Husos y costumbres

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Nunca se es lo suficientemente europeo. ¡Es un clamor! Habrá quien no se quede tranquilo hasta que uno pueda poner a un fulano de Albacete y a otro de Uppsala al trasluz y no logre distinguirlos. Reconozcámoslo: hay cierto prestigio en las cosas del norte. Se siente una especie de envidia aspiracional, como el pijo de pueblo que quiere ser pijo de la capital. Como lo verdaderamente español es ser lo que un inglés, un francés y recientemente un sueco te dicen que eres, otra vez tenemos una querella contra nosotros mismos: ¡la hora! ¡Hay que cambiar los horarios!

Por lo visto, vamos con el paso cambiado. Nos despertamos mal y, a partir de ahí, mal todo el día. No tengo mucha idea de qué bondades nos traería calcar las rutinas de nuestros vecinos, pero empiezo a tener serias sospechas de que por encima de los Pirineos todo sea mejor. Veamos, con el rigor que nos caracteriza, qué efectos tendría en la idiosincrasia nacional remedar estas costumbres tan civilizadas. ¡Escrutemos juntos las infinitas líneas de la causalidad!

A alguna lumbrera se le ocurrió que la mejor manera de pasar el día era entrar a trabajar a media mañana, parar luego un rato largo para comer, volver al tajo y salir de noche. Cuantas más horas, mejor. Esto seguro que se justificó con un montón de palabras repugnantes como «productividad», «motivación» o «empleados comprometidos»; esas cosas que dicen los empresarios. Inexplicablemente, resulta que pasarse la vida metido en una oficina no te da unas ganas locas de trabajar ni de morir por la empresa. A pesar de la enorme solidez de este planteamiento (ya ven), por los mentideros ha empezado a correr un murmullo, una idea revolucionaria pero razonable: empezar temprano, trabajar de un tirón con el mínimo número de pausas posibles e irse pronto a casa. Esta propuesta peligrosísima ha cosechado, como era de esperar, el rechazo de nuestros patrones. ¿Porque son unos cavernícolas retrógrados? ¡Es probable! Pero, sobre todo, porque desde la alta cima de su codicia ven una realidad que para nosotros, vulgares asalariados, despreciables trabajadores por cuenta propia, aún permanece oculta: si se instaura la jornada intensiva, nuestro modo de vida se irá al traste.

Un buen español, según me informa el gabinete de prensa de Guillermo de Orange, se levanta tarde porque se acuesta tarde. Según en qué momento histórico, la causa del trasnochamiento (toma neologismo ahí) puede oscilar entre asaltar carruajes en Sierra Morena, bailar flamenco, conquistar América, acuchillar franceses, sacar algún santo en procesión o estar harto de vino. Ello nos obliga, como es obvio, a cenar tarde y fuerte, porque no se puede ser pendenciero ni pasional con el estómago vacío. Yo, qué quieren que les diga, considero que cenar a las siete de la tarde es una costumbre bárbara, comprensible en latitudes donde el sol se pone pronto, habitadas por hombres rudos que se alimentan de raíces que sacan, con las manos, del suelo helado y que hierven malamente mientras practican algún culto animista bastante desagradable de ver. Cunqueiro, ese glotón admirable, escribe en al comienzo de La cocina cristiana de Occidente que «en la General Estoria de la Cristiandad debieran figurar [capítulos] tratando de cocina y de vino, aún antes de los capítulos que tratan de las Leyes y las Instituciones, que son posteriores sin duda al talante humano; y no va a tener el mismo Derecho Civil el pueblo bebedor de vino y comedor de asados que el cervecero y sopista». Esto, por supuesto, es más verdadero que el Evangelio.

Se conoce a un pueblo visitando sus restaurantes y sus cementerios. (Por restaurante quiero decir cualquier lugar donde den comida, pero esto le quitaba contundencia a la sentencia). ¡Cuánto sufrirían nuestras frondosas costumbres culinarias con el horario europeo! Comer despacio, qué goce. Comer muchas veces, qué placer. La principal ventaja de cenar tarde es que te permite merendar bien, como mandan los cánones. La exuberancia de la pastelería nacional no sería tal si cenásemos con luz solar. Qué terrible genocidio el de las rosquillas y las milhojas, inmoladas en el altar de la civilización. Se merienda entre las cinco y las seis y se va cogiendo carrerilla para el doble tirabuzón de antes de dormir (comida de tres platos, comida de verdad), que se acompaña, por supuesto, con los mejores divertimentos catódicos, que empiezan a emitirse a las nueve y media. Esto tiene su vis cómica: al final va a resultar que ni agrediendo a viajeros ni en una fiesta flamenca, sino que trasnochamos para ver El hormiguero.

Diría que la hora del prime time da un poco igual en el tiempo de las plataformas digitales, pero me malicio que no. Una buena rutina es inquebrantable. En realidad, este es un problema menor: supongamos por un momento que en vez de emitir El intermedio (creo que se sigue emitiendo) a la hora acostumbrada, nos lo ponen una hora y media antes. El programa funciona igual (de mal). La gente puede «ir a divertirse» a las ocho de la tarde. Ahora bien, creer que van a dejar salir al personal antes de trabajar porque «señor patrón, mire –dice, agarrándose la gorra contra el pecho– es que si no, no me da tiempo de ver First Dates» no parece un escenario verosímil.

Pero claro, ¡mucho quejarnos y poco agradecer! Si no tuviésemos esta vida descalabrada, sin tus dos horitas de pausa para darle al bocadillo, ¿quién dormiría la siesta? Y eso sí, escupir sobre la bandera tiene un pase, pero la siesta ni tocarla. El verdadero sentimiento nacional es una cabezada después de comer. Viene muy bien para asentar ese cliché de que somos unos vagos que nos pasamos el día durmiendo. Quedamos fantásticos en las películas americanas, yendo a reposar mientras nos cubrimos de la luz con un sombrero de mariachi. Así que vosotros veréis, pero con un almuerzo de media hora (algo rapidito y tirando) no solo se perdería la sana costumbre que hermana a San Juan de Ávila con el vecino del quinto, sino que comenzaría la disolución de la patria. Los aglutinantes hay que tomárselos en serio.

Aunque la idea de trabajar de seguido y tener la tarde para tus cosas es seductora, intuyo que detrás de toda esta fiebre racionalizadora hay una inspiración calvinista, que tiene el peligro de todas las herejías. Lo español, a pesar del ingeniosísimo eslogan de Fraga (Spain is different!) se parece bastante a las costumbres del resto de países mediterráneos. Los griegos son ortodoxos, pero las diferencias doctrinales son poquilla cosa ahí. El luteranismo es una doctrina astringente, de ángulos afilados, templos desnudos, en la que uno se salva porque está anotado en el libro de registro correcto. Es, en resumen, una religión de contables, que puede tener algún éxito en latitudes inhóspitas, que parecen, en efecto, fabricadas por un dios malaje, que después de cerrar la hoja de cálculo de la Creación, viendo que todo le cuadraba, se dedicó a sus cosas de ser en sí mismo, fuera del espacio y del tiempo. El catolicismo, que algún defecto también tiene, es una religión exuberante, pasional, del barroco, la carnalidad, de un cierto panteísmo (la devoción demasiado fervorosa a los santos, las quinientas cincuenta y cuatro mil advocaciones de la Virgen Santísima). Pero, sobre todo, el catolicismo es moderadamente racional; o lo que es lo mismo –o al menos parecido–, prudentemente irracional.

Allí donde un protestante cualquiera te somete el mundo a su racionalidad de tendero, un teólogo católico se encoge de hombros y te dice: es un misterio. El misterio, amigos míos, es algo fabuloso, porque permite que el cosmos siga estando abierto. Sus efectos colaterales son asumibles: un cierto desorden, alguna contradicción.

Pensamos con mucha alegría que nuestros vecinos boreales ultraeficientes salen de trabajar temprano y se van corriendo a la sinfónica o se quedan en casa, sentados en su sillón de orejas cercano a la chimenea, leyendo a algún filósofo alemán mientras fuman en pipa y la pequeña de la casa toca a Bach en el pianoforte. Por lo visto, los escandinavos no se suicidan tanto como nos gustaría. Si le hacemos caso a la Organización Mundial de la Salud, no están ni entre los diez primeros. Lo que sí parece es que se atiborran a antidepresivos, según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. El resto de las naciones civilizadas son para verlas: en su última gran borrachera, los ingleses votaron largarse de la Unión Europea. (Hay que reconocer a los ingleses la habilidad que tienen para hacerse pasar por caballeros siendo la nación más bárbara y tiránica que ha conocido el mundo. ¡Qué imperio colonial tan reluciente!)

Aunque los motivos ni las pretensiones están muy claras, la preocupación por nuestro horario emerge cada cierto tiempo. Hace nada se hizo un referéndum europeo sobre si queríamos cambiar o no de hora un par de veces al año y cuatro millones seiscientas mil personas se molestaron el votar. Con respecto a la población total de la Unión Europea, esto es como si los vecinos de una pedanía de Cuenca se hubiesen movilizado en favor de la democracia. El asunto –lo recordarán porque la prensa le dio su bombo– fue que el ochenta por ciento de estos votantes dijeron que a ver si nos estábamos quietos con los relojes. Al calor de esta lumbre, el presidente del Gobierno anunció la creación de una comisión «seria y rigurosa» para estudiar las ventajas y calamidades que situarnos en la hora de Londres, que es el que geográficamente nos corresponde. ¿Que por qué gastamos una hora más? Por los nazis. En el año cuarenta (año segundo de la victoria), las autoridades locales decidieron que la sincronía buena era la del Reich. Y allá que fuimos, haciendo el paso de la oca.

Repasando lo que los expertos (esa gente) dijeron esos días, parece que el cambio de hora por estaciones es de lo más provechoso. Además, ya siquiera tenemos la divertida disquisición confusa del «si a las tres serán las dos» o «a las dos las tres», porque quitando el reloj del microondas y el de cuco, el resto se cambian solos. Lo del huso horario… esperemos a la rigurosísima y súper seria comisión. Me gusta mucho imaginarme a un montón de gente con batas blanca y caras de preocupación moviendo las agujas de un reloj enorme y mirando planos llenos de meridianos.

Creo que me ha quedado un texto alambicado, lleno de sofismas, asuntos mal comprendidos y afirmaciones categóricas. Estoy orgullosísimo. Estas disquisiciones sobre las idiosincrasias locales y extranjeras o te las tomas a chufla o acabas fatal. Hay algo enternecedor en todo ello, en cómo repetimos una y otra vez las mismas monsergas sobre lo que nos gustaría ser y no somos; sobre lo orgullosos que estamos de ser nosotros mismos y que les frían un paraguas a los extranjeritos de las narices. Las querellas entre naciones, ese divertimento tan antiguo. Hay, por terminar con algo de sensatez, algo evidente: si se quiere aplicar eso de la conciliación (me encantan estos palabros) de la vida laboral y familiar, convendría hacer algo para que a la gente le dé tiempo de estar en casa. Y esto ha de hacerse por la vía legislativa, porque si tenemos que confiar en que los empresarios (esos guardianes de las antiguas costumbres) actúen razonablemente estamos perdidos. Habrá quien tema que lo español se disuelva en el charco enorme de los enemigos de España (todos los países, claro), pero creo que encontraremos la manera de seguir durmiendo la siesta, comiendo como cebones, yendo a romerías, porfiando y todas esas cosas que se supone que hacemos. Y si no lo logramos dará un poco igual: con que los demás piensen que lo hacemos bastará.

Artículo publicado en el nº 63  de tintaLibre
noviembre de 2018