Cinematografía ultrarracionalista

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Metido en la bañera donde vive, un filósofo que ha leído todos los libros del mundo habla con una alucinación de Karl Marx, que está sentado en el váter. Los ultrarracionalistas se han congregado en un café de Madrid para ver cortometrajes. Este se llama En boca cerrada no entran moscas pero entran pollas como roscas. La invitación decía: «Súper Homo Velamine SHV: 9 vídeos pornográficos». En la carátula de la cinta sale Godzilla con la cabeza de María Teresa Campos; lleva una cinta morada que pone «Estado del bienestar».

¿Qué es el ultrarracionalismo? Una doctrina filosófica, por supuesto. Tiene su manifiesto fundacional, su publicación periódica, su politburó y sus adeptos. Y sobre todo tiene un método: «Es creencia generalizada que la razón domina nuestros actos. Pero la razón sólo sirve para justificar a posteriori unos actos enteramente determinados por la emoción. Por el contrario, el ultrarracionalista usa la razón noblemente: estira las pautas de comportamiento hasta sus últimas consecuencias y comprueba los horrores que desvelan». Dicho en otras palabras: un ultrarracionalista hace lo que hace la gente, pero a degüello.

Por eso se colocaron la sotana y fueron a Vistalegre, como también se hicieron pasar por hípsters con Rajoy. Los ultrarracionalistas son los verdaderos candidatos de consenso: siempre están con el Pueblo, sobre todo con sus contradicciones. Una vez cortaron la Gran Vía al grito de «¡Más sosiego por favor!». Otro día empapelaron los coches de Malasaña con la consigna «Cuatro ruedas sí, dos piernas no».

Ahora se proyecta un corto de animación. Un señor calvo pasea por delante de un bar clausurado. «–Oiga, ¿qué hace violando a esa niña?; –Ah, ¿esto? Es por el pleno empleo». La gente aplaude: se despierta el gozo y la algazara. Yo he llegado un poco tarde, así que voy a tener que montarme la fiesta en casa. Anónimo García, uno de los líderes del movimiento, me saluda moviendo su bigote, agitando su melena sedosísima. «No se preocupe usted, le hemos reservado una copia». Se vuelve, rebusca y vuelve luego con una carcasa de VHS: dentro hay, efectivamente, una cinta y un librito. Levanto las cejas: «¿Cómo quieres que vea esto?». Él se sonríe con cierta condescendencia, como quien ve el asombro miope de un niño. «No se preocupe, están en YouTube». Luego se acerca Rasomon, un señor calvo y barbudo, sospechosamente parecido al del corto del violador. Me dice que pida algo, que Anónimo tiene tickets. Ya ha terminado la proyección y los partidarios de la causa han empezado a empinar el codo.

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Las gentes que se acercan al ultrarracionalismo son muy variopintas. El último jueves de cada mes se reúne una tertulia que discute los temas fundamentales de nuestro tiempo. Tiene un escueto número de miembros fijos y una alarmante nómina de personal que va y no vuelve. No se aceptan timoratos: la tibieza es colaboracionismo. Cuando hay cuórum se pronuncia solemnemente el introito: «Si hoy hubiera una guerra civil, ¿qué bandos serían los contendientes?». Solteros contra casados, lampiños contra bigotudos, norte contra sur, estoicos contra epicúreos. Los iniciados vigilan prudentemente las respuestas de los neófitos: si algo no se tolera es la vulgaridad; no en balde el ultrarracionalismo es el gran defensor del mundo antiguo: esa arcadia feliz donde todo era bonhomía, gentileza, finura, orden y serenidad. Un mundo claro y distinto, con su buena ración de certezas.

En la televisión del café ponen no sé qué partido importantísimo y salimos presurosos hacia una plaza céntrica y llena de jovenzuelos. Buscamos unas pizzas, porque no sólo de ironía vive el hombre. Hablamos sobre las famosas partidas de Reikiavik, sobre si la cebolla está o no sobrevalorada, sobre la conveniencia de engullir animales. Con la excusa de tener que escribir esta crónica me escabullo más bien pronto. Un par de hamburguesas de euro completan mi cena. A la mañana siguiente me pongo, con cuaderno y lápiz, a estudiarme los vídeos. ¡Qué lisérgico! ¡Qué finura! ¡Qué saber hacer!

Un señor (el del bigote y la melena) bailando una jota en calzoncillos frente al Pilar (me confirman que ninguna basílica sufrió daños durante el rodaje del cortometraje), un remero en el Retiro con todos los efectos chuscos de edición que un hombre sensato puede desear, la delicada pornografía narcisista del firmador de autógrafos, el sublime vídeo erótico escrito en Word. Mi admiración se mezcla con mi pavor: ¿cómo voy a escribir sobre esto?

 

Decido probar mis armas con los profanos: intento explicarles a mis compañeros de trabajo de qué va este asunto. Hago todas las piruetas retóricas y pedagógicas que se me ocurren, me aprieto las meninges, pongo ejemplos, saco marionetas: tras una semana todo lo que he conseguido es que no tengan muy claro eso del «hiperracionalismo». Les he dicho que hacen un porno rarísimo y lleno de vicios: lo mismo por ahí pican.

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