que ahora ponen el vídeo de la cámara de seguridad de un parking, en el que un fulano apuñala a otro y sale corriendo. Tienen en plantilla a gente cualificadísima. Un psicólogo o un forense, por ejemplo, porque nunca está de más un brochazo de determinismo biológico. Divagan mucho sobre el problema del mal, porque en el fondo a todos estos les gustaría ser teólogos medievales. El tertuliano de sucesos ve el mundo como un relato de Carver: en cualquier momento puede pasar algo, y será terrible. Y usted, ¿creía que estaba seguro en su pueblecito de Soria? ¡Jamás! Nadie asusta tanto a las viejas como un buen magacín de mañana.

Cuando terminan con esto, conectan con la hermana de una chica asesinada. Ahora un programa se funde con el otro, porque ambos han enviado a periodistas a zarandear el árbol del dolor ajeno. Se pelean sin ningún pudor, porque, por lo visto, ambas presentadoras se disputan el título de reina de las mañanas. El de Ana Rosa y el de Griso son dos programas incombustibles: cubrieron de mierda sensacionalista a Diana Quer, y cuando resultó que la habían asesinado, ¡ni cancelaron el programa ni despidieron a nadie!

Comienza otro día histórico para Ferreras. Hace un repaso de la actualidad con un tonillo palpitante. Amenaza con hacer un montón de conexiones con el exterior. A los dos lados de su mesa tiene a una ristra de colaboradores, a los que llama por su oficio: profesor, diputado, juez, agrimensor. Entra Ada Colau (alcaldesa) y dice que la cultura nos hace mejores. A saber qué significa eso. Ferreras hace muchos gestos con las manos, como si ordenase la información en el aire. De cuando en cuando profiere un elogio al periodismo, la más beneméria de las profesiones. No dejan de pasar cosas importantísimas (la actualidad es un frenesí), pero ¡tranquilo, televidente!, Ferreras no dejará que esté desinformado. ¡Aunque no quiera! Recuerda una y otra vez el asunto que están tratando, para que nadie pierda puntada o porque sospecha que sus espectadores andan cortos de retentiva. Creo que lo más irritante de Al Rojo Vivo, que así se llama el programa, es su afición por la épica. Nuestra generación se pirra por los acontecimientos, por los hechos memorables que, sin embargo, olvidamos inmediatamente. Cada suceso histórico desplaza al siguiente. Vivimos un tiempo trepidante, entre nadería y nadería. Algún gurú de la televisión (esa gente es muy astuta) ha tenido que darse cuenta de que esto es muy rentable, y muchos formatos se han apuntado al carro de la epopeya: música efectista, movimientos acelerados de cámara, presentador con tono de suspense. Este estilo ha creado verdaderas joyas cómicas. Mi ejemplo favorito son esos documentales sobre agujeros negros en los que una voz en off mantiene en vilo al espectador: esa estrella ha cruzado el horizonte de sucesos, ¿logrará escapar de las fauces del supervillano espacial? Pocas cosas tan hilarantes como convertir las leyes de la mecánica celeste en un vodevil.

En la televisión pública tenemos el mejor y más sofisticado programa que nos ofrece la parrilla matinal: Amigas y conocidas. Una mesa llena de señoras charlando de sus cosas, cargadas todas de razón y de sensatez, de esa sabiduría que uno encuentra en las tertulias de bar. No hay tema que se les escape: los piropos, la reforma del código penal, qué hacer con los violadores, el feminismo o la boda del nieto de la reina de Inglaterra. La ambientación es tan rancia como promete el título del programa. La producción, los rótulos, el estilismo, los gritos, todo es de una admirable coherencia estética. Abominable, pero oye, ¡qué elogio de la consonancia! En el programa sale Isabel San Sebastián, que ya es decir. Me figuro que haciendo un programa de señoras (que se conocen de vista o que son amiguísimas de toda la vida), el ente público (siempre había querido escribir esto) creerá haber alineado sus baterías con el feminismo, esa gran causa de nuestro tiempo. Para que luego digan.

Es cierto que Televisión Española siempre ha estado en la vanguardia. Así, en general. Conviene recordar que ahí presentó las mañanas Mariló Montero, y enseñó a sus televidentes que oler limones podía prevenir el cáncer y que no hay que fiarse de los órganos de los delincuentes, porque (no lo quiera Dios) su alma pérfida podría haberse refugiado en el hígado y el trasplantado podría tener unas digestiones criminales. Hay un episodio de Los Simpsons en el que la cabellera de Snake, el malhechor del pueblo, posee a Homer echando raíces en su cerebro. Ya se sabe que Los Simpsons han marcado a una generación.

El panorama no es tan desolador como patético. Si al personal le gusta tomarse la tostada viendo a tertulianos cargados de sentido común o a reporteros peleándose por la carnaza del dolor ajeno, adelante. No seré yo quien venga a decir que estas televisiones deberían cumplir una función social y hacer del mundo un lugar mejor. Eso es una sandez. Los espectadores quieren entretenerse, y allá que les lanzan lo que tanto les gusta que les dé en la cara. Me molesta lo de Televisión Española, porque la pago yo (¡y usted!), pero lo demás… Lo que sí me repugna es que el colaborador de turno, juntando mucho las cejas mientras escucha (mientras expone) al padre de un niño enfermo o a una anciana a la que van a desahuciar, me intente hacer creer que esa exhibición de miseria ayuda en algo. Los programas estos de cadáveres y desgracias no sirven más que para que los que los hacen y los que los ven hocen y se revuelquen en la misma charca. Súper lícito, oiga. Los próceres del pensamiento new age (¿ahora se llaman coach?) repiten machaconamente que es importantísimo que cada cual se acepte tal y como es. Y como todo el mundo sabe, nadie conoce la verdad y el significado profundo del mundo como la gente del new age. Uno tiene derecho a ser un ser vil y miserable, que se gana la vida explotando el sufrimiento de los demás, creando polémicas, hablando de lo que no tiene ni puñetera idea (los tertulianos, esos hombres del Renacimiento) o vendiendo crecepelo. Y cualquiera tiene derecho a verlo y a gozar. No vamos a criminalizar ahora la pornografía.

Artículo publicado en el nº 59 de tintaLibre
junio de 2018