El ajedrez es, en su reducción esencial, un juego de formas y de movimientos. Los jugadores empiezan aprendiendo a reconocer cada pieza y la manera en que se desplaza. Los comienzos son siempre esclarecedores. El resto (las aperturas, las defensas, el estudio de los finales) es una prolongación sumamente compleja de estos dos elementos fundamentales: el cálculo de todas las traslaciones posibles de treinta y dos figuras; de su armonía y su precisión.
Los juegos, escribe Alfonso X, son alegrías queridas por Dios para que los hombres sobrelleven los rigores de la vida. La idea de un entretenimiento que no conduce al infierno o a padecer plagas terribles excitó tanto la inventiva humana que produjo pasatiempos muy variados. Los tratados medievales, como se sabe, abundan en categorías y gradaciones: unos se practican cabalgando (las justas, los entretenimientos bélicos), otros de pie (juegos de pelota, esgrima, carreras, lanzamientos, etcétera) y otros, sentado, de modo que pueden jugarse durante el día o la noche, por mujeres («que no cabalgan y están encerradas») y por hombres; jóvenes, viejos, enfermos, cautivos y navegantes. De estos, están los que se ganan por puro azar (los dados), en los que «más vale seso que ventura» (el ajedrez) y, finalmente, los que mezclan «de lo uno y de lo otro, porque eso es la cordura» (las tablas).
El ajedrez reproduce sobre un tablero el avance de la infantería, la caballería, y en cierta medida, todos los poderes del mundo. Las codificaciones medievales cristianas del juego proponen piezas muy historiadas, con torres con arqueros detrás de las almenas y peones bien pertrechados, de modo que se explicite qué fuerzas representa cada trebejo. Esta precisión en las representaciones contrasta escandalosamente con las piezas del ajedrez árabe, en las que los artesanos emplearon todo su ingenio para crear significantes sin copiar las imágenes de la creación: hacer un elefante sin hacer un elefante requiere habilidad. Es curioso cómo todo este esfuerzo figurativo es, en realidad, bastante inútil en el funcionamiento del juego: nadie mueve obispos o líneas amuralladas, sino alfiles (piezas que se desplazan en diagonal) o torres (piezas que se mueven recto). El cálculo de las jugadas requiere, para su eficacia, la mayor simplificación posible de los elementos involucrados: desprenderse de todo, salvo del movimiento.
Así como los grandes maestros estudian variantes (qué hubiese ocurrido si en vez de defender el peón con el caballo se hubiese protegido con la dama, etcétera), Elena Alonso explora en S13, R19, Z26 variaciones de los trebejos del ajedrez y de sus hipotéticos movimientos. Su proyecto continúa, en cierto modo, estas traslaciones semánticas y espaciales que están en la esencia misma del juego y que se han manifestado a lo largo de su historia. Las formas, esto es una obviedad, están llenas de significados: algo anguloso es agresivo, lo romo es amable. Hace unos años, un grupo de semiólogos quiso crear un mensaje que advirtiese, durante milenios, de una montaña rellena de residuos radioactivos. Una de las propuestas fue rodearla de esculturas colosales, filosas y amenazantes, que produjesen un sonido lastimero cuando les diese el viento. Tampoco los materiales son inocentes. La tradición nos ha legado un catálogo de elementos nobles (el mármol, el oro, algunos cristales, el marfil, el ébano, etcétera) y bastardos (la escayola, el pino, el papel, la arcilla). La perdurabilidad o la escasez son algunos argumentos a tener en cuenta, pero no los únicos. Los trebejos de ajedrez fueron considerados –hay multitud de ejemplos medievales– posesiones valiosísimas, hasta el punto en que se cedían explícitamente a monasterios y descendientes en los testamentos de sus propietarios. Combinaban la superioridad del juego con la de los materiales en que estaban fabricados (lo uno, supongo, condicionaba lo otro).
Alonso ha trabajado junto a un tornero de madera para crear seis piezas que recuerdan a las formas sutiles y sensuales de los trebejos del ajedrez primitivo. En ellos ha jugado con los significados de las formas (lo masculino, lo artificial, lo femenino, lo agresivo, lo orgánico, lo blando…) y de los materiales. Las piezas, que están talladas en resina, boj, mopane, ébano y olivo, están colocadas por pares sobre tres superficies de escayola pigmentada en las que se ha fresado –empleando una máquina dirigida por control numérico– el perfil de las piezas, marcando el rastro que dejan con su recorrido. Esta estela, que podría tener lecturas severas (el vestigio, la erosión, las consecuencias), recuerda amigablemente a la forma de las molduras decorativas. Como se advierte, S13, R19, Z26 está construido mediante la hibridación de elementos muy diferentes entre sí. La convivencia de las piezas torneadas, que se fabrican a ojo y con las manos, con los surcos sumamente precisos del control numérico se nos presenta, sin embargo, de una manera natural. Ni siquiera como oposición, sino como una conjunción amable y complementaria. Una de las superficies sobre las que se colocan las piezas –que responden al mundo estético que asociamos con el trabajo de Alonso– reproduce uno de los alicatados de la Alhambra, lo que introduce, como imagen de fondo, un elemento artesanal y procesual (geométrico y manual) que, de algún modo, orienta la interpretación de las obras.
Las idas, venidas y encuentros que propone Elena Alonso en este trabajo están solucionados de un modo armónico. La alternancia de técnicas, materiales, contingencias y seguridades se resuelve en unas obras amables y sugerentes, que proponen todas estas complejidades sin hacer alarde de ellas. Se sirven, creo, del valiosísimo impulso de la curiosidad. Alonso reúne lo mecánico con lo manual, lo geométrico con lo arbitrario, lo lleno y lo vacío o lo natural con lo artificial sin enfrentarlos, hallando en ellos aspectos que le resultan interesantes e integrándolos en la obra de una manera plácida.
Jugar es una actividad muy singular. Consiste, fundamentalmente, en aceptar reglas y prescripciones que solo tienen validez en ese mundo cerrado. Ahora bien, mientras se juega, esas normas acotan el universo. El juego se da en tanto los individuos que lo practican entienden esta dinámica y participan de ella; asumiendo que esos comportamientos deben interpretarse dentro del ámbito que les da sentido, y que leídos fuera de él parecen absurdos. El juego, dice Gadamer, no finge que sus reglas son las de la vida ordinaria, sino que aspira a ser comprendido como lo que es; así como el arte no pretende ser una falsificación del mundo (las uvas de Zeuxis, que hacían que los pájaros se estrellasen contra ellas queriendo picotearlas), sino que demanda abiertamente la participación de los involucrados. No hay engaño (sustitución), sino complicidad. Gracias a ese lugar excepcional que nos abren el arte y el juego podemos asomarnos (esto es paradójico y asombroso) a lo serio y lo trascendente: «Lo jugado en el juego del arte no es ningún mundo sustitutorio o de ensoñación en el que nos olvidemos de nosotros mismos. El juego del arte es más bien un espejo que, a través de los milenios, vuelve a surgir siempre de nuevo ante nosotros, y en el que nos avistamos a nosotros mismos, muchas veces de un modo bastante inesperado, muchas veces de un modo bastante extraño: cómo somos, cómo podríamos ser, lo que pasa con nosotros».
Las piezas del ajedrez han excitado, con frecuencia, el interés de los artistas. Hay, en este juego y en sus componentes, una cualidad particular, que hace que un peón no sea como una ficha del parchís. Sobre cada pieza descansa, de algún modo, todo el juego: todo ese movimiento que es el ajedrez permanece latente, en su pura potencialidad, en cada trebejo. En un juego que tiene, como se sabe, un número de combinaciones infinito (esto nos lo han asegurado las inteligencias artificiales), podemos pensar en S13, R19, Z26 como una prolongación posible y verosímil, donde las partidas responden a estrategias que aún desconocemos. Un juego, quizás, sin enfrentamientos, donde las figuras se mueven alegremente «a solas, sin testigo, libres de amor, de celo, de odio, de esperanzas, de recelo».
texto sobre el proyecto de Elena Alonso
para el III Premio Cervezas Alhambra de Arte Emergente