Si se va a marchar a una isla desierta (o lo van a exiliar, o tiene la lepra) conviene meta en la maleta protección solar, pastillas potabilizadoras, varios ejemplares de la Enciclopedia Británica, un bisturí (que también se llama escalpelo), un cuchillo y un machete, varios litros de loción antimosquitos, un cañón, un balón llamado Wilson, un compañero llamado Viernes, las memorias de Napoleón en Santa Elena, un rebaño de ovejas, el Larousse Gastronómico, un mechero, un mono amaestrado para bajar cocos, un ejemplar de La imitación de Cristo y un retrato edificante de Tomás de Kempis.
El tríptico de las Tentaciones de san Antonio, la edición ilustrada de la Justine, una grabación del Don Giovanni («Madamina, il catalogo è questo»), una botella de chianti, un escritorio Luis XIV, un poema en castellano anterior a la Inquisición, un sacacorchos, un modelo de frenología, ese soneto que comienza «Retirado en la paz de estos desiertos», varios tipos de ansiolíticos, ordenados por colores; un cazamariposas, dos frailes, una colección filatélica a medio montar, unos sobres con semillas, el bañador, un pelador de patatas, ropa informal, uno de esos cuadros con escarabajos exóticos clavados en alfileres, un plato de risotto a la milanesa, una clepsidra, media docena de gorriones, lomo adobado, el informe de las pruebas nucleares en los atolones del Pacífico, alfarería precolombina, las Mil y una noches, el último huevo de Fabergé que adquirió Nicolás II, un cerdo trufero.
Una cerbatana, un frasco de brea, tres ramas de canela, una lámina del duomo de Florencia, la partitura de las Variaciones Goldberg, la Suma Teológica, el toisón de oro, un tintero, una vela en su palmatoria; oro, incienso y mirra (no sea que nazca un redentor), un clavecín, una hogaza de pan de centeno, el Poeta en Nueva York, una libra de mantequilla, dos onzas de mermelada, un taburete, la famosa disputa del nominalismo, una maqueta del San Juan Nepomuceno, que fue apresado en Trafalgar; un ábaco, el guardapelo con la foto de su amada, las tragedias que se conservan de Sófocles, un escapulario de la virgen del Carmen, el libro perdido de la Poética, un ejemplar de El Fisiólogo, el famoso manual de zoología medieval; una moral intachable, un osezno, las Capitulaciones de Granada, un cerezo, la Biblia de Gutenberg (la única Biblia que tiene otro autor que Dios Altísimo), un estetoscopio, un astrolabio, un diapasón.
Una copia de la Rendición de Breda comprada en un mercadillo, El Tratado de la vida elegante (la soledad no exime de las buenas maneras), la letra de un tango que hable de un amor terrible y perdido, Bartleby el escribiente, un buen puñado de decimales del número Pi, la receta para hacer yemas de santa Teresa, gallinas ponedoras, el Libro de las moradas; un arcabuz, el abrecartas, una latita de rapé, el Talmud, un realejo, algo de calderilla, la miniatura de un Moái, el alfa y la omega, el mapa de Juan de la Cosa, el archipiélago Bismarck, la Leyenda dorada, que la escribió el obispo de la Vorágine (el mejor apellido de todos cuantos hay, compitiendo, quizás, con Cienfuegos y Acquaviva), treinta monedas de plata, cinco talentos más otros cinco, dos más otros dos, uno y un puñado de tierra; el busto de Cómodo ataviado como Hércules, la sinfonía Leningrado, la Júpiter, la Heroica y la Patética.
Un arpón, una lira, varias propuestas de nombres para nuevas especies, el sursuncorda, la máquina enigma, la descripción del basilisco, el orden de los ciconiformes, las descripciones de Swedenborg del cielo y del infierno, el juego de sólidos platónicos, un manual de geografía imaginaria, las cosas que hay (en el cielo y en la tierra) que no contempla la filosofía de Horacio, un mosquito en ámbar, una carta celeste, el «hic sunt dracones», un bezoar, la ciudad vieja de la Habana, la isla Tiberina, el pasaje del Levítico que especifica el atuendo de los impuros, el caso Dreyfus, el fantasma que recorre Europa, la marca negra, la máscara de un médico de la peste, un hacha de sílex, el punzón con que mataron a Sisí, un caleidoscopio, el aleph, una sombrilla amplia, una capa, el De rerum natura, una estufa, Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores, un cortaúñas, las biografías que escribió Diógenes Laercio, el canon de Andrónico de Rodas.
Un par de alpargatas, ropa de etiqueta, la espiral de Fibonacci para reconocer perfecciones, si las hubiera; unas tenazas, un pequeño generador eléctrico, un tocadiscos que funcione a manivela, unos cilindros de cera, la versión comentada del Mein Kampf (como prevención), un cartógrafo con su teodolito, ese pasaje del Evangelio que dice «Venid benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer», la demostración del teorema de Fermat, el oro de Moscú, la lanza de Longinos, lencería fina, un sombrero, por si es menester quitárselo; una estampa de la Macarena, un cucurucho de camarones, un cactus llamado Rubén Darío, el santo Grial, pavías de bacalao, unas sandalias de tacón, patatas fritas, el capítulo del Quijote en el que Sancho es el gobernador de la Ínsula Barataria, una trompeta del Apocalipsis, laca de uñas, dos espejos para enfrentarlos, el laberinto de la catedral de Chartres, un tenebrario, las ubicaciones posibles de la isla de san Borodón, el Livre vermeil de Montserrat, un corsé de ballena, pistilos de azafrán, un lignum crucis, una foto de isla Bikini antes de la radiación, la cólera de Aquiles Pelida, un pequeño ensayo sobre la tectónica de placas y la deriva continental, el mapa de la isla donde Campanella ubicó la Ciudad del Sol, una máscara veneciana, por si precisa ocultarse de otros o de usted mismo, tabaco de mascar, una armónica, una pequeña lancha, para cuando quiera salir de allí.
Texto originalmente publicado en Jot Down 19, en junio de 2017