cuartilla #1 – carga y soporte: algunas imágenes llevan a cuestas

Quisiera emparentar unas imágenes. En el ensayo de la exposición Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, Didi-Huberman escribe: «Portar no es algo sencillo. Portar solo es posible mediante el encuentro de dos vectores antagonistas, la pesadez por un lado, la fuerza muscular por el otro. Portar manifiesta, pues, la potencia del portador y, asimismo, el sufrimiento que aguanta bajo el peso que lleva. Portar es un acto de valor, de fuerza, y también de resignación, de fuerza oprimida: son los vencidos, los esclavos, los que más intensamente sienten el peso de lo que portan»[1]. En el segundo panel del Atlas –de aquí viene Huberman– Warburg ha colgado una fotografía del Atlas Farnesio. La imagen, como tantas otras, fue hallada desmembrada: un torso que lleva, sobre la cerviz, el orbe terráqueo y la bóveda celeste. Atlas, escribe Ovidio, «sufre y apenas puede sostener sobre sus hombros el eje del mundo»[2].

panel 2 del Atlas Mnemosyne (versión de 1929) – (c) Warburg Institute ||| en la esquina superior derecha, el Atlas Farnsesio

Parece sensato que a un titán desaforado y rebelde se le encargue una tarea mastodóntica. Aunque sea penosa, le resulta posible: la prueba es que no necesita ayuda para llevarla a cabo. Sin embargo, no estoy tan seguro de que soporte tan dignamente el castigo psicológico, que es el de la irrelevancia. Si nuestro peso lo aplastase, sería, solamente, problema suyo: nosotros, en nuestra redondez y con nuestras estrellas, permaneceríamos indiferentes. Remedando a los infelices del Infierno: estamos condenados a esfuerzos inútiles. Al pobre se le nota en la cara: el Atlas Farnesio se restauró en el siglo XVI y quizás por eso parece un primo segundo del Laoconte. Le pusieron un rictus agónico, como si su tiempo eterno (la cronología de los griegos es complicadísima) fuese un mismo y repetido instante de penalidad: estar siempre a punto de desfallecer.

Atlas Farnesio (c) Museo Arqueológico Nacional de Nápoles

 En la escala humana, las cosas son bien distintas. En un pasaje bastante fullero del evangelio, Cristo dice aquello de: «venid a mí los cansados y agobiados, que yo os aliviaré, […] pues mi yugo es llevadero y mi carga ligera»[3]. Conviene reparar en que el alivio es una mera reducción del peso, no una liberación de este. El yugo no desaparece, solo se vuelve ergonómico. Tolerable. La comodidad es un bien preciado, conste, pero parece una migaja viniendo de Dios Altísimo.

Cuando se trata de un hombre, el paliativo adquiere otra dimensión. Una de las imágenes más enigmáticas de la pasión es la de la aparición del Cireneo. Los sinópticos cuentan que, yendo Jesús cargado con la cruz camino del Gólgota, se cruzaron con un tal Simón, natural de Cirene, y los soldados le obligaron a cargar el madero[4]. Marcos y Lucas coinciden en que venía del campo[5]. Tras el jornal, horas extras de camino al Calvario. El desempeño de Simón de Cirene comparte algo con el de Atlas: ambos son fatigosos, ambos son estúpidos. El campesino podrá aliviar momentáneamente las fatigas de Cristo, pero lo hará solo en favor de un tormento mayor: le ayudará a llegar al lugar de la agonía y la muerte. No en balde, este personaje suele aparecer siempre representado del mismo modo: con las mangas remangadas y con expresión de desconcierto.

El triunfo de la Muerte, Bruegel el Viejo, 1563 (c) Museo del Prado
El triunfo de la Muerte – detalle

En la horda de esqueletos y transi que desatan el pánico en El triunfo de la muerte hay varias actitudes. Los hay abiertamente homicidas, como aquellos que, parapetados tras sus sudarios, la emprenden a lanzazos con la concurrencia. Otros son despiadados, como los que rajan los pescuezos de víctimas que yacen indefensas sobre el suelo. Luego está la cohorte de los burlones, que se ríe de los aterrados mortales tocando la zanfoña o enseñándoles relojitos. Uno, particularmente ingenioso, se ha puesto una careta y vierte en el suelo la bebida de los cántaros: la fiesta ha terminado. Siendo que esos cadáveres una vez estuvieron tan vivos como sus víctimas, podríamos reclamarles algo de compasión. Las mitologías sobre la vida ultraterrena suelen coincidir en que, en el tránsito de un mundo al otro, se ha de cruzar un umbral (el río Leteo, por ejemplo) que provoca el olvido. Quizás esto explique semejante arrebato.

Pero quisiera detenerme en el misterioso personaje que, cerca del borde inferior del cuadro, acompaña a otro. Un muerto que, encorvado, con una zancada ancha, sujeta bajo el brazo y por la cintura a un hombre que está cayendo. No sabemos si su compañero aún vive, ni si camina por su propio pie: las ropas holgadas solo le descubren una mano, más bien inerte, y una franja de la nuca. Lleva un sombrero de plano y amplio, como verdoso. El transi que lo sujeta tiene, sobre la calavera, un capelo cardenalicio del que cuelgan cordones con borlas. La estampa es intrigante. Mirando la posición de las piernas, pareciera que el «pasajero» se sostiene penosamente.

Ajenos al frenesí de la matanza y a la velocidad con la que los cadáveres hacen otros cadáveres, esta dupla avanza con paso lento, patéticamente. En las raquíticas lumbares del porteador se nota el esfuerzo que hace para sujetar a su acompañante. No crean que pretende salvarlo. Se dirigen a la enorme pila de cuerpos (de vivos, agonizantes y muertos) que aguarda en la boca del gran ataúd. ¿Será esta caminata asistida un yugo aligerado? ¿Será el transi un misericordioso cireneo?

El Descendimiento, Alessandro Allori, ca 1550 (c) Museo del Prado

Hay formas más apropiadas de transportar a los muertos. En las escenas de descendimientos (una maniobra particularmente complicada) se emplea un sudario para contener y sujetar al cuerpo. Soporte y mortaja. Siempre me ha parecido tierno (hay –defiendo– una ternura que se debe a los muertos) que los cadáveres se envuelvan: se arropen. El cuerpo, «entregado a la tierra en debilidad», debe ser protegido de la mirada. Prefiero, cuando me toque, descomponerme en la intimidad.

¿Serán los muertos solo su peso? Pensaba en esto viendo las Auras anónimas de Beatriz González. El esforzado ademán de los porteadores, el travesaño curvado, el fardo humano del centro. El cadáver cae, el vivo carga. Es célebre esta entradilla de Sontag: «La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara»[6]. Está manida, pero quería recuperar esa idea: la de lo caro, lo costoso; como si la enfermedad preparara el cuerpo para la muerte, lastrando la carne y evidenciando (también, presagiando) su torpeza.

Boceto para Auras anónimas, Beatriz González, 2007

Una de las sensaciones más sobrecogedoras de la performance Carrying es cómo el peso del cuerpo de Espaliú cae de las manos que lo llevan a las manos que lo recogen. Ese peso muerto. Los brazos de los portadores (no los duros maderos de las siluetas de González, tampoco los luminosos paños del descendimiento), sujetos y entrecruzados, lo reciben; las rodillas y la espalda lo amortiguan. Detengámonos en esos instantes: dos cuerpos aguantando otro. Una vez. Otra vez. Otra. El cuerpo que cae y un hombre llevado a cuestas. Las espaldas, los brazos, la cerviz cargada: el auxilio vano, el alivio insuficiente, la caída asegurada.

fotograma del vídeo de la acción Carrying, 1992

Otra vez.


[1] Georges Didi-Huberman, Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, Madrid: Museo Reina Sofía, 2010, p. 62.

[2] Publio Ovidio Nasón, Las metamorfosis, cit. en Didi-Huberman, op. cit.

[3] Cfr. Mt 11, 28-30.

[4] Cfr. Mt 27, 32.

[5] Cfr. Mc 15, 21-22 y Lc 23, 26.

[6] Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas, Barcelona: Debolsillo, 2014, p. 11.

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