crítica – Guillermo Mora: Un puente donde quedarse

(c) Alcalá 31 – Comunidad de Madrid

Allá por los años cuarenta, Antonio Palacios recibió el encargo de hacerle una sede al Banco Mercantil e Industrial. Ya es mala pata: de todo el patrimonio inmobiliario que posee la Comunidad de Madrid, tuvieron que convertir este mamotreto en una sala de exposiciones. Tiene una gran galería abovedada y una decoración que parece sacada de algún tebeo donde Batman haga turismo por Gotham City. Como guinda, el acceso está vigilado y hay que pasar un arco de seguridad y colocar la mochila en un escáner. Planazo.

Hasta finales de julio puede verse en Alcalá 31 Un puente para quedarse, una exposición de Guillermo Mora comisariada por Pia Ogea. En un elogiable intento de domesticar el espacio, Mora ha forrado los pilares de la sala con paneles y los ha unido transversalmente, de modo que la galería central no pueda ser atravesada. Para recorrerla, el visitante tendrá que ir avanzando por estos pasillos coloridos, marchando a lo ancho en vez de a lo largo. Insertas en este nuevo recorrido, el espectador se encuentra con el trabajo habitual del artista: superficies coloridas plegadas sobre sí mismas, algunas ajadas, otras craqueladas; esculturas compuestas por listones de madera pintados o forrados, unos murales de papel rasgado y grapado, cilindros hilvanados y dejados en suspenso y elementos construidos con maderitas groseramente ensambladas, de un airecillo povera.

Ignoro si la muestra está concebida como una retrospectiva (se recogen cuarenta obras producidas en los últimos quince años), pero el resultado parece un site specific adornado. La sobredimensionada intervención central hace que el resto de las piezas parezcan un mero relleno. Tampoco ayuda la justificación curatorial («acercan lo micro a lo macro, lo íntimo a lo público, el lienzo a la arquitectura»), que serviría para esta o para cualquier otra exposición; o que, vez de cartelas explicativas, las obras estén acompañadas por unos letreros gigantes que, adheridos a las paredes o a los suelos, solo despejan nuestras dudas en cuanto a nombre, fecha y propietarios (o disponibilidad). La hoja de sala nos enumera, eso sí, la retahíla de «gestos radicales» del artista, que «ponen en cuestión el rol de la pintura durante siglos» y otras consideraciones similares. Por si fuera poco, un vinilo en la entrada nos informa de que «Guillermo Mora es uno de los artistas plásticos españoles de mayor proyección nacional e internacional de su generación» y que es «el artista más joven» en realizar un proyecto en esa sala.

Mala cosa tener que alertar al espectador, no sea que se le escape.