Carmen en la frontera

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Carmen es carne de topicazo y esto ha servido de excusa para muchos directores de escena perezosos: trajes de lunares, mantones de manila, patilla frondosa y navaja grande. En fin, todas esas barbaridades que terminas haciendo cuando te dejas explicar quién eres por un francés. Por eso la Carmen que Calixto Bieito ha puesto en el escenario del Teatro Real es un alivio, porque demuestra que es posible encontrar nuevos caminos incluso en los terrenos más trillados.

La acción comienza en la frontera de Ceuta con Marruecos, en un regimiento de la Legión que dedica la mitad de su tiempo a formar debajo de la bandera y la otra mitad a esperar que las mujeres salgan de trabajar; y a perseguirlas como cabestros. Entre esta gente está Carmen, una mujer que ha comprendido los mecanismos del deseo y que está dispuesta a usarlos en su favor. Así se escapa de la cárcel y así logra que Don José deserte del ejército y que se una a su banda de salteadores. Bieito no tiene reparos en mostrar la sordidez que subyace en su visión Carmen: la vida miserable de los ladrones, la connivencia de los militares, la crueldad con que Carmen manipula a Don José, el estúpido matón que este es. Mostrar, en definitiva, la debilidad. Hay en escena prostitutas, felaciones, cocaína y carros de la compra cargados con cartones de tabaco de contrabando y gánsteres de tres al cuarto. Esta impresión lamentable nos ofrece una nueva lectura del personaje, de su particular erotismo, de su inteligencia pero también de su necedad.

Bieto se sirve del personaje de Lillas Pastia, interpretado por Alain Azérot, para mirar a la cara al público. Un tipo hortera, vestido con un traje blanco, que abre la función (como una declaración de intenciones) haciendo un truco barato. Él va hilando las escenas de la ópera, sirviendo de transición entre los distintos momentos o propiciándolos. Los elementos que construyen la escena son muy reducidos: una cabina de teléfonos y el mástil de la bandera; unos coches; la tiza blanca con la que se pinta la arena en la plaza. Todo ello se recoge en una enorme estructura circular (diseñada por Alfons Flores) que encierra a los personajes junto a su destino: la morte. Pero no crean que van a ver en el Real una propuesta quinqui o tétrica, porque el montaje cuenta con imágenes poderosísimas: nunca me habían tirado un toro de Osborne encima y yo, que estaba sentado en la primera fila, por poco salto de la butaca.

Sobre lo de la primera fila: convendría ajustar las luces de los faros de los coches y procurar que los actores, cuando entran y salen de escena, no muevan los focos colocados en los laterales del escenario, porque un par de veces intentaron cegarme. Y después de esta pataleta, conviene elogiar la excelente iluminación de Alberto Rodríguez Vega, responsable en buena medida de la creación de este espacio tan singular en el que sucede Carmen.

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Lamento que en lo musical la propuesta flaqueara. Marc Piollet practica una dirección fanfarriosa, muy acartonada, que nos priva de las sutilezas de la partitura de Bizet y que arrasa los momentos de intimidad que ofrece la obra. Hubo, en la función a la que asistí, incluso un momento de desacompasamiento entre los metales que tocan detrás del escenario con la orquesta del foso. Carmen tiene grandes momentos para el coro, y eso es una gran baza cuando se trata del Real, porque el suyo es excelente; esta vez contaron con el refuerzo de los Pequeños Cantores de la ORCAM que hicieron un papel muy destacable. Yendo a los cantantes (yo estuve en el estreno del segundo elenco, de los tres que protagonizan estas dieciocho funciones que ha programado el teatro), Stéphanie d’Oustrac interpreta a un personaje de una sensualidad poderosa y medida, con el carácter debido; Andrea Carè hace a un Don José muy creíble, con un patetismo bien interpretado; y Vito Priante encarna a un buen Escamillo, testosterónico y chulesco, con un punto señorial. Muy bien también Vinyes Curtis y Olivia Doray como Mercédès y Frasquita.

Se ha hablado mucho estos días del reajuste de la propuesta por problemas de banderas. Creo que es un chismorreo menor: ni se nota, ni se echa en falta, así que no le dedicaré más tiempo. La Carmen que está ofreciendo el Real es un espectáculo mayúsculo, bien traído al comienzo de este curso de conmemoraciones, que apunta a una dirección (ir al teatro a descubrir cosas, incluso cuando se trata de repertorio conocidísimo) que ojalá se mantenga.

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Y en el capítulo «Personas entrañables con las que me encuentro cuando voy al teatro», que tanto éxito ha tenido en pasadas ediciones, esta vez he conocido a dos señoras majísimas que no terminaban de ver las bondades de la propuesta. En mitad de un momento casi orgiástico, una exclamó: «Vaya, qué bonito». Luego se dieron los teléfonos. «Señora de Tejero», le dijo una a la otra. «Ah, sí, es verdad; pero me habías dicho que no era el del golpe de estado, ¿verdad?» Era el día de la Fiesta Nacional.