2024

Tratado General del Mundo. Una proximación al galerismo sevillano.

Espacio Santa Clara, Sevilla

4 de octubre – 30 de noviembre
Contemporánea Sevilla

con obras de Armando Rabadán, Belén Rodríguez, Carmen Calvo, Cristina Lama, Cristina Mejías, Curro González, Diego Cerero Molina, Fernando Clemente, Gloria Martín, Guillermo Pérez Villalta, Irene Molina, Juan Suárez, Laura Vinós, Manuel Zapata, Matteo Pacella, Miguel Gómez Losada, Nacho Eterno, Pablo Merchante, Paz Pérez Ramos, Pedro Escalona, Pedro G. Romero, Rosa Aguilar, y Sofía González
coordinación y producción: Rocío Márquez y Reyes Abad, producción técnica y montaje WWB S.C.A. (Elena Donnellan, Olivia Rodríguez, Felisa Romero, Alejandro González, Esteban Guzmán y Kevin Orrell), diseño gráfico: Granada Barrero studio, documentación fotográfica: Claudia Ihrek (salas) y Lhaura Rain (gráfica)

«Tratado General del Mundo es una exposición vertebrada en tres capítulos, que corresponden a las dependencias del dormitorio bajo, el alto y el refectorio del antiguo convento de Santa Clara. Emplea, como disparadero, una estampa local: el admirable batiburrillo del patio principal de la Casa Pilatos, en el que unas diosas griegas conviven con yeserías y alicatados mudéjares en una estructura renacentista.

Desde ahí, la muestra propone un juego de relaciones estéticas y semánticas entre obras que, tomadas individualmente, no tienen una vinculación sensata pero que, en su conjunto, nos ofrecen un estimulante juego de idas y venidas».

(i)

Puede que el famoso encuentro entre el paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de disección (que tanto fascinó a los surrealistas) nos parezca poca cosa al compararlo con el de unas diosas griegas y el alicatado de un patio andaluz. Seguramente, alguien ya habría puesto un tiesto de helechos encima de un capitel mucho antes de que los artistas de vanguardia reivindicasen la belleza del «acoplamiento de realidades aparentemente irreconciliables».

«La invención, en sentido estricto», dijo Reynolds en uno de sus discursos en la Royal Academy of Arts, «es poco más que una nueva combinación de imágenes previamente recogidas y acumuladas en la memoria. Nada viene de la nada: aquel que no acumula materiales no puede producir combinaciones». Queriendo ofrecer un acercamiento (de los tantos posibles) al galerismo sevillano, esta exposición reúne una selección de sus artistas representados junto con una colección de objetos históricos, que incluye objetos de culto, artes decorativas y fotografía histórica. Nos interesa la mezcolanza, lo extemporáneo y las relaciones audaces por cuanto son un modo doméstico y andaluz de ordenar las cosas. Así, las obras se han asociado atendiendo a su afinidad plástica, formal y semántica, tratando de propiciar una interlocución generosa entre ellas. A veces, se han dispuesto como en vitrinas, otras como en aparadores; también como en jaulas.

El título, voluntariamente pretencioso, quiere jugar con la retórica de la exageración tomándola en sus justos términos: no como una forma de la mentira, sino como una ornamentación del lenguaje.

(ii)

Borges, aun ciego, siguió visitando el zoo de Palermo para mirar a los tigres: «Todavía puedo descifrar algunos colores, todavía puedo descifrar el verde y el azul. Hay un color que no me ha sido infiel, el color amarillo». En un poema, lo dice así: «Con los años fueron dejándome | los otros hermosos colores | y ahora solo me quedan | la vaga luz, la inextricable sombra | y el oro del principio». Un par de siglos antes y sobre la misma fiera, William Blake se preguntaba «qué mano, qué ojo inmortal había trazado su pavorosa simetría». Un animal, a poco que nos impresione, se convierte en un monstruo. Con la luz adecuada, en un dios.

(iii)

Las monjas comen en silencio mientras una les lee vidas de santos. La maniobra evoca al cuento antes de dormir. Mujeres cabizbajas sentadas a la mesa: por un ventanuco, el trasiego de los platos. Sobre el murmullo de la hagiografía de san nosequién, a quien los paganos torturaron de manera inverosímil, el tintineo de las cucharas contra la loza. En el horno, crepita el carbón. Entre los pucheros, ya se sabe.

A veces, es verdad, bailamos en nuestras cadenas

Hace unas semanas, ocupado en mis quehaceres, caí en la entrada «H» del Libro de los Pasajes, que Walter Benjamin dedica al coleccionista. Más que la tesis, me llamó la atención la retahíla de citas con las que hace avanzar el texto. Por ejemplo, la de un tal Guy Patin (un médico francés de mil seiscientos) que vio en las tendencias acumuladoras un síntoma de la proximidad de la muerte. En otra, nos enteramos de una secreta pasión prusiana («[si el rey] atiborró su despacho con pirámides de tazas de porcelana, también el burgués juntó sobre su aparador el recuerdo de los acontecimientos más importantes, de las horas más preciadas de su vida, en forma de tazas») para, justo después, conocer la curiosa pinacoteca del barón de Thiers, que encargó copias empequeñecidas de las obras de los grandes maestros para alicatar su residencia.

Benjamin concede al coleccionista una capacidad inaudita: la de conseguir que un objeto –despojado de su utilidad ordinaria– se inserte en un entramado de relaciones especialísimas que, por decirlo de un golpe, tiene más coherencia que la realidad vulgar y, por tanto, la explica de un modo más elocuente. Terminada la lectura, me resonaron un par de intuiciones: primera) todas las colecciones se toman muy en serio a sí mismas, por muy particular, deficiente o ridículo que sea el impulso que las motiva; segunda) la colección completa podría deducirse de uno solo de sus objetos.

Rumié estas ideas tan seductoras cuando recibí, hace muy pocos meses, el encargo de hacer una exposición en la que «dialogasen» (palabra peligrosísima) obras de artistas representados por las galerías sevillanas. Con un plantel tan heterogéneo (en lo generacional, lo técnico y lo formal), consideré una treta: trabajar con los fondos de las galerías (los plazos nos obligaban a utilizar obra disponible y cercana) como se trabaja con una colección. Así, podía servirme del espejismo de la coherencia y del criterio. Sería artificial, vale, pero no más que el de cualquier acaparador de miniaturas o juegos de té.

La gravosa solemnidad de estas ideas, a las que les sobresalen las costuras por cada pliegue, me parecía estimulante. Pocas querencias tenemos tan arraigadas como la exageración y la alegoría: en Sevilla, todo es antiquísimo, exuberante, raro e inaudito, y hasta el más insignificante muñeco de plástico está emparentado con el rey san Fernando, los tartessos y el toro que mató a Pepe-Hillo.

Tratado General del Mundo es una exposición vertebrada en tres capítulos, que corresponden a las dependencias del dormitorio bajo, el alto y el refectorio del antiguo convento de Santa Clara. Emplea, como disparadero, una estampa local: el admirable batiburrillo del patio principal de la Casa Pilatos, en el que unas diosas griegas conviven con yeserías y alicatados mudéjares en una estructura renacentista. Desde ahí, la muestra propone un juego de relaciones estéticas y semánticas entre obras que, tomadas individualmente, no tienen una vinculación sensata pero que, en su conjunto, nos ofrecen un estimulante juego de idas y venidas.

 En los distintos capítulos afloran temas habituales del arte sevillano y andaluz, como las academias, las representaciones devocionales, las naturalezas muertas, las escenas de caza, la imaginería, los gustos del barroco y el plateresco o la fascinación por las antigüedades y los fetiches. El recorrido intenta proponer interlocuciones múltiples, más insinuadas que explícitas, entre las obras de cada sección. Al grueso de piezas contemporáneas las acompaña un pequeño número de objetos procedentes de las colecciones del Ayuntamiento de Sevilla y del Museo de Artes y Costumbres Populares de Sevilla. Se trata, en su mayoría, de obras menores, como postales o artes decorativas; también, un par de bienes arqueológicos.

La ubicación de unas y otras es pretendidamente extemporánea. Hemos querido huir de toda reverencia, ahuyentando en la medida de nuestras fuerzas los sistemas de contextualización que utiliza la Historia del Arte. Nuestra intención ha sido la de reproducir, en el blanco de la sala de exposiciones, la manera espontánea en que los objetos artísticos (dicho en sentido lato) conviven en las casas de quienes los atesoran. Lo habrán visto: algún capitel califal que hace de peana a un geranio; aquel fragmento de mosaico que se codea con el retrato de los nietos y el obsequio de alguien que anduvo en Benidorm y se acordó de ti.

Por el contrario, en los espacios en los que la vida pasada del edificio resulta más evidente, hemos querido respetar la resistencia que oponen. Apenas unas plantas, los restos del postre y un poco de cerámica.

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