texto curatorial de «Entre las formas que van hacia la sierpe y las formas que buscan el cristal», Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, 4 de diciembre – 9 de mayo de 2021
Se cuentan historias asombrosas en las que el arte se sobrepone a la adversidad. Cuando Shostakóvich comenzó a componer su séptima sinfonía, los alemanes ya estaban cercando Leningrado. Los músicos, famélicos, se desmayaban durante los ensayos y los trompetistas no tenían fuelle para terminar los solos. Gran parte de la orquesta murió antes del estreno y hubo que buscar reemplazos entre los músicos militares. Una hora antes del estreno, la artillería soviética lanzó una feroz andanada para que los enemigos estuviesen ocupados reorganizándose y no interrumpiesen el concierto a cañonazos. «La gente que acudió en masa a la sala de la filarmónica lucía sus mejores galas, acaso por última vez. Las extremidades esqueléticas de las mujeres se ocultaban bajo sus trajes de concierto de antes de la guerra; los hombres, bajo sus chaquetas ajadas. “Estaban flacos y distróficos. No sabía que pudiera haber tanta gente hambrienta de música, aunque estuviera muriéndose de hambre. Fue en ese momento cuando decidimos tocar lo mejor que pudiéramos”»[1]. Menos precisa pero más simpática es la boutade del personaje de Orson Welles en El tercer hombre: «En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia no hubo más que terror, guerras y matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? El reloj de cuco».
Aunque hemos trabajado en circunstancias difíciles, nuestro apocalipsis ha sido menos épico y más burgués. Lorca escribe, en el poema que sigue al que da título a la exposición, «No preguntarse nada. He visto que las cosas | cuando buscan su curso encuentran su vacío»[2]. Cuando empezamos, a principios de este año, a pensar este proyecto, no sabíamos aún que estos versos nos orientaban con sabiduría. Ni someterse ni resistirse: estar abiertos de par en par a lo que, con nosotros y sin nosotros, suceda.
Sin duda, el contexto en el que se ha gestado esta exposición la habrá condicionado, si bien sospecho que todavía nos falta distancia para saber cómo. Puede que el aislamiento y la incertidumbre hayan propiciado propuestas más contenidas y sobrias; quizás el confinamiento haya pesado en la elección de los temas, formatos o materiales. Quién sabe. Evidentemente, las dificultades para viajar (cuando no la sencilla imposibilidad) nos obligaron a hacer un seguimiento de las obras en la distancia, sin más remedio que suplir la conversación cara a cara y las visitas con esos sucedáneos tan prácticos que nos regala este siglo.
Lo generacional es una cuestión espinosa. Al aceptar el encargo de comisariar una exposición que contase qué hacen hoy los artistas andaluces, quisimos disipar, en la medida de lo posible, la solemnidad que gravitaba sobre nuestras cabezas. Hemos procurado, después de estudiar las convocatorias y exposiciones que se han sucedido en los últimos años, hacer una selección que reuniese a artistas consolidados (si es que esto puede decirse de un artista menor de cuarenta años) con otros que, no por menos conocidos son menos interesantes. Como no puede ser de otro modo, se trata de una selección contingente, circunscrita a los condicionantes propios de este tipo de muestras, que responde a nuestro criterio y que no quiere ser tomada como canónica ni definitiva. El arte que hacen los artistas andaluces es, afortunadamente, difícil de esquematizar. No hemos hecho una hipótesis genealógica, en la que se intente rastrear qué hay de común bajo la aparente variedad de temas y disciplinas. Hemos preferido apuntar hacia la riqueza de lo heterogéneo, huyendo de la búsqueda de algo así como una forma andaluza de hacer arte. En este sentido, el Poeta en Nueva York nos prestó una ayuda doble. Por un lado, la experiencia americana de Lorca nos servía para espantar cualquier tentación regionalista o folclórica. Por otro, nos brindaba un título hermoso, en el que encontramos unas alegorías con las que hilvanar la exposición: dos conceptos de cuya tensión dialéctica podíamos servirnos. Es interesante detenerse en la finura de los dos versos. Además de la bifurcación «entre» la sierpe (lo sinuoso, esquivo, enérgico) y el cristal (lo transparente, frágil, estático), Lorca emplea dos verbos distintos para las acciones de «las formas»: unas buscan y otras van. No se plantea una oposición entre aquello que sea la sierpe o el cristal (no se trata, en definitiva, de conceptos antagónicos), como tampoco lo hacen las acciones que conducen a ellos. No hay enfrentamiento, sino apertura; a ello nos agarramos.
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Como se sabe, el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo ocupa el espacio de la antigua fábrica de cerámica de Pickman, que se fundó en la cartuja de Santa María de las Cuevas tras su exclaustración. Digamos que las particularidades del edificio son difícilmente disimulables: los espacios, particularmente los sagrados, se niegan a dejar de ser lo que son por mucho que se les agreda. Con esto no quiero decir que alguna divinidad actúe, astutamente, fastidiando los planes de reforma, sino que el edificio fuerza a sus nuevos usuarios a seguir sus antiguas normas. Las construcciones sagradas, es decir, aquellas que quieren consagrar un espacio para que los dioses puedan habitar en él, son esencialmente simbólicas: sus elementos no responden simplemente a una función, sino que encierran una superposición de significados. Aunque una escalera solo sirve para salvar una diferencia de altura, la escalinata del altar de un templo puede representar la ascensión del alma, una montaña santa, distintos grados de perfección, las virtudes, etcétera. Se trata, en resumen, de «la reproducción terrestre de un modelo trascendente»[3].
Aunque la mayor parte de la exposición se ha distribuido por las salas del claustrón sur, también hemos ocupado dos capillas y el claustro, de modo que varios artistas han tenido que encarar esta resistencia del espacio. La Capilla de Afuera tiene un nombre lo suficientemente expresivo como para que nos entretengamos en precisar su ubicación. Lo de «afuera» es, sin embargo, significativo: en la mentalidad religiosa, los límites, los umbrales y las fronteras son fundamentales[4]. En este espacio intersticial, encontramos la instalación de Álvaro Escalona, que reproduce –tratados y compuestos– sonidos grabados en los puentes neoyorquinos que cruzan el East River. El visitante se encuentra con unos bancos dispuestos en triángulo que apuntan hacia el retablo barroco que aún preside el espacio. Fabricados en madera, están cubiertos con un vinilo espejado, de modo que reflejan (y desdibujan) los elementos preexistentes en la capilla y, llegado el momento, al propio espectador. Escalona pensó su instalación como un limbo, un lugar donde se está de tránsito aunque no se sepa muy bien hacia dónde. En muchas mitologías aparecen el canto y la música: los ángeles entonan y los astros suenan en su devenir armónico por los cielos; lo del tráfico es una innovación. Esta «belleza nueva» de los coches y los puentes, parafraseando a Marinetti, no desafía la belleza antigua del lugar, sino que, mediante la extrañeza, se une a ella.
Rudolf Otto afirma en Lo santo que en la presencia de lo divino se experimenta «un terror de íntimo espanto, que nada de lo creado, ni aun lo más amenazador y prepotente puede inspirar»[5]. No es casual que el rito de consagración de las iglesias comience repitiendo las palabras de Jacob, el patriarca: «Terribilis est locus iste»[6]. Cuán terrible es este lugar[7]. La capilla de san Bruno aún conserva restos de su azulejería, un calvario gris y modesto pintado en una hornacina, la heráldica de la Cartuja con llagas en vez de estrellas y fauces de dragón en las nervaduras de la bóveda. Donde alguna vez estuvo el retablo, Valle Galera ha colocado una cuerda hecha con sus cabellos. Nos acordaríamos de aquella princesa del cuento infantil si no fuera por la gravedad del lugar y porque, por su disposición, parece que cae desde el Gólgota. Sabemos que Federico entregó dieciocho fotografías a José Bergamín junto con el manuscrito de Poeta en Nueva York. Una de ellas, la de un negro linchado y quemado, nunca se publicó en el poemario. Seguramente, esta imagen llegó a Lorca en forma de postal, ya que hasta la primera década del siglo XX estos suvenires tuvieron alguna popularidad. Baste mencionar que en la misma época circularon, también en postales, las horripilantes imágenes de la ejecución de Fu-zhu-li por el procedimiento llamado «muerte de los mil cortes», que consiste en trocear vivo al reo. La detestable circulación de estas estampas nos da una idea de hasta qué punto los representados (es decir, los cosificados, maltratados, fetichizados y asesinados) no se conciben como un alguien, sino como un otro. Galera ha reconstruido la imagen del negro quemado en un ambrotipo, que se proyecta contra la pared discreta y fantasmagóricamente, intentando con este gesto restituirla en el lugar donde Lorca la quiso. «La sociedad intenta desviar hacia una víctima relativamente indiferente, una víctima “sacrificable”, una violencia que amenaza con herir a sus propios miembros, lo que ella pretende proteger a cualquier precio»[8], escribe Girad. Estas barbaridades, que hoy nos horrorizan, responden a un planteamiento propagandístico muy elemental. La violencia busca presas incansablemente; para salvaguardar a los nuestros hay que «desviarla hacia la víctima sacrificial, la única a la que se puede herir sin peligro, pues no habrá nadie para defender su causa»[9]. Hay que exhibir los cadáveres en la plaza pública para que todos sepan que se ha hecho lo que se tenía que hacer. Nosotros, en un gesto similar (pero con intenciones claramente opuestas) hemos suspendido una cuerda de pelos[10] en el hueco dejado por el altar: la soga del ahorcado, las ligaduras, un cuerpo en caída, una amarra o una fisura. «No busquéis, negros, su grieta | para hallar la máscara infinita»[11].
Hablábamos de obras que han tenido que negociar con el espacio; ahora, hablemos de una que lo atraviesa. Dibujando un meridiano, una columnata hueca cruza el edificio. Como un monumento al colapso emplea la reproducción de un capitel (que se conserva en el atrio) y sus moldes y contramoldes para proponer una arqueología que podríamos llamar semántica. No es ocioso que la pieza reproducida sea, a la vez, un elemento de sustentación y de ornato, como tampoco lo es que los materiales con los que se han construido guarden relación directa con el edificio y su historia. La propuesta de Mercedes Pimiento altera, de un modo sutil pero efectivo, las coordenadas del espectador: no solo caminamos encima de los pilares, sino que entrevemos en ellos momentos pasados y futuros. Esta lectura temporal se explicita en el hecho de que algunas de las piezas se descompondrán en el transcurso de la exposición por la acción de los elementos, dejando como testimonio un residuo o un hueco. Podemos presentirlo («siguiendo las líneas de fragilidad actuales, para llegar a captar lo que es, y cómo lo que es podría dejar de ser lo que es»[12]), como podemos advertir que los moldes (reconvertidos en obra) son en realidad una imagen del pasado de la pieza.
Las piezas de Irene Infantes hablan de la memoria, que no es, en rigor, lo mismo que el pasado. Es un lugar común pensar que lo textil va de la mano de una cierta calidez; sirvan, como desmentido, los armiños de los reyes o los uniformes militares. Sin embargo, sorprende cómo Equilibrio del arropo causa una sensación acogedora a pesar de su monumentalidad. Se trata de unas piezas confeccionadas con la lana del interior de colchones viejos y en ellas se han dibujado unas pocas formas redondeadas y coloridas con las que la artista demuestra una formidable habilidad compositiva. Hay, en estas figuras y líneas, algo amable que despierta una inmediata sensación de simpatía. Conviene reparar en el cauto acto de exhibicionismo que supone mostrar el interior de unos objetos tan privados como los colchones (¿hay algún lugar donde quedemos más vulnerables?). «Arropar» es, en definitiva, un verbo íntimo: cubrir con amor y cuidado. Hay un tipo de afecto que se manifiesta mediante la delicadeza, porque doblar con atención y guardar con primor no son simplemente actividades de intendencia, sino acciones domésticas. Por eso, en las pilas de mantas, cromáticamente ordenadas, tiernamente amontonadas, recordamos la seguridad del hogar. Como escribe Bachelard, «la casa ya no conoce los dramas del universo. A veces el viento viene a romper una teja para matar a un transeúnte en la calle. Ese crimen del tejado solo apunta al peatón tardío. El rayo enciende un instante los vidrios de la ventana. Pero la casa no tiembla bajo el trueno. No tiembla con nosotros y por nosotros. En nuestras casas, apretadas unas contra otras, tenemos menos miedo»[13].
Foucault, en la famosa conferencia Des espaces autres, llamó heterotopías a lugares que son un «contra-emplazamiento». «Lugares que están fuera de todos los lugares, aunque sean sin embargo efectivamente localizables»[14], como los cementerios, los barcos, las bibliotecas, los museos, las prisiones, los geriátricos o los sanatorios. Aunque Foucault diga que el trabajo de Bachelard (que justo acabamos de citar) concierne «al espacio del adentro» y mientras que él quisiera hablar «del espacio del afuera», creo que a nuestro posestructuralista favorito le interesaría el estudio de un caso interior. Pertenezco a una generación sin casa, que vive entre continuas mudanzas, habitando espacios sin domesticar, donde ni el mobiliario, ni la disposición de las salas, ni el color de las paredes nos pertenece. En las grandes ciudades, donde el capitalismo ha impuesto su velocidad feroz, es habitual encontrar espacios que conservan restos de otros inquilinos y usos. No quisiera hablar de arqueología –un término demasiado grandilocuente– sino más bien de rastro. Este panorama de azulejos a medio quitar y PVC sin cubrir es nuestro paisaje: aquello que se divisa desde nuestras ventanas. Aunque le pese a los nostálgicos del buen salvaje y a los lectores de los románticos alemanes, nuestro hábitat no está entre robles, montañas y riachuelos, sino en medio del acero y el hormigón. Este es el entorno que evoca Gran serpiente pequeña serpiente, presa, una instalación alicatada donde se han dispuesto esculturas de acero, látex con óxido y residuos, vaciados de tubería hechos en cemento y un fluorescente. El trabajo de Christian Lagata juega con la sensación casi contradictoria que nos provocan estos materiales: de una parte, las aristas afiladas y la rotundidad de los elementos nos los hacen ajenos e incluso, intimidantes; a la vez, reconocemos con familiaridad su aridez e insensibilidad
El trabajo escultórico de Lagata se sirve de recursos muy reconocibles dentro de la tradición escultórica reciente, como el empleo de estructuras modulares o la oposición entre lo orgánico-cálido con lo industrial-frío. Más allá de las lecturas formales que podemos hacer de su instalación, se nos propone una reflexión sobre cómo el entorno urbano, que ya se nos da definido, ahorma nuestras vidas; y sobre cómo la ciudad se va rehaciendo a sí misma, añadiendo capas a un mismo esqueleto, integrando ese ruido (esos rastros) como otro elemento constructivo más.
En la tradición occidental, la ciudad se ha empleado a menudo como metáfora de la corrupción y la podredumbre moral. San Benito se hizo monje porque al llegar a Roma se espantó de ver tanto pecado; en el siglo III, unos hombres que leyeron la parábola del joven rico se marcharon al desierto para alejarse (espiritual y espacialmente) de la condenación eterna. Sobre la oposición desierto y mundo se han edificado (al menos) dos tercios de la espiritualidad cristiana. Sospecho que lo que hace malvada a la ciudad es, justamente, el desorden. «A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. […] Esta ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque sea en un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz»[15]. Estas consideraciones del personaje protagonista de «El inmortal» de Borges nos revelan, por su exageración, la lógica que opera en este razonamiento, que es la de los trascendentales: el desorden no es bueno, ni bello, ni verdadero. Los cartujos son unos eremitas singulares, que se juntan por economizar esfuerzos. Consagran su vida al silencio y a la soledad de la celda: al desierto. Siguiendo este símil, Florencia Rojas viajó hasta el desierto de Tabernas para fotografiar la flora del lugar. Les mauvaises terres à traverser (Las tierras baldías que atravesar) es una instalación compuesta por fotografías en blanco y negro enmarcadas entre enormes paspartús y baldas con cuencos de agua del Guadalquivir en equilibrio. Las imágenes procuran mostrar no solo la planta, sino también el entorno en que viven, rodeando todo en una inmensidad blanca que potencia la sensación de aislamiento. Resulta imposible no recordar los versos de Eliot:
«¿Cuáles son las raíces que agarran, qué ramas crecen
en esta basura pétrea? Hijo del hombre,
no puedes saberlo ni imaginarlo, pues conoces solo
un montón de imágenes rotas, donde el sol bate,
y el árbol muerto no da sombra, ni el grillo alivia,
ni hay rumor de agua en la piedra seca […]»[16].
El frágil equilibrio del que depende la supervivencia en condiciones extremas se explora simbólicamente en la sucesión de cuencos, que aluden a la historia del monasterio. Si se presta atención, en los recipientes se verá una fecha grabada sobre el cristal: se trata de una retahíla de años en los que la cartuja fue inundada por las crecidas del río, que se producían con tanto ímpetu lograban ahogar a los monjes. Es irónica la contraposición de significados entre el desierto, las riadas y sus distintas alegorías: el agua y el manantial son, en la tradición cristiana, símbolos de la acción de Dios, que se ve que también anega celdas y mata cartujos.
Los exégetas creen que el «desierto» no hace referencia a un páramo lleno de arena y escorpiones, sino a un lugar donde no vive nadie. Creo que no pondrían pegas a incluir un glaciar como el Vatnajökull. El hielo no es de fiar: uno camina sobre él o dentro de él con temor a que, de repente, todo colapse. Tiene, por así decirlo, una solidez fáctica, pero inverosímil. Moreno & Grau nos ofrecen unas imágenes de este glaciar en las que los colores y las formas tienen un aspecto irreal: hay lugares que nos hacen dudar de su existencia. La propuesta de las artistas integra estos elementos paradójicos: lo vemos en la línea de cobre que parece que se dobla, refractada en el charco del tronco. También en las gotas suspendidas, fijadas en el momento justo de su caída (¿qué hay más extraño que un movimiento que no se mueve?). Hay, en toda su instalación, un cierto componente cinético que se ve muy a las claras en la serie de fotografías en las que una mano sujeta un trozo de hielo. El peso del hielo se opone al impulso del brazo levantado (notamos, en esa quietud, la contraposición de dos fuerzas) mientras que la adecuación progresiva de los dos elementos (el hielo y la mano) genera una sensación de progreso.
«Diríase que la Fotografía lleva siempre su referente consigo, estando marcados ambos por la misma inmovilidad amorosa o fúnebre, en el seno mismo del mundo en movimiento: están pegado el uno al otro, miembro a miembro, como el condenado encadenado a un cadáver en ciertos suplicios; o también esas parejas de peces […] que navegan juntos, como unidos por un coito eterno»[17]. Como en estas historietas con moraleja, el gran prodigio de la fotografía –su capacidad técnica para reproducir fielmente la realidad– terminó siendo su maldición. El estrecho vínculo entre la técnica y su objeto, esa relación fatal según la cual no hay fotografía sin algo o alguien, hizo entender hasta a los propios fotógrafos que lo interesante de su disciplina era solo su utilidad. Dicho de otro modo, la fotografía rara vez ha sido entendida como un fin en sí misma, sino como un medio para tomar retratos de familia, estampas de actualidad o escenas costumbristas. Afortunadamente, las prácticas contemporáneas han ido disolviendo ese grillete, independizando a los fotógrafos de los entes concretos del mundo. Resulta curioso cómo la aparición de la cámara liberó a los pintores de pintar burgueses y señores ilustres justo en la misma medida en que traspasó la obligación al señor que se escondía detrás de la cortinilla negra y sujetaba el flash. Hay un fantasma que recorre Europa: el fantasma de la figuración. José Manuel Martínez Bellido juega con lo que las cosas parecen. Las fotografías que vemos en esta exposición, discretamente pegadas contra la pared, retratan hongos que viven sobre placas fotográficas, de tal modo que parecen vegetación, madejas, algas o esas formas que dibujan las ciudades cuando se sobrevuelan de noche. Este triple alejamiento del ser (no la cosa misma, ni la imagen de la cosa, sino la imagen de la cosa que parece otra cosa) enfurecería a Platón. En nosotros, por el contrario, despierta la emoción del desvelamiento: miramos algo extraño que ha sido encontrado mediante una búsqueda minuciosa. Es un enigma inofensivo, que nos enfrenta ante una imagen de lo real (el hongo existe con la misma dignidad ontológica que un ministro o una bicicleta) desconcertante. A estas imágenes les conviene la negrura, que nos priva de referencias: uno desea abismarse en ellas, entrar «más adentro en la espesura»[18].
Apenas hay solemnidad o misterio en el trabajo de Ana Barriga, que ha pintado un mural en el que ha colgado un cuadro. Se trata de una intervención colorida, vitalista y socarrona en la que Barriga interpreta (o más bien, glosa) Vuelta de paseo, el primer poema de Poeta en Nueva York del que se ha extraído el título de la exposición. El empleo de abundantes elementos de la cultura popular (la cara de Chewbacca, un Wally recostado como una odalisca, marcianitos, cartoon y un Lorca bailando la Macarena) tiene algo macarra e iconoclasta que choca con la premonición lúgubre del poema («Asesinado por el cielo»), asunto que se retoma en el lienzo, en cuyo centro leemos un «memento mori». El alegre batiburrillo de referencias resulta por una parte desconcertante y por otra, liberador. Habrá quien lo discuta, pero el cachondeo es un arma de eficacia comprobada contra las grandes calamidades de esta vida: ahí están las danzas macabras, los chistes de judíos y las novelas sobre cómo se perdió el segundo libro de la Poética de Aristóteles.
Los sacerdotes de todas las religiones han sido muy aficionados a quemar cosas para contentar a sus dioses, así que un claustro lleno de chimeneas tiene un airecillo poético. La instalación de Pablo Capitán del Río, que se sitúa en torno a la panza de uno de los hornos de la antigua fábrica de loza, podría sintetizarse con aquella enseñanza de Heráclito: todas las cosas surgen del fuego. El ejercicio retórico alrededor a la idea de combustión y sus satélites (la luz, el calor y el humo) compone un recorrido visual dinámico, que va de la chispa a la mecha y, de ella, a la lumbre. Capitán se sirve de tensiones muy elementales, y por tanto muy eficaces, como las que surgen al oponer el peso con la liviandad, las verticales con las horizontales y lo débil con lo recio. En este sentido, las endebles varillas de la cortina (bengalas que se han soldado al prenderse juntas) miran a las láminas duras, rugosas y apretujadas de la pieza del huevo; la estufa desmantelada sobre el felpudo parece la consecuencia natural y contraria de la chispa levitante de la madreperla. Notamos en estas obras una velocidad congelada, un proceso suspendido para que se pueda examinar con tranquilidad.
Podríamos establecer una relación, por contrarios, con la pieza de Álvaro Albaladejo, en la que una moldura que imita el adorno de una reja se descompone, parsimoniosamente, ante los ojos del espectador. La mezcla de escayola con permanganato de potasio reacciona (secretamente) cambiando de color y de textura, exudando cristales que se oxidan sobre la cabeza del visitante. Dinámica de la descomposición desarrolla literalmente el título de la exposición: la forma serpenteante que vemos en el techo de la sala terminará por cristalizar según lo permitan el calor y la humedad. Se trata de una pieza en proceso (calificarla de viva me parece una exageración y un agravio a los minerales) que se concluirá, o al menos se detendrá, con su destrucción durante el desmontaje, ya que por las condiciones en que se ha instalado resulta imposible preservarla. La obra busca un encuentro dramático con el espectador, que no puede verla hasta que se da de bruces con ella. Este carácter esquivo (serpentino) guarda una anécdota simpática: el permanganato sirve como antídoto para las mordeduras de víbora.
Kandinsky escribe: «Al igual que nosotros, estos artistas puros intentaron reflejar en sus obras solamente lo esencial; la renuncia a la contingencia externa surgió por sí misma»[19]. Dejando a un lado los excesos de su prosa, es interesante cómo se entiende la autonomía de la obra en De lo espiritual en el arte. Si lo resumimos, la pintura solo debe depender de sus propias cualidades internas (color, forma, etcétera) para no hipotecarse con la caducidad de las cosas que representa: «Miles de lienzos que reproducen por medio del color trozos “naturales”: animales en luz y sombra, bebiendo agua, junto al agua, tumbados en la hierba; junto a ellos una crucifixión hecha por un artista que no cree en Cristo; flores, figuras sentadas, andando, de pie, a veces desnudas, muchas mujeres desnudas (algunas vistas en perspectiva desde atrás); manzanas y bandejas de plata, retrato del Consejero N; anochecer; dama en rosa; patos volando; retrato de la baronesa X; gansos volando; dama en blanco, terneras a la sombra con manchas de sol amarillas, retrato de su excelencia el señor Y; dama en verde»[20]. Los dos grandes cuadros que Manuel M. Romero ha preparado para esta exposición participan de esta emancipación de la pintura, procurando al espectador (nada más que) una admirable destreza compositiva y un brillante uso del color, que se manifiesta en detalles prolijos y en gestos delicados y hábiles. Estos dos lienzos, que de un primer vistazo parecen dos monocromos contrapuestos (el uno blanco, el otro negro), ofrecen al que se detiene en ellos eso que torpemente se nombra como «la sensualidad de la pintura» y que Kandinsky, que sabía que solo se puede hablar impropiamente del color y de la forma (esto es, que la escritura no puede acercarse con precisión a ellos) describió en términos musicales. Las cosas puras, aquellas que solo dependen de sí mismas, son herméticas al lenguaje.
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originalmente publicado en el catálogo de la exposición, publicado en Sevilla, en el verano de 2021, ISBN 978-84-09-32875-8.
[1] Brian Moynahan, Leningrado. Asedio y sinfonía, Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2015, p. 25.
[2] Federico García Lorca, Poeta en Nueva York, Madrid: Cátedra, 2018, p. 106.
[3] Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Barcelona: Paidós, 1998, p. 48.
[4] Crf: Mircea Eliade, op. cit., p. 24.
[5] Rudolf Otto, Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Madrid: Alianza, 2001, p. 23.
[6] Gn 28, 17.
[7] RVR1960, Gn 28,17.
[8] René Girard, La violencia y lo sagrado, Barcelona: Anagrama, 2016, p.14.
[9] René Girard, op. cit., p. 23.
[10] («Entre las formas que van hacia la sierpe | y las formas que buscan el cristal | dejaré crecer mis cabellos»), Federico García Lorca, op. cit., p. 105.
[11] Ibidem, p. 123.
[12] Michel Foucault, Obras esenciales, volumen III, Barcelona: Paidós, 1999, p. 325.
[13] Gaston Bachelard, La poética del espacio, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 45
[14] Michel Foucault, Des espaces autres, en https://foucault.info/documents/heterotopia/foucault.heteroTopia.fr/ [consultado 20/12/20].
[15] Jorge Luis Borges, «El inmortal» en El Aleph, Destino: Barcelona, 2004, p. 19.
[16] T. S. Eliot, La tierra baldía, Barcelona: Lumen, 2015, p. 87.
[17] Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Barcelona: Paidós, 2009, p. 27.
[18] San Juan de la Cruz, Poesía, Madrid: Cátedra, 2015, p. 257.
[19] Vasili Kandinsky, De lo espiritual en el arte. Contribución al análisis de los elementos pictóricos, Barcelona: Paidós, 1996, p. 21.
[20] Vasili Kandinsky, op. cit., p. 23.