cuartilla #2 – fingir el hueco, pintar el muro

Le fabbriche e i disegni di Andrea Palladio raccolti ed illustrati da Ottavio Bertotti Scamozzi. Vicenza, Giovanni Rossi, 1796

Comencemos con dos hechos contrapuestos. En 1580, la Academia Olímpica de Vicenza encarga a Palladio la construcción de un teatro a la antigua. El arquitecto –miembro a su vez de la rimbombante sociedad promotora– se pone manos a la obra, pero muere ese mismo año. Un quinquenio después, terminado el edificio y con la escena sin resolver, el perspicaz Vincenzo Scamozzi diseña el famoso trampantojo: avenidas que parecen profundísimas y hornacinas plagadas de esculturas engalanan el rectilíneo callejero la ciudad. Una treta extraordinaria. Vistas desde el lateral, las suntuosas calzadas se descubren como simples rampas; los lujosos mármoles, maderas pintadas. Digamos, en su defensa, que no se le ocultó el engaño a nadie: el primer teatro cubierto de la historia moderna tiene un techo azul cielo y nubes blancas. El Renacimiento fue un tiempo de ilusionistas. Un siglo antes, en la cámara de los esposos del palacio ducal de Mantua, Andrea Mantegna ha dibujado un redondel en el techo por el que se asoman angelotes, una maceta en un equilibrio inquietante y una pandilla de cortesanas que miran, sospechosamente risueñas, el lecho nupcial. Como en la casa de los Gonzaga no hay miseria, el buen pintor ha colocado hasta un pavo real.

Hecho segundo. En agosto de 1674, en la ciudad holandesa de Delft, coinciden dos hombres memorables. «Leeuwenhoek está mirando por un objeto metálico alargado […]. En el centro de ese objeto hay una pequeña cuenta de cristal […]. Unida a la parte de atrás del extraño instrumento hay una delgada varilla metálica que sostiene un pequeño tubo de cristal que contiene una gota de agua […]. Acercando más el instrumento de metal al ojo (de manera que casi le toque la cara) […], Leeuwenhoek se sorprende al no ver un chaquito claro, sino un verdadero acuario lleno de minúsculas criaturas que nadan, y que parecen unas mil veces más pequeñas que los gusanos más minúsculos del queso. Algunos de esos “animales diminutos” tienen forma de serpientes enroscadas en espiral, otros son globulares, otros parecen óvalos alargados. Leeuwenhoek anota: “El movimiento de estos animálculos en el agua era tan rápido y tan variado, hacia abajo y en círculo, que he de confesar que no pude por menos que maravillarme de ello”»[1].

En el otro extremo de la plaza del mercado, Johannes Vermeer, mete la cabeza bajo su bata para ver, sirviéndose de una cámara oscura, la escena que desea pintar. «A Vermeer le asombra como siempre ver que en el cristal [de la cámara] los colores son aún más semejantes a los de las joyas de lo que aparecen a simple vista, las áreas de sombra están más intensamente contrastadas con las de la luz, y los contornos de las figuras más bellamente suavizados. […] Mirando a través de ella, se ha convertido en un experto en la tarea de apreciar cómo afecta la luz a nuestro modo de ver el mundo. Ha visto el mundo como nosotros no lo vemos normalmente, en una revelación de formas nuevas diferentes que no se pueden ver a simple vista»[2].

Sirvan estas dos anécdotas para confrontar dos modos de producir arte. Los unos, haciendo donde no hay; los otros, mostrando lo que no se ve. Confieso mi devoción por los constructores de trampantojos. Cómo no admirar esos complicados ingenios de cacharrería y quincalla; el desmedido estudio de la óptica, los difíciles ajustes geométricos para que en una bóveda encalada se aparezcan, en tres dimensiones –como en esos libros desplegables que regalamos a los niños– los coros angélicos, María Santísima, alegorías de toda clase y el mismísimo nombre de Dios. Los audaces inventos de la ciencia Moderna son, sin duda, encomiables, pero arrastran pesadamente la vanidad de la verdad científica. Sabemos que los instrumentos (afinadísimos, precisos y racionales) que se emplean para ver el mundo y medirlo (la razón ilustrada es la gran empresa cuantificadora de la humanidad) condicionan y manipulan lo observado. Las lentes no son imparciales. Lamentablemente, los colores y proporciones que Vermeer hallaba con sus cristales y proyecciones son tan artificiales como los aparatosos forillos de los barrocos italianos.

Entre trucos y cachivaches anda el juego.

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(c) Museo del Prado

El lento camino de la emancipación de la pintura pasa también por pintar paredes. Suele citarse en estos casos, la Vista del jardín de Villa Medicis (1630). Velázquez, de viaje por Italia para aprender de los grandes maestros, se detiene ante una estructura cegada con tablones. A los renacentistas les pirraban las serlianas, esas arcadas recias y gráciles que no sirven para nada. Geometría, proporción y el regustillo de antigüedad clásica para decorar el jardín. La Villa Medici había vivido tiempos mejores que los de la visita don Diego. Velázquez pinta dos líneas de tableros que bloquean la entrada: los de abajo en vertical, los de arriba en horizontal. Tras ellos, una estructura desordenada, cuya disposición calamitosa intuimos, pero apenas vemos. Una lectura recurrente de esta obra apunta a los gérmenes del non plus ultra que comandará la liberación pictórica. Aquí no hay nada más que ver, solo pintura. La ventana por la que el arte reproduce el mundo comienza a cerrarse.

Estas interpretaciones son muy sugerentes, pero a uno siempre le queda la duda de qué diría el pintor en cuestión si le contásemos nuestra historieta. Correríamos el riesgo de que nos soltase un pescozón y nos dijese que pintó aquello porque le parecía bonito o vaya usted a saber. Sin embargo, dos poderosas razones nos asisten a los que disfrutamos de la especulación: la obra no pertenece a sus autores y los muertos no replican.

(c) Museo del Prado

Me interesan los pintores que hacen muros, más allá del chascarrillo obvio (la pintura de brocha fina haciendo la brocha gorda). Pensemos, por ejemplo, en Marroquíes (1872) de Fortuny. Un jinete y un hombre armado con un rifle larguísimo parecen avanzar siguiendo una pared blanca. La tapia, encalada, tapona el fondo de la composición. Apenas en los centímetros superiores, cercanos ya al borde del bastidor, aparecen unos yerbajos y se vislumbra otra pared. El color del muro es amarillento por la derecha y azulado por la izquierda, aunque la luz de la escena viene desde el espectador.

(c) Kunsthalle Mannheim

Más. Del Fusilamiento del emperador Maximiliano (1867) dejó escrito Ángel González: «Los soldados no están apuntando, como en Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808 de Goya, sino que están disparando. No me parece otro detalle sin importancia. Por el contrario, es lo único que debería importarnos; esa andanada atronadora que sacude y desgarra cualquier pretensión de contemplar serenamente lo que está sucediendo. Los disparos se nos adelantan: nos atruenan antes de que podamos mirar, como intentan los curiosos que Manet pintó encaramados al muro de la derecha»[3]. En un par de las versiones que Manet hizo del suceso («Hay algo terrible en que el bueno de Manet fusilara la pobre Maximiliano ¡cuatro veces! […] Es como si Manet le hubiese cogido gusto al gatillo»[4]) y en la litografía de 1884 vemos un muro por el que se asoman cabezas. Parece que al desdichado emperador (¿a quién se le ocurre mandar a un austríaco a gobernar México?) le dieron matarile en un cerro, llamado de Las Campanas, donde un batallón había levantado un topete de adobe un poco antes, a fin de contener las balas que no hicieran blanco. ¿Por qué, entonces, pinta Manet esa muralla del fondo? Es comprensible poner un paredón detrás de los reos, pero… ¿para qué a su izquierda?

Fijémonos un momento en los personajes de estos cuadros. En el de Velázquez, un propio se asoma por la balaustrada, sujetando una sábana, que no se sabe si recoge o está por desplegar. Abajo, un señor de perfil y otro de espaldas. El pintor ni se ha molestado en ponerles cara. En el de Manet, el pelotón y los ejecutados forman una franja azul que se superpone a la mancha gris del muro. Entre los unos y los otros, el blanco grisáceo de la descarga de fusilería. Tres franjas de color superpuestas. Las cabecillas de los mirones están simplemente abocetadas y hay más cuidado en sus brazos, que se agarran con fuerza al borde de la tapia[5], que en sus caras. En el de Fortuny, los paisanos parece que están de atrezo, que son una excusa para poder pintar esa barrera[6] que, impenetrable, nos cierra el paso. A la luz de estos ejemplos, quisiera aventurar una hipótesis: el asunto de estos tres cuadros es el dichoso muro, un espacio figurativo y, a la vez, abstracto. Las historietas (un Habsburgo tiroteado, la revolución, el pasado glorioso, el exotismo o el sursuncorda) son un instrumento, un peaje si se quiere, para conseguir un espacio puramente pictórico. ¿Qué es más pintable que una pared? Con astucia, estos artistas vieron las posibilidades que ofrecía esa región menospreciada, la potencia del telón de fondo que enmarca la acción y genera profundidad. He aquí el hallazgo: los muros no tienen importancia para la historia, pero sí para la pintura.

fragmentos de Intimidades y cachivaches, texto para el catálogo de Voluntad de objeto, una exposición de Rubén Guerrero en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo; actualmente en imprenta


[1] Lara J. Snyder, El ojo del observador, Johannes Vermeer, Antoni Van Leeuwenhoek y la reinvención de la mirada, Barcelona: Acantilado, 2017, pp. 9 y ss.

[2] Ibídem.

[3] Ángel González García, Pintar sin tener ni idea y otros ensayos sobre arte, Madrid: Lampreave y Millán, 2007, pp. 125-127.

[4] Ibídem.

[5] Lo que, a mi parecer, refuerza más la presencia de esa tapia que la de los curiosos.

[6] Una barrera admirable, pintada con tanto más empeño que los animales o los hombres.

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