Ocurre pocas veces que una sociedad se pone de acuerdo para declarar unánimemente la importancia de algo. Uno de estos unicornios es la «cultura» (dicha así, en general y sin especificar bien lo que es), cuyo valor está más allá de toda duda y cuya causa nos parece, en resumen, justa entre las justas.
La idea de que la «cultura es de todos» es un descubrimiento reciente del espíritu humano. Los méritos de la escolarización general y la mejora de las condiciones económicas del común de la población han permitido que cualquier hijo de vecino pueda, en resumen, ir a escuchar a Wagner o a mirar a Velázquez. Como a los habitantes de la biblioteca de Babel, «la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto». Hay, siempre que se descubre algo valiosísimo, una propensión al apostolado: si entendemos que la «cultura» es algo tan deseable, no podemos permitir que los gentiles permanezcan ajenos. Por tanto, si las gentes no se lanzan contra las librerías, los teatros o los auditorios es porque guardan (¿qué otra cosa podría ser?) resabios del Antiguo Régimen, prácticas que se sustancian en el archienemigo de la «cultura»: el elitismo, al que se combate con el mullido acero de la divulgación.
Los mecanismos por los cuales alguien se siente intimidado ante el pórtico de un teatro o ante un tomo demasiado grueso escrito por algún filósofo alemán son muy variados. Lo que siempre es constante es la consigna del divulgador: usted también puede. Y normalmente de una manera muy sencilla.
La semana pasada tuve dos experiencias extáticas. La primera me ocurrió leyendo la prensa: un periódico contaba que hay un director de orquesta que explica la Sinfonía Júpiter poniéndole motes a sus movimientos: al primero «Chuck Norris», al segundo «Meg Ryan» y al tercero «Pequeño Nicolás». Desconozco si el director sabe que la Júpiter tiene un cuarto movimiento y de saberlo, por qué este desmerece una referencia pop. La noticia, que celebraba enormemente esta iniciativa, sentenciaba: «La música no basta». La segunda experiencia, ocurrida el día anterior mientras merodeaba por una librería, fue el hallazgo de un volumen titulado Mozart mola y Bach todavía más. La causa de la «cultura» debe ser admirable, porque sólo con una enorme esperanza teleológica se pueden practicar según qué desmanes. Si he escogido estos dos ejemplos bochornosos es para evidenciar (luego iremos a casos más comedidos) la condescendencia con la que se practica la divulgación. El director, un tal Edgar Martín, entiende que como los espectadores ya «no se conforman con sentarse y escuchar» sino que «quieren una experiencia» (se ve que antes la gente iba al teatro a convertirse en estatuas de sal), lo mejor para que Mozart les resulte atractivo no es explicarles con rigor qué es una sinfonía, ni por qué Mozart hace las cosas como las hace, sino practicar una banalización que se fundamenta en que el auditorio tiene una disfunción en el entendimiento que le impide comprender las cuestiones más básicas sobre teoría de la música. O bien, un déficit de atención que le impediría escucharse una sinfonía de un tirón y poder disfrutar de ella gracias a una buena interpretación de la orquesta (no he tenido la ocasión de escuchar cómo toca la Camerata Musicalis pero me temo lo peor), con lo cual, sin duda lo mejor es atiborrar a Mozart de edulcorante y de chascarrillos y de gente haciendo el cretino todo el rato en el escenario para que el espectador, a quien la «música no le basta» no se quede dormido. Espero que pronto incluyan lucecitas centelleantes.
Había prometido ejemplos menos escabrosos: el barítono Ramón Gener ha comandado en La 2, hasta diciembre, un programa llamado This is ópera. Gener sabe de música, y ha ofrecido momentos interesantísimos en los que entrevistaba a grandes intérpretes que le ayudaban a explicar el legato, qué cosa es un do de pecho o por qué Giorgio Germont, el personaje de la Traviata, canta como canta. Pero además, se ha visto impelido a salir a la calle y poner a la alegre concurrencia a cantar «La donna è mobile» o a preguntarle al personal qué cosas estarían dispuestos a hacer por amor, como si eso nos llevase a entender mejor el trasunto de la Butterfly. Parece que sin estos gestos de mundanidad no se rompe el halo de misterio que por lo visto gravita sobre la ópera. No puedo remediar ver en estas actitudes gestos de partenalismo, que es la actitud que aflora cuando no se trata al interlocutor como a un igual. Fue Ricardo Muti capaz de enseñar, con un piano por delante, Rigoletto en la Universidad Bocconi, y si ustedes hacen el ejercicio de mirarse el vídeo verán cómo se puede hablar de ópera sin acariciarle mientras tanto la cabeza a nadie.
Escoja a un transeúnte cualquiera e interróguele sobre la importancia de la lectura, la conveniencia de la pervivencia de las pequeñas librerías y la necesidad de la subsistencia de editoriales independientes. Conocemos sus respuestas, claro. Sería muy raro que alguien le respondiese «yo estoy muy en contra de que los jóvenes lean». Las respuestas recurrentes son siempre muy interesantes. Por ejemplo, lo habitual si uno se interesa sobre por qué alguien le regala a su hijo el último volumen de Crepúsculo será «mejor que lean eso que nada». Mejor que lean eso…a que estén en la calle drogándose y delinquiendo. De nuevo es el mismo argumento: como el valor de la lectura es tan superlativo, la lectura del libro escrito con los codos de moda en ese momento es un mal menor. Otro periódico me informaba de la existencia de los booktubers, que «han venido a salvar el libro». Son adolescentes que recomiendan a otros sus últimos descubrimientos, youtubers que saben leer. La noticia celebraba (las noticias de las secciones de cultura, vean el ejemplo anterior y este, celebran unas cosas muy peculiares) el feliz matrimonio de «interacción entre lo digital y lo visual». Todo iría bien si no recomendasen pesadamente los best sellers más infames. Quizás un adolescente podría disfrutar tanto o más con La isla del tesoro, Moby Dick, o Jekyll y Hyde, pero parece que esto no se le ocurre a nadie. Una treta parecida se aplica a los adultos, ajustando el mecanismo a las preferencias de su edad. Seguro que les han fustigado con la penosa frase de John Waters: «Tenemos que hacer que los libros vuelvan a molar. Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles». O su reducción, que ha sido adoptada en la comunicación de muchas editoriales: «Reading is sexy». ¡La literatura debe ser importantísima porque sirve para follar!
Puede replicárseme que estas acciones que a mí me parecen intolerables no son más que inocuos recursos que una industria muerta de hambre practica para subsistir, que vivimos tiempos difíciles y que estoy siendo, finalmente, exagerado. Pero me temo que todo ello descansa sobre un artefacto ideológico que, afirmando que persigue la difusión o la promoción de la cosa cultural, la instrumentaliza y la pervierte. Adorno advierte en la Dialéctica de la Ilustración que la radio no retransmite solemnemente la Novena Sinfonía para que el oyente la escuche, sino para que esté satisfecho con la audición y se sepa culto: «El espíritu reducido a los bienes culturales exige que estos mismos no sean experimentados de forma esencial, sino que el consumidor tenga conocimiento de ellos para legitimarse como individuo cultivado». De esto da testimonio el éxito de los conciertos de grandes hits de la música clásica, a ser posible, envueltos en el aura densa del estar asistiendo a algo especial, como esos esperpentos que monta André Rieu. No se compra la entrada al concierto por la música, sino por la credencial de culto: así, la transacción se realiza en términos en los que el bien cultural («cuya utilidad privada y social está, por lo demás, fuera de toda cuestión») se desvincula de cualquier atributo que lo distinga de otro bien de consumo cualquiera. «Los consumidores [de la sinfonía] se agolpan por temor a perder algo».
Quizás sea sensato asumir que las más altas producciones del espíritu humano (sí, vamos a ponernos rotundos) pueden ser difíciles. Entiendo que en un mundo vertiginoso la idea de tener que detenerse para comprender algo puede ser, en sí misma, disuasoria. Lo maravilloso de este asunto es que no es necesario pasar por el dodecafonismo para tener una vida plena (lamento la enemistad que esta afirmación me cause entre el gremio de los pedantes). Lo peligroso (y lo paternalista y condescendiente) es atraer a esos pobres que aún no saben lo extraordinario que es Verdi racionándoles un caldo rebajado con agua. No sólo es una degradación de aquello supuestamente imprescindible que se ofrece, sino la negación de la posibilidad de disfrutarlos esencialmente. Es, en definitiva, un mecanismo de alienación y de dominación.
Espero con impaciencia una campaña que diga «Venga al teatro: es Mozart».
Texto originalmente publicado en Jot Down Smart, en junio de 2016