La redención de un cretino

 

Con dieciséis añitos, Mozart estaba tirándose de la peluca porque el tenor que iba a cantar Lucio Silla se había enfermado unos días antes del estreno. Esto es un contratiempo importante cuando escribes pensando en la capacidad vocal de un cantante en concreto (uno particularmente virtuoso), y una calamidad cuando te mandan, como reemplazo, a un limitado cantante de capilla. Por esta peripecia resultó que Silla no solo hacía cosas de tirano, sino que además cantaba poco y sin adornos.

El Teatro Regio Ducal de Milán le había encargado a Mozart una ópera seria, el género respetado en la época, lo que se traduce en una sucesión de arias da capo hilvanadas con recitativos. Dramáticamente no es precisamente ágil, pero se compensa con el lucimiento de los cantantes. Conviene recordar que no siempre se ha ido a la ópera como vamos ahora, todos sentaditos, calladitos, mirando al escenario en silencio: la gente hablaba, se intercalaban ballets y otras cosas que dejan el ruidillo de los móviles en una nimiedad.

 

Las óperas serias tienen argumentos solemnes. Ni un solo chiste, oiga. El libreto de Lucio Silla se sirve de la historia del dictador romano, pero no crea que se entretiene mucho en los sufrimientos del pueblo: aquí lo importante es que Cecilio y Giunia se quieren mucho y que el pérfido tirano quiere casarse con ella. ¿Qué valen los sufrimientos de un imperio frente a dos amantes? Pues eso. Luego ocurre lo de siempre: ¡hay que matar al tirano! ¡Esto es inasumible! No lo logran, los capturan, parecen que los van a ejecutar pero luego no: el malvado se ha dado cuenta de su mezquindad, da un timonazo y todos felices.

Lucio Silla, que se estrenó en 1772, llega por primera vez a Madrid. Sospecho que la tardanza se debe a la dificultad del montaje: es muy difícil hacer que una ópera tan sumamente estática no suma al respetable en un profundo sopor durante las tres horas y veinte que dura a pesar de lo prodigioso de la música. Afortunadamente, el teatro ha vuelto a contar con el ingenio de Claus Guth, posiblemente el director de escena al que más le gusta un escenario giratorio, que ha dispuesto muy inteligentemente el arco del personaje de Silla: un tipo iracundo y estúpido entregado a los vicios más banales (que cuando algo no le sale como quiere se da cabezazos contra las paredes) que termina la obra no haciéndose bueno, sino simplemente dejando de hacer maldades. Y con la renuncia al trono, entra el coro del senado romano cantando: oh, gloria a Sila, quien merece toda alabanza porque nos ha librado de sí mismo.

Decía Matabosch, el director artístico del Real, que se nota que Mozart era adolescente por la dificultad técnica en las arias. La típica bravata adolescente. La complicación vocal es terrorífica y el elenco está a la altura, coronado por la interpretación de Patricia Petibon, realmente extraordinaria: un dominio técnico y una capacidad dramática realmente impresionantes. Completan el elenco Kurt Streit como Silla, Silvia Tro Santafé como Cecilio, Inga Kalna haciendo de Lucio Cinna, María José Moreno como Celia y Kenneth Tarver en el papel de Aufidio. La orquesta del Teatro Real está tan excelente como de costumbre, bajo la batuta de Ivor Bolton, un director al que se le nota en la cara el enorme placer que siente haciendo música.

Y ahora, lo importante: he hecho una amiga de butaca. La señora que se sentó a mi derecha me contó que llevaba muchos años encontrándose con otra señora que ha cambiado de abono. «Tengo un nuevo vecino», me dijo. Le conté que mi entrada era de prensa y que somos inestables, que cada día nos sentamos en un sitio distinto. Iba a escribir la crónica entera sobre la conversación que tuvimos, pero me ha parecido una indiscreción.

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