Lo confieso: es imposible escribir un perfil graciosete sobre Díaz Ayuso. ¡Estoy por rendirme! Repasas la prensa, tomas unas cuantas notas y te sientas a escribir. En cuanto llevas un par de párrafos empiezan a saltar alertas en el teléfono: ¡una nueva genialidad! Un giro inesperado y jocoso que hace que todo lo que llevas escrito sea una filfa que se acaba de caducar.
Madrid no tiene una presidenta, tiene una artista de variedades. Esta mañana leía un tuit ingeniosísimo que denunciaba una campaña despiadada contra nuestra lideresa consistente en ponerle un micrófono por delante. Y es que Isabel Natividad Díaz Ayuso (ese nombre ya tiene que dejarte tocado del ala) tiene querencia por las declaraciones. Se nota que estudió periodismo, aunque su currículum, como mandan los cánones de Génova, tiene alguna que otra línea sospechosa. Un máster de nombre cambiante y esas cosillas que, en definitiva, ¿a quién le importan? Como cualquier conservador liberal de toda la vida (es decir, alguien que no tiene muy claro que no se pueden ser las dos cosas a la vez), Isabel está a favor de la meritocracia. Que prosperen los mejores, que suelen ser los que tienen pasta para pagarse titulitos y contactos conseguir buenos curros nada más salir de la facultad. Por eso, nuestra presidenta quiso probar sus habilidades encargándose de la comunicación virtual (¡telemática!) del PP de Madrid. Ahí, de manera insospechada pero providencial, como cuando a Jose Mari le habló un ángel y le dijo que España lo necesitaba, se le presentó la oportunidad de su vida: tuitear en nombre Pecas, el perrete de Esperanza Aguirre.
Es comprensible que, después de tan brillante desempeño, Ayuso no tema exponerse a los medios de comunicación. La valentía es lo que diferencia a los grandes líderes de los mediocres: Churchill no tuvo reparos en decir que combatirían a los nazis en las playas, en los mares y océanos, en Francia y en el aire; Martin Luther King no se acobardó cuando le dijo a los supremacistas blancos que soñaba con un mundo en el que la raza no marcase ninguna diferencia; Ayuso no titubeó al reconocer que echaba de menos los atascos.
Pero ni hablar por el hocico de una entrañable mascota ni combatir al pérfido ecologismo eran las gestas que grabarían el nombre nuestra presidenta en los mármoles de la Historia. Un nuevo y mayor enemigo –un virus de ojos rasgados– acechaba, en los confines menos salubres del mundo, a nuestra heroína.
¿Qué se hace cuando tu partido ha desguazado el sistema público de salud y se te presenta una pandemia que tiene en jaque a medio mundo? Me imagino una mesa repleta de asesores estrujándose las meninges murmurando esta pregunta. De pronto, una puerta se abre lentamente y por ella entra un hombre barbudo y sonriente que deja tras de sí un rastro de confianza y de olor a coñac. Ese hombre es Miguel Ángel Rodríguez: secretario de comunicación del gobierno de Aznar, tertuliano a media jornada y conductor ebrio ocasional. ¡A él se le ocurrió disfrazar a Jose Mari de templario! ¡Él fue capaz de empotrar su mercedes contra tres coches que estaban aparcados! Es el señor Lobo de la política española: ¡nada es imposible!
Con este gran titiritero remando en su barca, Díaz Ayuso comenzó una deliciosa campaña de comunicación consistente en ocultar su desastrosa gestión aturullando a los ciudadanos con paladas de necedades. Como no tenemos suficientes camas de hospital, abramos un par de pabellones de Ifema y medicalicémoslos. Estas instalaciones, que para cualquier gestor público serían una vergüenza, se clausuraron con los políticos locales repartiendo bocatas de calamares a un nutridísimo número de asistentes, que además de los bocadillos se zamparon media ración de miasmas del vecino. Eso sí, todo ello en riguroso luto, porque, como todo el mundo sabe, las pandemias se paran con ropa negra. «Me da pena cerrar Ifema», dijo nuestra presidenta. «¡Todo lo bueno se acaba!», le faltó añadir. El otro día volvió a sacar el tema (se ve que le daba pena de verdad) para decir que había nosequé filiación genética entre los latinos que había demostrado el COVID. Temo que sus investigaciones científicas hagan que se declare a favor de beber lavavajillas antes de que este texto salga de la imprenta.
Decíamos del luto. Está cierto sector ideológico muy molesto por si el presidente del Gobierno se pone la corbata negra o de colorinchis. Ignoro la eficacia que tienen sobre los procesos infecciosos las señales públicas de duelo, pero si alguien quiere estudiar este asunto tiene que venir a Madrid. Crespones, banderas a media asta, políticos vestidos como para un viernes santo en Sevilla y lagrimones por la cara abajo. ¡Cuánto me duele, oh pueblo, tu sufrimiento! A Ayuso lo mismo se le corre el rímel de la llantina en mitad de una misa que se hace un reportaje fotográfico con los ojillos cerrados y las manos sobre el pecho. ¡Viva la virgen santísima! ¡Viva!
Esta estética peronista del sufrimiento no se traduce, para sorpresa de nadie, en acciones eficaces para mitigarlo. De entre los muchos episodios reprobables e ignominiosos que estas semanas nos han proporcionado, creo que tengo que entresacar el de la comida basura. Resulta que en Madrid, ese paraíso neoliberal donde cualquier provinciano puede llegar con una maleta cargada de sueños y convertirse, por su solo esfuerzo y tesón, en un provechoso hombre de negocios, hay niños pobres. Pobres de no tener para comer. Este pequeñísimo e irrelevante desajuste de la matrix se mitiga con unas ayudas de comedor, para que los zagales puedan llevarse algo a la boca en el colegio, aunque sus padres no puedan pagar la cuota. Pero claro, se suspendieron las clases, pero no el hambre. Así que la Comunidad, en virtud de la responsabilidad asistencial del Estado, tuvo que ocuparse de dar el menú durante los días que durase la cuarentena. El paso lógico era, claro, encargárselo a cadenas de comida rápida y grasienta. «A los niños les encanta el Telepizza y la Cocacola», decía la presidenta desde la tribuna, con una arrogancia que sería cómica si no provocase arcadas. ¿Quién necesita una gestión responsable cuando puede aceptar limosnas de multinacionales a cambio de hacerles publicidad en tus redes sociales corporativas?
He aquí la cuestión: de debajo de todos estos chascarrillos (ay, qué locuela doña Isabel), emerge el poderoso tufo de la ineptitud, el desprecio y el caciquismo. Te dimite la directora de salud pública porque has intentado forzar un informe a tu favor y luego sales diciendo en la radio que si la gente se cura mejor en hospitales con techos altos y que las siglas de COVID 19 significan nosequé majarada de llevar gorrito de plata. Pierdes unos aviones que habías enviado a por material sanitario, pero qué tardes más entretenidas nos das. La región de España con más muertos, pero la cosa no va contigo ni con tu partido, que lleva gobernando no se sabe ya cuánto tiempo pero que, oh sorpresa, no tiene ninguna responsabilidad en el estado actual que las cosas. Cómo tiene que ser la cosa que Martínez Almeida, el alcalde de Madrid, ha terminado pareciendo un titán de la gestión pública, un Roosevelt de nuestro tiempo. ¡Él!
Calma. Por lo visto, a nuestra presidenta le ha dicho Aznar que «el COVID es lo mejor y lo peor que le ha pasado en la vida». Quizás ahora empiece a llevar el luto aliviado: topitos claros, alguna prenda gris oscuro. Puede que esas mascarillas blanquísimas que están repartiendo a todos los madrileños, que dice la asociación de fabricantes que no funcionan.
Un momento…, pero, ¿qué es ese sonidito de campanillas? Un teletipo: que el apartahotel de lujo en el que Díaz Ayuso lleva alojada dos meses no se sabe quién lo paga, algo de un cohecho y de contratos chanchulleros. ¡Maldición, voy a tener que reescribir el artículo otra vez! ¿Pero cómo puede ser que todo sea turbio o estúpido? ¡Si tiene la mirada limpia!
Artículo publicado en el nº 81 de tintaLibre
junio 2020