La escala de los astros

 

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(c) Miguel Marina

La Ilíada cuenta, en el canto XVIII, que Hefesto hizo un escudo para Aquiles Peleida que era un resumen del mundo. En él estaban todas las cosas y sus contrarias, todos los oficios y todas las artes y alrededor el río Océano, detrás del cual ya no había nada. Para estos artificios, la representación requiere, en general, servirse de una escala; salvo en el singular caso de los cartógrafos que cuenta Borges, cuyo mapa del imperio tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él.

Como las cosas del mundo son, comúnmente, más grandes que la superficie sobre las que se representan, la costumbre cotidiana en el arte es la reducción: compilar al general Spínola junto con sus tercios, los flamencos, las caballerías y las picas en un lienzo de tres por tres y medio. Aceptamos mansamente que los límites del cuadro (este teatro, «¿puede contener los vastos campos de Francia?, pregunta Shakespeare al comienzo del Enrique V) tienen la capacidad de generar un espacio privilegiado donde las proporciones del mundo se alteran. Lo fascinante es que no nos sorprende. Ante lo que está dado, lo singular es notar su extrañeza. Permítanme una anécdota: mi abuelo, que fue labriego, grita cuando habla por teléfono porque su interlocutor está lejos. Él es consciente de la distancia que yo obvio cuando descuelgo una llamada. Mi abuelo grita en un gesto menos deliberado pero análogo al de Magritte cuando dibujó la pipa.

Notar el artificio permite jugar. Pintar enormidades en formatos reducidos, agigantar detalles en papeles enormes. Si la escala se emplea para acomodar tamaños y distancias, parece el espacio (el nombre ya nos previene) un tema apropiado. De los astros nos llama la atención sus lejanías y sus corpulencias. Tenemos testimonio de ellos por los telescopios y por las matemáticas, esto es, sólo a través de sus representaciones, que son necesariamente reducciones. Nadie ha podido pintar Ganímedes al natural. Sin entrar al espinoso tema de si los instrumentos con los que observamos la realidad nos la muestran realmente, es sugerente un observador que, arbitrariamente, decide el tamaño de las cosas. Un libre arbitrio que dispensa la jerarquía (pensemos en el «Auto de Fe presidido por santo Domingo» en el que Berruguete nos enseña que el fraile, aunque está más lejos, es necesariamente mayor por su dignidad que los reos que esperan a las llamas) sobre estrellas, cometas y el resto de cuerpos celestes.

La grandilocuencia de este tema es un subterfugio: una elección tremenda para mostrar el mecanismo sustancial de toda representación. Preferimos, sin duda, los repertorios notables a los diminutos, porque hay algo de reconfortante en emplearse en lo enorme o en lo inmortal.