El trabajo escultórico de Lagata se sirve de recursos muy reconocibles dentro de la tradición escultórica reciente, como el empleo de estructuras modulares o la oposición entre lo orgánico-cálido con lo industrial-frío. Más allá de las lecturas formales que podemos hacer de su instalación, se nos propone una reflexión sobre cómo el entorno urbano, que ya se nos da definido, ahorma nuestras vidas; y sobre cómo la ciudad se va rehaciendo a sí misma, añadiendo capas a un mismo esqueleto, integrando ese ruido (esos rastros) como otro elemento constructivo más.
Los exégetas creen que el «desierto» no hace referencia a un páramo lleno de arena y escorpiones, sino a un lugar donde no vive nadie. Creo que no pondrían pegas a incluir un glaciar como el Vatnajökull. El hielo no es de fiar: uno camina sobre él o dentro de él con temor a que, de repente, todo colapse. Tiene, por así decirlo, una solidez fáctica, pero inverosímil. Moreno & Grau nos ofrecen unas imágenes de este glaciar en las que los colores y las formas tienen un aspecto irreal: hay lugares que nos hacen dudar de su existencia. La propuesta de las artistas integra estos elementos paradójicos: lo vemos en la línea de cobre que parece que se dobla, refractada en el charco del tronco. También en las gotas suspendidas, fijadas en el momento justo de su caída (¿qué hay más extraño que un movimiento que no se mueve?). Hay, en toda su instalación, un cierto componente cinético que se ve muy a las claras en la serie de fotografías en las que una mano sujeta un trozo de hielo. El peso del hielo se opone al impulso del brazo levantado (notamos, en esa quietud, la contraposición de dos fuerzas) mientras que la adecuación progresiva de los dos elementos (el hielo y la mano) genera una sensación de progreso.
Apenas hay solemnidad o misterio en el trabajo de Ana Barriga, que ha pintado un mural en el que ha colgado un cuadro. Se trata de una intervención colorida, vitalista y socarrona en la que Barriga interpreta (o más bien, glosa) Vuelta de paseo, el primer poema de Poeta en Nueva York del que se ha extraído el título de la exposición. El empleo de abundantes elementos de la cultura popular (la cara de Chewbacca, un Wally recostado como una odalisca, marcianitos, cartoon y un Lorca bailando la Macarena) tiene algo macarra e iconoclasta que choca con la premonición lúgubre del poema («Asesinado por el cielo»), asunto que se retoma en el lienzo, en cuyo centro leemos un «memento mori». El alegre batiburrillo de referencias resulta por una parte desconcertante y por otra, liberador. Habrá quien lo discuta, pero el cachondeo es un arma de eficacia comprobada contra las grandes calamidades de esta vida: ahí están las danzas macabras, los chistes de judíos y las novelas sobre cómo se perdió el segundo libro de la Poética de Aristóteles.
Los sacerdotes de todas las religiones han sido muy aficionados a quemar cosas para contentar a sus dioses, así que un claustro lleno de chimeneas tiene un airecillo poético. La instalación de Pablo Capitán del Río, que se sitúa en torno a la panza de uno de los hornos de la antigua fábrica de loza, podría sintetizarse con aquella enseñanza de Heráclito: todas las cosas surgen del fuego. El ejercicio retórico alrededor a la idea de combustión y sus satélites (la luz, el calor y el humo) compone un recorrido visual dinámico, que va de la chispa a la mecha y, de ella, a la lumbre. Capitán se sirve de tensiones muy elementales, y por tanto muy eficaces, como las que surgen al oponer el peso con la liviandad, las verticales con las horizontales y lo débil con lo recio. En este sentido, las endebles varillas de la cortina (bengalas que se han soldado al prenderse juntas) miran a las láminas duras, rugosas y apretujadas de la pieza del huevo; la estufa desmantelada sobre el felpudo parece la consecuencia natural y contraria de la chispa levitante de la madreperla. Notamos en estas obras una velocidad congelada, un proceso suspendido para que se pueda examinar con tranquilidad.
Podríamos establecer una relación, por contrarios, con la pieza de Álvaro Albaladejo, en la que una moldura que imita el adorno de una reja se descompone, parsimoniosamente, ante los ojos del espectador. La mezcla de escayola con permanganato de potasio reacciona (secretamente) cambiando de color y de textura, exudando cristales que se oxidan sobre la cabeza del visitante. Dinámica de la descomposición desarrolla literalmente el título de la exposición: la forma serpenteante que vemos en el techo de la sala terminará por cristalizar según lo permitan el calor y la humedad. Se trata de una pieza en proceso (calificarla de viva me parece una exageración y un agravio a los minerales) que se concluirá, o al menos se detendrá, con su destrucción durante el desmontaje, ya que por las condiciones en que se ha instalado resulta imposible preservarla. La obra busca un encuentro dramático con el espectador, que no puede verla hasta que se da de bruces con ella. Este carácter esquivo (serpentino) guarda una anécdota simpática: el permanganato sirve como antídoto para las mordeduras de víbora.
Originalmente publicado en el catálogo de la exposición, publicado en Sevilla, en el verano de 2021, ISBN 978-84-09-32875-8.