Historia de tres ciudades

Cartel

 

De la hilera de aldeas de la costa norte, Jasconia no es la de mayor tamaño. Cercada por los pinos, sus habitantes practican el antiguo oficio de la defensa y una dieta a base de sopas de raíces hervidas. Envueltos siempre en batallas menores, los años les han desprovisto de relatos heroicos.

Como todos los pueblos del norte, creen que la repetición encierra algo sagrado y sus sacerdotes se ocupan de vigilar la regularidad de las mareas y de proclamar, con sorpresa, el amanecer;  lo hacen con una palabra tan breve y elemental que estamos obligados a pensar que es una de las primeras que engendró su idioma.

La fe primitiva les exigía comer sólo animales que se pescan, pero una herejía ha cundido entre las gentes y se permiten alimentarse de los que se alimentan de peces. Para no enfurecer a los dioses cazan las aves costeras con redes y las ahogan en el mar. No creen en la providencia de los dioses pero sí en su crueldad. Su religión les explica el origen de las cosas y que los dioses habitan bajo tierra. Cada día, un sacerdote recorre el pueblo y bendice a las gentes diciendo: «que los dioses que dejaron morir a muchos otros te consientan vivir hoy». Sus ritos religiosos son precisos e inmutables, porque se ofician en una lengua que ya nadie habla y que se limitan a repetir.

No conocen el teatro y su literatura se restringe a los textos sagrados. Practican una música discreta y monótona y no sienten ningún interés por la pintura.

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Al sur de la montaña, que en su lengua llaman «del profeta», viven los cutúes, que construyen sus casas sobre los árboles porque creen que las lombrices son demonios. A pesar de estar minados por las supersticiones, su cultura ha alcanzado hitos gloriosos.

Sus filósofos se han afanado durante generaciones en el conocimiento de las causas primeras, pero como ha ocurrido tantas veces en tantas culturas, han terminado gestando una jerga confusa que no dice nada del mundo.

Son hábiles ingenieros y han construido toda clase de instrumentos para no tener que bajar nunca. Si en algún momento esto fuera necesario, envían a un hombre santo, por entender que le será más fácil sobreponerse al mal que habita en la tierra y que si muere, al menos su alma se salvará.

Sienten predilección por las líneas rectas, de modo que construyen todo con módulos simplísimos; encuentran en el uso de prismas regulares una suerte de elegancia civilizatoria. Poseen una enorme biblioteca que sufre de endogamia: todos los libros son comentarios a libros de la biblioteca. Muy rara vez entran ejemplares nuevos, sólo cuando llega hasta ellos algún viajero que por casualidad porta alguno.

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Tres ciudades idénticas se disputan el nombre de Marovar.  Como están muy alejadas, nunca han tenido la posibilidad de guerrear. La que está en esta parte del mundo está construida como un damero y sus habitantes se glorían de su pulcritud. La compartimentación de la ciudad no ha segregado a sus habitantes: todas las viviendas son iguales porque todos los templos son iguales; si los dioses no son unos más grandes que otros tampoco pueden serlo los hombres.

La mayoría de sus ciudadanos se dedican al comercio y trabajan para alguna de las cuatro corporaciones: la de los materiales, la del vestido, la de la comida y la del lujo. El resto son funcionarios, sacerdotes o constructores. En Marovar no hay gobernantes, sino que la administración rige la ciudad. Los funcionarios sólo tienen a su cargo la recaudación de impuestos, las obras públicas y la manutención del ejército. Tienen, en cambio, las corporaciones un gobierno interno y un consejo donde se reúnen las cuatro. Siendo tan fructífera la economía de la ciudad rara vez ocurren querellas.

La religión es contractual: los dioses han hecho saber, a través de oráculos, lo que les agrada. La tradición es más convincente que la fe, porque ningún viajante que se haya encomendado al dios del tránsito ha sido nunca atacado.

Este texto fue publicado como parte de segunda edición de
Casa Leibniz,  febrero de 2016