Hace unos años, cuando a alguien le ponían por delante un plato de lentejas y le preguntaban qué tal estaban, respondía que ricas o malas. «Un poco sosas», como mucho. Ahora, cualquier hijo de vecino que arrima la cuchara a un plato de Duralex te dirá si el punto de cocción de las verduras es correcto, si el emplatado es sofisticado, vintage o demodé, si la compensación de sabores es la adecuada o alguno desentona en boca y si has escogido la mejor variedad de leguminosa para el guiso en cuestión.
¿Nos hemos vuelto gilipollas? Muy probablemente. Nuestra novedosa sabiduría culinaria no se la debemos ni a la marquesa de Parabere ni al Larousse Gastronómico, sino a los centenares (quizás, entre que termino este artículo y se publica, ya sean millares) de concursos de cocina que la generosa televisión generalista nos pone a la hora de la cena. Aficionados aprenden a cocinar. Famosos que saben encender una vitrocerámica. Cocineros pelean por ver quién tiene más ego. Niños compiten por envejecer pronto. Exconcursantes de uno y otro luchan armados con espumaderas y tapas de sartén (el que gane recibirá una batidora chapada en oro). En todos ellos hay jurados inflexibles, que miran a los concursantes con la severidad de un maestro de artes marciales oriental (esos que llevan una barba larguísima, de un blanco reluciente). Porque ser un masterchef, un topchef o un loqueseachef es una responsabilidad enormísima, análoga a regir el destino de Occidente o ser el papa de Roma. Se les nota en la mirada. Un tipo malhumorado le susurra al otro: «Como maltrate esa merluza me va a ver». Es auténtica devoción lo que tienen por la merluza. Ellos la llaman «el producto». Se la llevarían a su casa y dormirían con ella. Destrozar un bogavante es como ir a mearse en una iglesia. Por eso el jurado está siempre enfadado, siempre vigilante, porque esa chaquetilla es como una sotana, y sus cosas santas son percebes, costillares y calabacines. La posmodernidad tiene momentos hilarantes.
Conviene establecer una distinción. Los concursos de cocina no son programas de cocina. Un espectador abnegado se puede tragar todas las temporadas de ultrachef y no enterarse de cómo se limpian unos calamares. Los programas de cocina son como los de Arguiñano, en los que un señor dicharachero o una monjita risueña te explican cómo se hace el redondo en salsa o un mazapán. A uno le enseñan a guisar. Los concursos de cocina van de lo que van todos los concursos de telerrealidad: gente teniendo bronca con otra gente; gente hablando demasiado de sí misma. Da igual si se pelean por quién corta mejor los escalopes o porque uno le haya quitado el novio al otro. El revestimiento sirve para blanquear el programa, para que el espectador, que se pirra por las puñaladas traperas que se dan unos y otros con el mondapatatas, se sienta reconfortado por no estar consumiendo telebasura.
Al auge de los realitis se le une la reivindicación de la cocina como una de las bellas artes. Basta ver los cambios de pintas, las ínfulas y las gansadas que dicen algunos de los grandes chefs del panorama nacional para ver a qué punto está llegando este esperpento. Majaderías, por cierto, que no se le tolerarían a ningún pintor, escritor, cineasta o faquir contemporáneo. Un tipo que hace platos que recrean el paisaje de la albufera, otro que te da de comer experiencias. Están locos estos romanos. No es la primera vez que un oficio cambia de estatus de golpe y porrazo. Se dice que Mozart comía en las cocinas del arzobispo de Salzburgo junto con el resto de los criados y que, para convidar a comer a Beethoven, que era catorce años más joven, los aristócratas y los burgueses se daban de guantazos. Es comprensible entonces que, ante esta sacada de pecho, la gente se pase de frenada. Y ahí tenemos a Chicote, hecho un samurái, defendiendo la honra de una ostra que ha sido lastimada mientras se abría. «Es un delito estropear este producto». El bushido de los bivalvos. O Jordi Cruz, tan sieso, tan marcial, tan entregado a la más sofisticada de las artes, poniéndose chulo delante de un chavalín que ha dejado dura una patata. «Es un insulto al oficio que tanto amo». Imagínese usted a un tornero fresador o a un banquero diciendo esto.
Esta recalificación del estatuto del cocinero a veces engendra monstruos. Pensemos en Dabiz Muñoz, el artista antes conocido como David Muñoz, que tiene un restaurante llamado DiverXo pero que se pronuncia «diverso». Lo de este chico y la ortografía es un musical. Pues le hicieron un docurreality en Cuatro (El xef), en el que unas cámaras lo seguían en su día a día, que es superapasionante. Sale a correr y para porque se le ocurre un plato revolucionario, grita a sus colaboradores porque algo no es todo lo bueno que su ego necesita (es muy importante hablar todo el rato como en una película de Tarantino si se quiere llegar al estrellato de los fogones), dice que trabaja mucho y que es muy genial, supera un montón de límites todo el rato y habla de él en tercera persona. Todo es extremo, alucinante, acojonante, redefinidor y cosas así. David Muñoz ha conseguido pasar de un restaurante diminuto a un tres estrellas Michelín grande y espacioso, decorado por el sombrerero loco de Alicia en el País de las Maravillas un día que fue a las fallas. También tiene un StreetXo, que es una recreación de la comida callejera asiática pasada por el estilo DiverXo, en un Corte Inglés de Madrid (sí, todo es así) y otro restaurante en Londres donde el personal va con camisas de fuerza (melón con jamón, ¡qué locura es esta!). El hombre que se hace a sí mismo con tesón y esfuerzo. Está como sacado de un manual de neoliberalismo. No es de extrañar que sea el restaurante favorito de Risto.
Antes de que la televisión empezase a hacer caja con el renovado interés por la gastronomía, el sistema del arte ya había hecho sus pinitos en el ámbito de la legitimación, asombrados por el fulgor de Ferrán Adriá. Fue el invitado estrella de la Documenta 12 de Kassel, uno de los eventos más reputados de la escena artística internacional. Allí no hizo nada. Se llevó a visitantes de la Documenta, por parejas, a comer al Bulli. «Disciplinas artísticas no museables» fue la excusa. Establecer una relación entre la cala Montjoi y Kassel. Adriá, cuyo mérito culinario nadie niega, se ha prodigado bastante en el ámbito de la charlatanería. Quizás su ocurrencia más simpática fue hacerse tuitero. «¿Qué tipo de información necesitamos de un ravioli para que se convierta en conocimiento?». «El tomate, ¿es un producto natural o es una realidad imaginaria que queremos creer?». Casi produce ternura. El coqueteo de Adriá con los creativos de publicidad ha sido lucrativa para ambos. Toni Segarra (el tipo que cobraba 20.000€ a sus becarios) y Jorge Martínez apañaron una exposición en la Fundación Telefónica de Madrid que llevó el nada alocado título de Ferrán Adriá. Auditando el proceso creativo. Si buscáis en el histórico de la Fundación sale un vídeo, una especie de tráiler, en el que una chica le dice a la cámara: «Me parece básico para desarrollar la creatividad el amor, la libertad y tiempo». Creatividad, beso tu nombre. Esta venta de naderías al por mayor ha generado documentales, simposios y colaboraciones con grandes empresas. Paramount Channel grabó un documental titulado Comer conocimiento. Suena indigesto. Dice Toni Segarra que ver de nuevo una recreación de El Bulli en el espacio de Telefónica (esto es el documental) es como ver de nuevo de los Beatles reunidos.
El menú empieza con la lectura de una crítica que un cliente hizo llegar al restaurante. Los comensales que vemos en el documental discuten (el maître les ha invitado a ello) el porqué de este disgusto. Concluyen que el cliente crítico era «un adulto que no quiere jugar». No estaba preparado. Era un reaccionario. «Creo que ha habido un desbloqueo continuo en cada plato. Un ejercicio de pensar que cada cosa que se nos ha puesto encima de la mesa rompía las estructuras a las que estamos acostumbrados», dice una de las chicas convidadas a este docuelogio. Sigue la voz en off, con un marcado acento italiano, leyendo la carta del cliente retrógrado ese. «¿Qué ha pasado, señores? ¿Creen ustedes que haya posibilidad de saborear algo que no tenga sabor de burla, por no decir casi de estafa, como la espuma de humo? Ojalá sepan demostrarme que me he equivocado». Luego les dan pan con matequilla y sale Ferrán a explicarles por qué no daban eso en El Bulli. Luego, un espray de dry martini. Sale de nuevo Adriá y les explica que esto es el concepto de la ansiedad (la gente iba con ganas de comer y él les daba un flusflús). Se van sucediendo genialidades creativas mezcladas con momentos de confesionario de los convidados, en los que ellos se dan cuenta de lo excepcional que es meter una trufa en una copa o comer con pinzas. «Nosotros lo que medíamos es si era creativo o no. Si te gustaba o no –niega con la cabeza–, esto es muy relativo». Palabra de Ferrán Adriá. «La espuma de humo representa el no-plato», dice un comensal con gafas de pasta, que se ve que lo ha entendido mejor que el italiano estúpido de la cartita de queja. «Lo contrario a alimentarse. Lo contrario al sabor». Trocotró. Ferrán explica que a la gente no le gustaba, y que en cualquier otro restaurante lo hubiesen quitado de la carta, porque la gente va a un restaurante a que le guste lo que come. Pero no en El Bulli. Los benjamines del grupo, un chavalito y una muchachita, dicen que han aprendido más que en toda su vida escolar. Que eso es aprender y no las matemáticas.
Por fin llegamos a lo esencial: usted no sabe comer. Pensaba que sí, que ese guiso de patatas que le ponía su madre por delante estaba bueno, pero resulta que no. No está suficientemente desgrasado, el corte de la patata no es adecuado, los sabores no están equilibrados y otro montón de reproches. ¿Ese filete empanado que le gusta tanto? Basura. ¿Esas natillas tan ricas que te haces? Jordi Cruz te las tira por la cabeza y te las escupe a la boca. Toda esta masterchefización es una artimaña para que usted sepa que lo hace todo mal. ¡Pero no se preocupe! El sistema, que ya le ha salvado de su ignorancia, ahora le dará las herramientas necesarias para enmendarse. El capitalismo siempre hace dos por uno: te despierta del sueño dogmático y te arregla lo que sea pasando por caja.
Las competiciones de telerrealidad tienen a guionistas muy buenos. Escogen para todos. Si usted es una amable octogenaria que aún tiene ganas de vivir alocadamente, tiene su representante. ¿Un mozalbete imberbe que no sabe muy bien de qué va la vida? Sin problemas. ¿Un señor mayor cansado de tonterías? El suyo. ¿Un sabelotodo irritante? Marchando. La gente que está en el sofá tiene su correlato en la pantalla. «¡Pero si son como nosotros!». Cada edición, un esmerado equipo ensambla un casting que ríase usted de la democracia representativa. Uno lee las críticas de televisión y todavía algún juntaletras se queja de que la cocina tiene cada vez menos protagonismo. ¡Ni que lo hubiese tenido alguna vez! (¿En qué situación verosímil un cocinero tendrá que preparar unos macarrones mientras hace una carrera de relevos? ¿Dónde se ha visto que en una cocina llegue alguien y le diga al cocinero «oye, a esa macedonia que me estás preparando, ahora métele este bogavante»? ¿Por qué alguien que quiere aprender a cocinar iría a un programa de la tele en vez de a una escuela de oficios?) Eso sí, el programa no pierde puntada vendiéndote libros, cursos online, electrodomésticos pirolíticos con control de la temperatura por rayo laser, Makro y el supermercado de El Corte Inglés.
La cocina es una de las señas de la Marca España (porque pudiendo vivir en una marca, ¿quién quiere vivir en un país?). «Como en España no se come en ningún lado». Los guiris vienen buscando paella, salmorejo y tapas. Las escuelas de cocina están últimamente a rebosar. Los jóvenes ya no quieren ser toreros, sino chefs. No cocineros, que es una cosa vulgar. Quieren ser estrellas del rock con chaquetillas de diseño, tener un ejército de subordinados que le respondan «¡sí, chef!» cada vez que los arengue. La marcialidad de la cocina, señor, sí, señor.
El fenómeno funciona. Ahí está la gente, ahorrando unos cuartos para pagarse una comida en nosedónde, porque si nunca has comido en chez fulano es que te falta algo en la vida. ¿No se entera de que ahora todos somos gastrónomos? Hace unos meses, mi compañero de piso me contó que se había comido un solomillo braseado sobre una cama de patatas panaderas extraordinario, sublime; atómico. Un filete con papas. Hoy día no eres nadie si no te has zampado media docena de esferificaciones, dos o tres espumas y un pollo liofilizado. Es lamentable.
La cocina es una fuente inagotable de placeres. No solo da de comer, sino que ofrece, por el camino, toda una serie de goces sutiles que cualquier glotón disfruta a calzón quitado. Ir al mercado, estudiar recetarios, cocinar sin prisas, dar de comer a los amigos… Hay libros excepcionales de gastronomía que jamás recomendará el überchef de turno. «No quería yo resucitar las polémicas de la señora mahonesa, mayonesa, mignonesa, bayonesa, etc., etc., que de diez maneras se titula por los eruditos que procuran su origen. Hay quien lo pone en la cruzada contra los albigenses, batida por las patas de los caballos de Simón de Montfort: salsa de cruzado y de predicador dominicano. […] Las salsas flamencas son salsas de plaza sitiada, en las que todo compango es bueno. La salsa holandesa es una salsa de insurrectos tristes, de insurrectos calvinistas. Las salsas alemanas son salsas en borrador, textos confusos, escaramuzas nocturnas. ¡Qué diferente la mayonesa, salsa de batalla campal, abierta en un llano la noble geometría de los ejércitos!».
Este fragmento es de Álvaro Cunqueiro, escritor gallego y famoso comilón, de un libro llamado La cocina cristiana de Occidente. Camba escribe en cierto momento de La casa de Lúculo: «Mi amor pasional por la sardina, cuya miseria reconozco a la vez que su grandeza, no bastaría, ni con mucho, a hacerme despreciar el lenguado». En su hilarante libro El perfeccionista en la cocina, Julian Barnes confiesa: «En la cocina del perfeccionista se encuentra el cajón habitual para los cuchillos, pelapatatas y espetones, el 80% de los cuales usa con regularidad. También hay un gran tarro para cucharas de madera, espátulas y demás, de las que usa el 95%, y que llegaría al 100% de no ser por ese inevitable colador grande con cuchara cuyo cuenco está hecho con una calabaza. Pero además está el otro cajón, donde viven objetos de uso esporádico, donde todo está revuelto y es furtivo, y en el que introduces una mano cautelosa porque no sabes dónde acechan las puntas afiladas».
«El plato tiene que estar lleno de sabor, poniendo mucho mimo en la presentación. Le doy una importancia absoluta al detalle», dice Samantha Vallejo-Nájera, mientras mira muy seria a la cámara, en la intro de Masterchef. No hay color. Los concursos de cocineritos son la cristalización de todo lo cutre y pernicioso del sistema (la competitividad, la publicidad constante, la incitación a consumir, la obsesión por crear necesidades). Ahora se han lanzado sobre la gastronomía, ofreciéndonos humo, elitismo, caprichos de nuevo rico y libros malos. La glotonería es una afición estupenda, que debe cultivarse con mimo, buenos libros, vinos deliciosos y manjares suculentos. Todo esto lo teníamos antes de los megachef. Sería estupendo que les saliese la jugada al revés. No me verán a mí en el restaurante de Jordi Cruz ni de David Muñoz.
Artículo publicado en el nº 60 de tintaLibre
julio de 2018