cuartilla #10 – el fantasma en la máquina

La fiabilidad de los sentidos ha traído de cabeza a las mayores lumbreras de la humanidad. El problemón, de un brochazo, puede resumirse así: sin el sensorio ignoraríamos el mundo, pero ¿cómo librarnos de los espejismos? «He experimentado a veces que ellos me engañan, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado alguna vez»[1], escribe Descartes, rencoroso.

postal que reproduce el capitel de Silos (c) Museo de Artes y Costumbres, Sevilla

Unos siglos antes de las advertencias del filósofo (las prisas son la madre del error, etcétera), Tomás el Mellizo salió a hacer unos recados y se perdió el milagro. Como sucedáneo, le dieron una sinopsis. «Hemos visto al Señor». Él, antecesor del método hipotético-deductivo, los miró con suspicacia. ¿Sería una broma? ¿Habrían enloquecido por el miedo y la tristeza? Lo hizo célebre una desconfianza sensata: si no veo, si no toco, no creeré. El episodio tiene su miga. El apóstol no se conforma con un relato (la transformación de lo visto en lo oído): reclama el indicio de la vista y la confirmación del tacto.

Traigamos un ejemplo menos solemne. A Hergé le divertía el combo de equivocación más batacazo. Deambulando por los imaginarios desiertos del Khemed, Hernández y Fernández vieron un oasis en el horizonte, que, unas viñetas adelante, se les esfuma entre líneas serpenteantes. «–¡Canastos! ¡Era un espejismo! –¿Un espejismo…? ¡Vaya! Pensaba que los habían suprimido». El equívoco se repite un par de ocasiones hasta que, confiados, enfilan una palmera que se les incrusta en el parachoques[2].

(c) Editorial Juventud

Pero, aunque estuviésemos persuadidos de la infalibilidad del tacto, la parte tocable de la realidad es muy escasa: así, aprovechando que el olfato, el gusto y el oído están a medio civilizar, la visión ha impuesto su tiranía. Vivimos asediados por imágenes y todas dicen ser verdad.

La humanidad ha fantaseado durante siglos con la posibilidad de que imagen sea autora de sí misma. En la antigüedad se veneraron algunos artefactos en cuya hechura no había intervenido nadie. Herodiano menciona la piedra grabada de Emesa y la célebre estatua de Atenea, protectora de los troyanos[3]. Stoichita ha encontrado un hermoso antecedente de la fotografía en el paño de la Verónica: el rostro milagrosamente traspasado al lienzo, sin adulteraciones ni artificios. Omar Calabrese señala que, como tantas otras cosas en el cristianismo, la historia mezcla un pasaje del Evangelio de Nicodemo (un apócrifo) con una la leyenda (la de Paneas): «el héroe, mortalmente herido, imprime indeleblemente su rostro sobre un trapo, para legar este imperecedero recuerdo a su amada»[4]. En la cristiandad se veneran al menos seis iconos acheiropoieta (literalmente, no fabricados) del mesías. Una tradición piadosa y multiplicadora afirma que el retrato de la Verónica viajó doblado en cuatro pliegues, lo que hizo que se calcase en las capas superpuestas; otra, que las radiaciones singularísimas de la resurrección convierten el lino en un material fotosensible.

representación del lienzo de Edesa (uno de los paños de la Verónica) en el
Skylitzes matritensis (c) BNE

Con estos antecedentes (y con semejante flexibilidad ontológica) es comprensible el entusiasmo que causó la fotografía en las seseras más imaginativas. Al fin y al cabo, si el prudente pueblo cristiano había creído a pies juntillas que ese careto, claramente dibujado por el iconógrafo menos habilidoso de su promoción, era sine manu facta, ¿quién iba a dudar de las inmaculadas imágenes que, para más inri, salían de las frías tripas de una máquina?

A los modernos les pirraba la cacharrería. Telescopios, autómatas, relojes, fuentes: todo engranaje era bueno. En 1600, las lentes causaban sensación. Hasta el mismísimo Descartes, patrón de los desconfiados, empieza su tratado de óptica afirmando que siendo «la vista el más universal y noble de los sentidos, no existe duda alguna de que las invenciones que puedan contribuir a dilatar su poder han de ser las más útiles […]. Pues estas lentes, llevando nuestra vista mucho más lejos de lo que estaba acostumbrada a alcanzar la imaginación de nuestros antepasados, parecen habernos abierto el camino para llegar a un conocimiento de la Naturaleza mucho más vasto y perfecto que el que ellos tuvieron»[5]. Caramba. La obsesión por los vidrios cóncavos y convexos desbarató familias e hizo peligrar imperios[6]. Leeuwenhoek, el inventor del microscopio, se aficionó a las lentes de aumento con los cuentahílos del negocio familiar (su padre comerciaba con tejidos, como el de Zurbarán). Para su ingenio empleó unas cuentas diminutas, que se lograban calentando un hilo de vidrio con la llama de una vela hasta formar una gota, que se dejaba precipitar sobre una superficie plana y luego se pulía. El método era tan falible que estas «esférulas» se vendían a granel para que el interesado pudiera desechar las inservibles[7].

Para mejorar su invento, Leeuwenhoek se entregó a desagradable tarea de diseccionar ojos. Su interés no era original: reputadísimos colegas se habían entretenido con los de las abejas o las garrapatas. Observando el ojo compuesto de las moscas, el padre Odierna concluyó que aquel sistema era capaz de recibir y percibir al mismo tiempo un gran número de imágenes y que, por tanto, los insectos ven dentro de los ojos y fuera del cerebro[8].

boceto del dispositivo

La idea habría fascinado a los primeros fotógrafos, particularmente a los aficionados a las realidades invisibles. Dice Gombrich que la fotografía liberó a la pintura del yugo de la figuración, y yo añado que ella intentó esquivar esta tarea tan pronto pudo. En 1896, Jakob von Narkiewicz-Jodko sujetaba una bobina eléctrica con una mano mientras posaba la otra en una placa fotográfica tratando de captar sus efluvios vitales. Un par de años después, Adrien Majewski y su esposa hicieron lo mismo, pero sin el calambrazo. Mientras tanto, Louis Darget e Hippolyte Baraduc intentaban fotografiar pensamientos colocando una diadema en la frente de sus voluntarios equipada con material fotosensible.

una de las fotografías del pensamiento de Darget

Lamentablemente, estos asombrosos descubrimientos fueron refutados con prontitud. En 1897, el jefe del servicio fotográfico de la Salpêtrière agradecía a Adrien Guèbhard su última batería de objeciones: se alegraba de poseer «la más bella colección posible de accidentes operatorios causados por la impericia del fotógrafo»[9].

efluvios vitales captados por Jakob von Narkiewicz-Jodko

Más allá de algunas ocurrencias excéntricas, los practicantes de esta fotografía heterodoxa y especulativa se aferraron a la honestidad que parecía prometerles la placa fotográfica. Muchos de sus experimentos empleaban cámaras simplificadas, cuando no, directamente, la película desnuda, enfrentada al mundo. Querían, como promete san Pablo, ver cara a cara, sin  espejos[10]. Strindberg, el dramaturgo, intentó capturar los cielos «sans appareil ni lentille». Él mismo remitió algunas de estas impresiones, obtenidas con placas sumergidas en cubetas con revelador bajo la luz de las estrellas. «He trabajado como un demonio para capturar los movimientos de la luna y la apariencia real del firmamento en una placa de vidrio, ajena a nuestro ojo engañoso», dice en una de las cartas que dirigió al astrónomo Camille Flammarion[11].

Las celestrografías, aunque inútiles para cualquier propósito científico, son de una belleza inapelable. Lo mismo sucede con las imágenes de los efluvistas o con los pensamientos de Darget y Baraduc. Ambicionaron cazar, in fraganti, las esencias trascendentes del universo sin advertir, pobres, que solo estaban retratando el fantasma del interior de sus máquinas.

celestografía con luna llena (c) National Library of Sweden

escrito para la exposición Aprieto los ojos en la oscuridad de Martínez Bellido en la galería Luis Adelantado de Valencia.

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[1] René Descartes, Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Madrid: Alfaguara, 1977, p. 18.

[2] Cfr: Hergé, Tintín en el país del oro negro, Barcelona: Juventud, 1963. El álbum se publicó originalmente en 1950 y la secuencia cómica se repite en varias ocasiones. Hergé había hecho un chiste similar en El cangrejo de las pinzas de oro (publicado en 1943), en el que el capitán Haddock alucina con una enorme botella de champán en mitad del desierto del Sahara, «el país de la sed». Al lanzarse hacia ella, se da de bruces contra la arena.

[3] Cfr: Herodiano, Historia del imperio romano después de Marco Aurelio, Madrid: Gredos, 1985, pp. 244-265.

[4] Omar Calabrese, Las verónicas de Zurbarán: un ritual figurativo en La verónica de Zurbarán, Madrid: Casimiro, 2015, p. 20.

[5] René Descartes, Discurso del método, Dióptrica, Meteoros y Geometría, Madrid: Alfaguara, 1987, p. 59.

[6] «La fascinación por las lentes se extendía a toda la sociedad. Muchos habitantes de la República Neerlandesa y de otras partes deseaban fabricar lentes propias; algunos se entregaban a esa tarea “casi como fanáticos en su devoción”, tal como describía un biógrafo de Descartes a Claude Mydorge, buen amigo suyo. Mydorge, un matemático, dedicaba tanto tiempo a estudiar óptica y a hacer lentes además de espejos que desatendió del todo a su familia. […] En Inglaterra había suficiente número de personas puliendo y utilizando lentes como para que, incluso en 1658, el pensador político James Harrington pudiese afirmar que los sabios de Oxford sabían “hacer bien dos cosas: empequeñecer una nación y agrandar un piojo”», Laura J. Snyder, El ojo del observador, Barcelona: Acantilado, 2017, p. 158.

[7] Cfr: ibídem, p.161 y ss.

[8] Cfr: Ibídem, p. 173.

[9] Clément Chéroux, Breve historia del error fotográfico, México D.F.: Ediciones Ve, 2009, p. 165.

[10] 1 Cor 13, 12.

[11] Las celestografías y las notas que Strindberg hizo en los sobres pueden consultarse en la web de la Biblioteca Nacional de Suecia.