Cualquier disciplina que se precie tiene su mito fundacional. Los pintores, la disputa entre Zeuxis y Parrasio; los escultores, a Pigmalión y Galatea. La historieta de un escultor que se encariña demasiado con su obra no es exclusiva de Ovidio. Ahí está Pinocho, la marioneta, y el Dios alfarero del Génesis. Pensándolo bien, es un mito muy poco agradecido: lo protagonizan hombrecillos frustrados, que quisieran hacer las cosas mismas y no consiguen más que representaciones. El caso de Dios es singular, por razones evidentes.
La idea de un creador deficitario (un demiurgo, un dios menor y torpe) tiene una versión hermosa en la leyenda del golem de Praga. Para hacer uno se requieren apenas dos habilidades: la sabiduría y la santidad. Judá León las reunía y aun así solo pudo apañar, juntando arcilla y conjuros de la cábala, un simulacro no muy espabilado. La obra es inferior al creador, de modo que un Dios omnisciente puede hacer criaturas inteligentes y esas criaturas pueden, como mucho, hacer otras estúpidas. «Hijos penosos».
Observando esta tradición, es curioso cómo históricamente los escultores han tenido que hacer hombres mejores que ellos. Santos, héroes, dioses, próceres de toda clase y condición a los que se les concedía memoria perpetua o el elevado honor de decorar un bulevar. Tanta epopeya para terminar siendo una cosa con el que la gente común se tropieza: algo que está en mitad de una plaza y que hay que sortear, el busto del abuelo que aún sigue encima de la cómoda. Mientras uno pasa, aquello permanece. He oído a Francisco Leiro (Cambados, 1957) hablar de la escultura como cachivache. No haré una exégesis minuciosa de esta afirmación, pero toda pérdida de solemnidad me alivia. Es fácil que los escultores se dejen arrastrar por las graves circunstancias que rodean a su oficio. Fíjese, lo propio de la escultura es el volumen (perdón por esta brillante revelación), esto es: ocupar un espacio, por tanto, modificar las relaciones que suceden en él. Condicionarlo. Palabras mayores.
Un costillar de granito de doce metros es, con toda seguridad, más persuasivo que mis argumentos anteriores. Leviatán (2012) es una pieza mastodóntica (¿cómo ser otra cosa con ese nombre?) que imita la osamenta de un enorme cetáceo, rematada por dos moles oscuras: la cabeza y la cola. Tiene su gracia que una exposición llamada «Roteiro», esto es, «ruta», reciba al visitante con un monstruo veterotestamentario muerto. Hablar del paseo, después de los continuos reverdecimientos del situacionismo, podría llevarnos a un montón de consideraciones tediosas. No lo permitiré. Digamos, mejor, que Leiro propone un itinerario por diversas etapas de su trabajo, que ha agrupado en familias; y que esta selección no es ni exhaustiva ni completa, sino contingente.
En el trabajo de Leiro se da una interesante combinación entre su dimensión figurativa (su obra se compone, en buena medida, de personajes) y una palpable preocupación por asuntos puramente formales, es decir, por el objeto escultórico. Esto es muy evidente en piezas como Rollito de primavera (1994), en la que un cuerpo enrollado, con las extremidades distribuidas sospechosamente, es portado por un personaje extraño, de facciones indefinidas y alargadas. Formalmente, la pieza es de una solvencia admirable: la delicada definición de los miembros blancos se compensa con la tosca figura cargante, que tiene los brazos cortos y sin dedos, y sus pies apenas son dos botas; la disposición de los brazos y las piernas descuartizadas, casi haciendo aspavientos, enfrentada a la quietud del otro personaje; la sugerente combinación de colores y materiales. La estampa, que solo puede insinuar algo terrible (¿por qué ese rostro inexpresivo?, ¿por qué el cuerpo está desmembrado?, ¿adónde se lo lleva?), tiene un título jocoso. Esta vertiente humorística recorre todo el trabajo de Leiro (que trata, a veces, temas sociales y políticos poco chistosos), produciendo trabajos asombrosos. La serie de los Lázaro (2012-2016) es un buen ejemplo de ello: unos tipos jugueteando con su sepulcro. Una cuestión formal (variaciones de una figura saliendo de un prisma, de una caja) sirve para reírse de la muerte. Vistos en su conjunto, parecen un muestrario de maneras de resucitar o una tabla de ejercicios gimnásticos para practicar con un ataúd.
Una mujer de mármol, que lleva un enorme sombrero plano, es ceñida con un manto de tela metálica por debajo de sus abultados pechos. Dos efebos contorsionados lo sostienen por ambos extremos, uno con el cuerpo vuelto hacia ella y otro como si quisiera marcharse pero no pudiese dejar de mirar. Maio longo (2010), que genera alguna disonancia por la combinación de materiales (mármol, bronce, tela metálica, hierro y cuero) y por el extraño uso de un pedestal, tiene algo del erotismo de la primavera: una mujer exuberante, las ropas abiertas, dos muchachos atónitos.
Un par de hombres sentados en una escalera ven un ser contrahecho y se disponen a correr. El más alejado al monstruo apenas se está levantando, el otro tiene el rostro girado hacia el bicho (que parece una larva cornuda) y está dando como un respingo. Mudis (2013) se llama así por Moody’s, la agencia de calificación de riesgos, aunque parezca una estampa sanferminesca. Como decíamos, en la obra de Leiro convergen asuntos muy diversos. Podemos encontrar, solamente siguiendo esta ruta, piezas de cierto aire surrealista (la serie Nube, 1991 o Relieve, 1991), estampas costumbristas, juegos de metaescultura o sátira social. En Entrehortas (1993), una paisana golpea con una hoz una plancha de metacrilato mientras mantiene un gesto incrédulo. En Frontera (1995), una cama hinchada, como si fuese neumática, esconde bajo de sí un motor fueraborda (una referencia clara al narcotráfico) y lleva, unida a ella, el estuche de un violonchelo. Esta obra dialoga naturalmente con la singular serie de los duendes (1995), donde se encierran, en formas parecidas a las tulipas de un candil, a unos hombrecillos etéreos que tienen nombres de pueblos situados en ambas márgenes del Miño.
Además de las piezas de madera, la exposición cuenta con unos dibujos y con varias obras en piedra. Los dibujos de Leiro son particularmente atractivos por su inmediatez. Están hechos con una ligereza que (por motivos obvios) no tiene el trabajo escultórico, como si fuesen apuntes tomados por capricho. Las obras en piedra muestran una diferencia sustancial con las piezas de madera: mientras en estas últimas vemos toda clase de modificaciones en el material (añadidos, policromía, etcétera), en las otras la intervención es mucho más precavida. Ya hemos hablado del personaje marmóreo de Maio longo, que está ejecutado con formas redondeadas y pulidas. Por contrastar, mencionemos a Vulcano (2005), un fortachón rudo apenas desbastado en granito, que remeda a un empleado de siderurgia en el gesto no muy heroico de huir del fuego.
En la ruta que propone Leiro en esta exposición, muchos personajes acompañan al visitante. Los hay de todo tipo, desde Mamelucos (2019), unos hombres con ropas holgadas que tienen poses un tanto teatrales, hasta el Busto parlante (2015) que sale en el Quijote con sus oyentes, una pieza construida como un mueble sobre el que descansa una cabeza con cara de apatía (creo que hay una reflexión sobre el carácter aparatoso de la escultura muy bien resuelta en esta obra). La presencia de estos moradores no puede ser obviada, porque no nos parecen simples cosas. Los usos suntuosos de la escultura ofrecen al espectador una confortable lejanía que los personajes comunes reducen. El Laocoonte o el David son maravillosos, pero habitan una dimensión tan distinta a la nuestra que no podemos interactuar con ellos más allá de la reverencia. Los personajes de Leiro resultan tan cercanos (¡si hasta Vulcano se está quemando el culo!) que nos interpelan. Compadrean con nosotros.
Asistimos, incluso, a una manifestación de miniaturas, una comitiva muda que desfila en procesión. Aunque cada pieza resuelva, en última instancia, un problema ajeno a su protagonista (¿qué ocurre si hago pequeño lo grande?, ¿cómo funcionará este escorzo?, ¿quién podría llevar este sombrero tan redondo?), es de suponer que ellos, los personajes, viven ignorando el capricho de su creador. Como si el puro arbitrio de un escultor fuese, en realidad, una razón compleja y sabia. También nosotros los miramos con afecto, sabiendo que no tienen más que madera en las tripas y en la mollera. Podemos recorrer, junto a ellos, los corredores y las galerías. Al fin y al cabo, ¿quién puede soportar ser el fruto de una casualidad o de un ejercicio?
Texto originalmente publicado en «Roteiro – Francisco Leiro».
Secretaría General Técnica, Subdirección General de Atención al Ciudadano, Documentación y Publicaciones, Ministerio de Cultura y Deportes
ISBN 978-84-8181-733-1