El Valle de los Caídos

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«Y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte».

Quevedo

Coincidió que fui al Valle de los Caídos y era la jornada de reflexión. Un amigo me había propuesto la excursión y pensé que sería una buena excusa para escribir una crónica: últimamente no hago nada que no me sirva para preparar un texto. Descubrimos que un autobús interurbano, que cubre la ruta hasta El Escorial, nos dejaba en la puerta. En la dársena 11 preguntamos tímidamente qué autobús nos llevaba a Cuelgamuros. No queríamos parecer fascistas. El 664 nos aseguró una señora; el conductor asintió. Nos bajamos en un cruce de carretera al ver una señal que decía «Cementerio municipal». Detrás de una entrada de granito y unas cancelas hay una caseta como de peaje, donde después de pagar la entrada el empleado de Patrimonio Nacional nos dijo que teníamos que caminar seis kilómetros cuesta arriba. Justo entonces entró un coche negro, al que le preguntamos si nos hacía el favor de subirnos.

El trayecto fue ameno e incómodo. El conductor resultó ser un señor extraordinariamente amable, de los que tratan de usted, sujetan la puerta a las damas y te aseguran que aquello, en invierno, nevado, está precioso. Se equivocó y tomó la entrada de la hospedería. Cuando nos alejábamos se acercó corriendo, ofreciéndonos de nuevo llevarnos hasta la basílica. Se disculpó varias veces y nos dijo que si, cuando terminásemos, el coche seguía allí, con gusto nos bajaba. Era, como digo, un señor muy amable.

Debo reconocer que hay un momento de esplendor en la contemplación de aquella mole, siempre que se guarden las distancias. «Lugar perenne de peregrinación, en que lo grandioso de la naturaleza ponga un digno marco al campo en que reposan los héroes y mártires del Cruzada», dice el decreto fundacional. Lo de lo grandioso de la naturaleza se lo puedo asegurar, lo otro ya no. Porque a medida que uno se acerca, todo va mostrándose grotesco y hortera a pasos agigantados. En la entrada de la basílica hay una gran explanada, como todo buen monumento fascista que se precie. Una arcada, la columnata de San Pedro pero cutre, abraza al visitante entre dos escudos enormes, cada uno con su águila, con su una, su grande y su libre. Subimos un trecho de escaleras y pasamos por debajo de la Piedad, que está recompuesta con una argamasa blanca y que amenaza con aplastar a algún visitante dejándole caer en la cabeza la rodilla de Cristo.

«Es necesario que las piedras que se levanten tengan la grandeza de los monumentos antiguos que desafíen al tiempo y al olvido». En la entrada de la basílica, que es en realidad una enorme cripta, hay una tienda de regalos («Estuve en el Valle de los Caídos y me acordé de ti») y un escáner de seguridad. Al cruzar las puertas uno se adentra en un enorme túnel excavado en el granito de la peña de la Nava, que se parece demasiado a una estación del cercanías. Te reciben un penetrante olor a humedad y a incienso reconcentrado y dos arcángeles (los soldados de Dios) con dos mandobles. La ornamentación de la nave es un resumen de la impostura y del pastiche: los ideadores de aquello quisieron recopilar toda la gloria del arte español en materiales de poca calidad. Tiene todo lo que debería tener: una reja catedralicia, con un Santiago Matamoros coronándola, capillas laterales, esculturas, retablitos y una serie de tapices con pasajes del Apocalipsis. Pero lo que parece mármol es alabastro, lo que parece temple sobre tabla es cuero repujado, lo que aparenta ser un programa religioso (en definitiva aquella gruta es una iglesia) es un itinerario propagandístico torpemente disimulado: alguien entendió que podía empotrarle a una piedad (la Virgen de África) el blasón del Generalísimo y que el asunto de la reconciliación nacional no se resentiría en absoluto. Todo está vagamente militarizado: los ángeles que sujetan las lámparas parece que llevan casaca y casco, las cruces de las paredes tienen unos pináculos puntiagudos en los extremos. Hubo algo, sin embargo, que me desconcertó: unas estructuras metálicas y negras, como de dos prismas superpuestos, distribuidas irregularmente por todo el edificio, que terminaron siendo simples recogegoteras.

En el último trecho hacia el altar hay bancos y sobre ellos, como a un par de metros, unos encapuchados de gratino que vigilan a la feligresía. El altar mayor está debajo de una horrenda cúpula que parece de tebeo y tiene un pantocrátor, un «Ego sum lux mundi» y cinco millones de teselas. Un crucificado sigue la línea del centro de la cúpula que apunta a la cruz enormísima que culmina el monumento. El altar tiene un frontal del santo entierro de Cristo, que parece que es de oro pero es de latón. En frente, una losa que dice «José Antonio», detrás, otra, «Francisco Franco». Son mucho más pequeñas de lo que me imaginaba. Vigilando la de Franco hay un guardia jurado repanchingado en la balaustrada del altar en una actitud muy poco marcial, mascando chicle. Una chica, que parece sólo vestida con una camiseta de béisbol, a pesar de las indicaciones sobre el decoro en el vestir que hay en las puertas, le pregunta al segurata si «de verdad está ahí». Él, cuadrándose, más por impresionar a la muchacha que por su querencia castrense, le dice que justo debajo no, que hay un poco de hueco, pero que sí, que está. Casi al lado, algún operario ha dejado un cartel de «Precaución, piso mojado». Detrás del lugar de esta escena está el coro de los benedictinos que rigen la basílica, y alrededor del altar, cuatro colosales arcángeles de bronce infunden siete metros de espanto a la concurrencia. A la derecha hay una reja como de alcantarillado y detrás está el órgano. Debajo, en la nave transversal, hay una capilla, llamada del Sepulcro, y en frente, la del Santísimo. Yo, que soy católico, me veo obligado a hacer la genuflexión más incómoda de mi vida. Me siento en un banco y miro dos portezuelas, como de despensa o de zapatero, sobre las que hay escrito: «Caídos por Dios y por España 1936 – 1939». Voy en la búsqueda de mis amigos y les digo que si han terminado que nos larguemos de allí.

Antes de bajar nos acercábamos a la cafetería, que está en el apeadero del tren cremallera que no funciona y que subía hasta la cruz, a tomar una cerveza. Es irónicamente parecido a las cafeterías de los tanatorios y de los hospitales. Siquiera tiene el brillito pintoresco de las ventas de carretera. Se venden dulces de la región, cuadros con toreros y tejas que tienen pintada la cruz con los evangelistas. Nos ponen las cañas en vasos de tubo.

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Debo reconocer que el Valle de los Caídos me ha descubierto una sensación nueva: una forma irracional y general de la desconfianza. Supuse que no iba a lograr quitarme de la cabeza la historia abyecta del lugar, y tuve razón. Me equivoqué, sin embargo, creyendo que habría algo de valor artístico o vagamente estético. Pero no preví convenientemente cómo me sentiría al sospechar que, al menos tres cuartas partes de las gentes me rodeaban, eran repugnantes fascistas. Lo interesante (y lo original) de esta impresión es que ofrece un panorama minado de enemigos, algunos manifiestos y otros encubiertos. Es evidente que el Valle no consiguió la reconciliación nacional que cacareaba su ideólogo, pero ha encapsulado y preservado, emocional y genuinamente, el cainismo para que las nuevas generaciones podamos sentirlo vivamente.

Luego de las cervezas bajamos caminando. Es un paseo muy hermoso y hacía fresco. Me proveí de un palo, para darle un asunto providencial y mosaico al descendimiento. Vimos, a lo lejos, un ciervo. Luego esperamos media hora al autobús, en una marquesina roja, asediados por el calor y los bichos.

Publicado en El Estado Mental en agosto de 2017