(Una aclaración previa: en febrero de 2019 la revista Perdiz me encargó este texto, que tiene como excusa la obra del fotógrafo Max Pinckers. El proceso de edición se extendió hasta finales de mayo. A mediados de agosto supe que Pinckers se negaba a que sus fotografías acompañasen mi texto, de modo que la revista había sustituido mi artículo por un publirreportaje a gusto del autor. En ningún momento se me hizo comunicó que necesitaba el placet del fotógrafo para que el texto se publicase. De haberlo sabido, hubiese declinado la oferta, porque, aunque me dedico a muchas cosas, aún no me he hecho publicista. Cuelgo ahora el texto en mi web, sin las fotografías que se citan, porque creo que los temas de los que hablo son igualmente interesantes sin ellas.) ***
Para inventarse las cosas hay maneras y maneras. Un amigo del Beni de Cádiz estaba echando una carta por uno de esos buzones de correos que tienen forma de león cuando estalló el polvorín de la armada. «Mira lo que me pasó, Beni: en el momento en que fui a echar la carta por la boca del león, la apretó y me cogió el brazo; y no me lo soltaba. Hasta que le dije: “Suelta, por tu santa madre, que es una explosión”». «Y yo le dije: “¿Eso es verdad?”». «Eso es una mentira como una casa, pero yo lo cuento, Beni, para que te entretengas”». Los cantaores gaditanos siempre han tenido su gracia contando historias.
Otra. A Ignacio Espeleta lo echaron del matadero por robar carne metiéndosela en los pantalones (a esto se le llama “carne de bragueta”), así que fue a pedir trabajo al alcalde, que lo empleó de guardajardines. “Ignacio era muy flojo”, contaba Chano Lobato, así que se hizo un látigo de 30 metros para espantar a los gatos sin tener que moverse del sitio. El tal Ignacio fue el mismo compadre que inventó el “tirititrán” con el que se arrancan las alegrías un día que llegó tan borracho al tablao que no se atinaba con la letra. O eso contaba Chano.
Un concepto estrecho de verdad nos obligaría a afirmar que estas historias son falsas, porque no se han producido minuciosamente tal como han sido narradas. La precisión del relato, el atestado. Esta concepción rigorista es, sin duda, de bárbaros, porque una buena exageración no engaña a nadie: “Además, qué susto no pasaría la gente de Cádiz que no quedó ni un jorobado. ¡Todos se pusieron derechos!», dijo Beni de la explosión. Es una forma de cortesía, porque donde se puede narrar un hecho prosaico, se ofrece un relato memorable.
La vida sin cuento no vale nada. Aporto, como si fueran necesarias, demostraciones contundentes. Borges advirtió que Cervantes estaba abrumado al escribir el final del Quijote (“Dio el espíritu, quiero decir que se murió”): “Se ve que él está conmovido y que no acierta con las palabras. Él está muy conmovido al despedirse de su amigo —de nuestro amigo— Alonso Quijano”. En La cocina cristiana de Occidente, Álvaro Cunqueiro sostiene teorías improbables y fascinantes (la gastronomía era un terreno adecuado para las especulaciones, hasta que se convirtió en una ciencia). Hay un texto en el que se afirma que toda la teología medieval se asienta sobre las becadas guisadas, los bueyes asados, las percas y los faisanes trufados que los prelados se zampaban. Una especie de influjo por deglución o algo así. Me gustan estas ideas alambicadas, lo reconozco.Es más hermoso que a Cervantes le conmueva la muerte de su amigo que lo contrario, así que yo lo doy por bueno, porque lo bello y lo verdadero son la misma cosa.
Un interés parecido a este debe tener Max Pinckers, quien ha dedicado parte de su trabajo a fotografiar y entrevistar a personajes que se han inventado la vida. Hay, incluso en estos casos excesivos, gradaciones. Darius McCollum padece una maravillosa afición al transporte público y el síndrome de Asperger. A los ocho años había memorizado toda la red ferroviaria metropolitana de Nueva York. A los quince, alguien le dio un uniforme de la empresa de transportes. “No puedo comparar ese sentimiento con nada”. Querido lector, ¡ veo sonreír!, pero esta historia es menos original de lo que parece; puede leerse en cualquier hagiografía. Es cierto que la afición por conducir trenes y autobuses es menos sublime que la de redimir almas, pero cada uno hace lo que puede. La búsqueda de la vocación. El intrépido McCollum ha terminado en la cárcel por suplantación de identidad: no es un conductor legítimo, aunque conduce realmente bien. Jamás ha provocado ningún accidente y eso que ya lo han arrestado 30 veces. “Simplemente me encanta todo. Me encantan la atmósfera, las luces, las señales. Me encanta el hecho de que se esté moviendo todo el tiempo, 24 horas al día, siete días a la semana. No hay nada malo que pueda decir sobre el sistema de transporte”. Por amor se hacen locuras, ya se sabe. Lo injusto del caso del bueno de Darius es que su desdicha es, en buena medida, burocrática. Es extraño toparse con alguien que sabe qué lo haría feliz, pero mucho más raro es que esa felicidad —completa, redonda, perfecta— la pueda dar un trabajo para el que ¡además! el candidato está perfectamente cualificado.
Los personajes con los que se ha topado Pinckers son, sin duda, extraordinarios. ¿Conoces a Jay J. Armes, el investigador mutilado y armado? “Sin brazos pero letal”. Tiene una oficina en El Paso tan hortera como se puede esperar: relojes marcando la hora en varios husos horarios, un mural multicolor con el mapa de Norteamérica, libros de esos que hacen bonito en la estantería, sillones blancos y moqueta con estampado de cebra. Afirma haber rescatado de un secuestro al hijo de Marlon Brando. También dice que resuelve casos complicadísimos (e inverosímiles) porque Jesucristo trabaja para él. En sus ratos libres, domestica animales, porque Jay J. es el culmen del proyecto ilustrado: no hay enigma, humano o natural, que se le resista. Han intentado matarlo 13 o 14 veces (ni él mismo lo tiene claro) y le habían herido entre 6 y 7 veces en cumplimiento del deber. ¡Le da tan poca importancia que ni las tiene bien contadas! Su aspecto es formidable: traje y ganchos plateados donde deberían estar las manos. Las perdió en un accidente con dinamita cuando crío: uno de esos sucesos que engalanan una biografía. Se ha hecho injertar un mecanismo en el bíceps para disparar su Magnum del 22 con “la mente”. Es probable que el detective ganchudo y mortífero haya resuelto más crímenes de los que se han cometido, lo que nos da una idea aproximada de su fiabilidad. Porque Jay J. Armes en realidad se llama Julián Armas, es hijo de americomexicanos y se arrancó las manos al tener la feliz idea de darle con un picahielos a un explosivo. “Para la mayoría de las personas, perder ambas manos sería el final del espectáculo; para él, fue el comienzo”, dice un amigo de la infancia. Para superar esa desgracia, el tipo empezó a fingir lo que quería ser, que es una manera como otra cualquiera de llegar a serlo. Tenía conversaciones secretas con agentes infiltrados a voces y se arregló el coche como el de un superdetective. ¿A quién no le gusta un héroe de cartón piedra?
Como decía al principio, para inventarse las cosas hay maneras y maneras. Un día, dando vueltas por la hemeroteca, di con un artículo que hablaba de la nobleza apócrifa sevillana: gentes que se otorgan un título nobiliario y empiezan a funcionar con él. La vida, que está llena de estrecheces, tiene sus mecanismos para ensancharse. Esto, que se lo toleramos sin refunfuñar a las artes, no veo por qué deberíamos reprochárselo a los hombres. No es una artimaña sencilla (digo que soy algo, miento), sino un sofisticado artificio de construcción de la personalidad en el que las supuestas simplezas de la vida prosaica son delicadamente sustituidas por las elaboradas complejidades de la vida deseada. Cualquier vida es, en buena medida, el relato que se hace de ella y, si alguien dice que es un archiduque (o un ferroviario, o un detective), actúa como un archiduque, viste como tal y hace lo que se espera de él, no sé por qué habría que fingir que no es un archiduque.
Ahora vendrán las dificultades morales. ¡El engaño, el embuste, la farsa! “No soy un impostor porque nunca me he hecho pasar por otra persona. Sigo siendo yo”, dice McCollum, el entrañable loco secuestratrenes. Hay casos más o menos espinosos, claro. Herman Rosenblat mejoró su internamiento en un campo de concentración contando que había sobrevivido porque una niña con la que años más tarde se casó (él también era un crío entonces) le lanzaba manzanas sobre el alambre de espinos. ¡A Oprah le encantó aquello! “Esta es la historia de amor más grande que hemos contado en los 22 años que llevo haciendo este programa”, dijo. El bueno de Herman, la muchachita y el manzano: el amor había convertido Buchenwald en el jardín del Edén. Pero con nazis. Rosenblat escribió un libro —Angel at the Fence: The True Story of a Love That Survived— que no llegó a ser publicado porque alguien se dio cuenta de que no era del todo verosímil que unos niños pudiesen jugar junto a las alambradas de un campo de exterminio. Con el Holocausto se permite poco juego a la imaginación, sobre todo porque hay quien niega que haya ocurrido. Es, digamos, una prevención tolerable. La foto en que Pinckers recrea a Rosenblat (de espaldas, calvo, pantalón gris claro, camisa blanca, agarrado a un árbol, con una manzana en la mano) genera compasión. Parece un vendedor de seguros acabado. “No fue una mentira, estaba en mi imaginación, y lo creí en mi imaginación y en mi mente. Todavía ahora creo que ella estaba allí y que me lanzó una manzana”.
Un ejemplo más irritante es el de Rachel Dolezal, la mujer blanca que se siente negra. Dolezal fue una activista beligerante en la lucha por los derechos de los afroamericanos. Ella misma se reclama una de ellos, aunque es tan negra como yo (créanme, soy blanco como una pared, como un yogur desnatado). Aunque ella se maquilla y se viste para dar el pego y a mí lo de ser un hombre blanco me sale natural. «Desde mis primeros recuerdos, tengo conciencia y conexión con la experiencia negra. No es algo de lo que me pueda desprender. Sentía una confusión de identidad». Cuando la prensa le apretó las tuercas dijo que “todos tenemos ancestros africanos”. Y en cien años, todos calvos. Mira, apropiarse de un sufrimiento que no has padecido para engalanarte no es lo mismo que querer ser un archiduque. Parece que este es el límite de la legitimidad de la inventiva: no se pueden dejar cosas bonitas en manos de los activistas.
Hay un verso de Hölderlin que quiero desnaturalizar aquí: “Poéticamente habita el hombre”. Las formas en que escogemos pasar la vida son, a menudo, predecibles. Hay poca sorpresa, me reconocerás, en que el hijo de un médico estudie medicina. En la misma medida, hay algo admirable en que una familia ponga un OVNI en circulación o en que un tullido quiera ser el detective más grande de todos los tiempos. O en que un hidalgo cualquiera decida ser un caballero andante. Las empresas extravagantes son las únicas que merecen la pena. ¿No querían que la gente persiguiese sus sueños?