cuartilla #5 – las palabras propias

En la universidad le auguraron un futuro glorioso, 1952 – Luis Seoane (c) Fundación Luis Seoane

Una anecdotilla. Como tantos niños de provincia (pobre), tuve que quitarme el acento. La primera vez, en la universidad. Aunque en la mayoría de los pueblos sevillanos se cecea, los capitalinos son seseantes. El truquito es el mismo (arramblar con una diferencia fonética), pero yo usaba el de los catetos. Algunos años después, llegué a Madrid con las eses y las ces puestas en su sitio, pero con un dejecillo que irritaba a la lenguaraz comunidad de leístas, laístas y «mazo».

Hay una forma de imperialismo que consiste en la imposición del habla. Se ha escrito mucho al respecto y ustedes conocerán de sobra el libro de Klemperer. Permítanme detenerme en casos menos trágicos y solmenes. Hace unos días, corrigiendo un texto que debía enviar a no recuerdo dónde, me detuve en una línea anodina:  «Es preciso que». Qué raro. ¿Cuándo habré dicho yo estas palabras? ¿A quién se las he escuchado? De repente, aquel adjetivo («preciso») me sonó extraño y molesto, como una piedra que se cuela en el zapato. Me puse a pensar en cómo dirían aquello mis padres o mis abuelos. Desde luego, entre las paredes de mi casa jamás se había dicho semejante cosa. Sí se había pronunciado: «es menester que» o «a ver si haces tal»; incluso «conviene» o «es bueno que». Caramba. Con tantas alternativas tan hermosas, ¿por qué había renunciado a hablar con mis propias palabras?

Podríamos preguntarnos qué idioma hablamos en nuestro pequeño conventillo. Hay ejemplos groseros, como esos statements sobre lo vernáculo o lo folclórico enunciados en esa asepsia ortopédica del slang foucaultiano a medio digerir, la manía de torturar las palabras con paréntesis, guiones y preposiciones sesudísimas o las ofertas de saldo venidas allende la mar océana (americanos, os recibimos con alegría) a redimirnos con esos cuidados y afectos que aún no se sabe lo que son. Más allá de estos excesos, me ocurre que leyendo a mis colegas (o releyéndome), me acaba pareciendo que una señora del Pirineo habla igual que un señor de Ferrol, quien, a estas alturas, ya escribe como una comisaria centroeuropea que imita, mal que bien, la prosa de algún académico yanqui.

Intuyo que en esta homologación general del discurso opera (¿ven?, ¡otro palabro!) un mecanismo de dominación no muy distinto, en su funcionamiento, de aquel complejo provinciano por no hablar correctamente la lengua del imperio. No quiero ponerme cantonalista (escribo con más léxico del que aprendí en mi casa y me negaría a renunciar a esa riqueza) ni creo que uno tenga que meter localismos cada dos subordinadas, como si fuera un peaje. Quisiera, sin embargo, mantenerme atento y e intentar resistirme al esperanto; pronunciar, en su justa medida, mi lengua materna, ahora que los pueblerinos de este mundo también publicamos en letra de imprenta.

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